“Un tema que me preocupaba profundamente cuando estaba en la cárcel era la falsa imagen que involuntariamente proyectaba al mundo exterior, de ser considerado como un santo que nunca fui, incluso si se define a un santo como un pecador que sigue intentándolo”. (Conversaciones conmigo mismo, 2010. Segunda autobiografía de Mandela).
La muerte de Mandela ha sido una verdadera crónica de una muerte anunciada, pues desde hacía ya tiempo que el mundo entero se preparaba para este lamentable e inexorable noticia ocurrida ayer, tranquilamente, en su casa de Johannesburgo a los 95 años. Con ello se ha ido, indiscutiblemente, una de las más grandes figuras políticas y, especialmente, humanas del siglo XX, a la altura de un Che Guevara, Martin Luther King o de un Salvador Allende, para no citar ni a fariseos ni a falsos líderes.
Precisamente, ¿será acaso por su humana cercanía y sencillez, rayana en la humildad, que siempre transmitió pese al enorme poder alcanzado, una de las causas de la grotesca morigeración que sufrió su imagen durante los años de la claudicante posguerra fría?; alcanzando niveles de paroxismo después del 90’, cuando tras 27 años de cárcel recuperó la libertad, fue “trasvestido” en algo así como un ícono pop (para muchos fue más ícono que estadista) despercudido y soso, al más puro estilo del Dalai Lama.
Algo parecido han hecho, con mucho éxito, con Luther King, al que han “vendido”, interesadamente, como una especie de fanático predicador carismático y pacifista, antes del luchador social, socialista, antiimperialista y anticapitalista que fue; quien definió al gobierno de EE.UU. como el “el máximo agente de violencia hoy en el mundo… gastándose más en los instrumentos de muerte y destrucción que en programas sociales vitales para las clases populares del país”.
El que, sin ir más lejos, en su último discurso diagnosticando el problema de su sociedad y el verdadero carácter de su lucha, llegó a afirmar que: “la lucha central en EE.UU. es la lucha de clases”, como lo señala Michael Parenti en “I Have a Dream, a Blurred Vision”, citado por Vicenç Navarro en uno de sus artículos.
Mandela, en efecto, pese a todo, a su ostensible fragilidad y derrota propinada por los años (el poder le llegó muy tarde, seguramente) y la cárcel, y al enorme calado de la traición que propinaron a su lucha, nunca dejó de ser un guerrero inclaudicable, un luchador social, socialista, antiimperialista y anticapitalista, aliado de los procesos de lucha y liberación de los pueblos del tercemundo y amigo entrañable de la Cuba de Fidel, a la cual visitó y demostró en innumerables ocasiones su cariñosa amistad.
Un infatigable luchador que no vaciló en alzarse en armas contra el oprobioso y despótico apartheid, granjeándose la condena a presidio perpetuo en isla-prisión de Robben Island como el preso 46664. Al cual, dicho sea de paso, nunca dejó de invocar así como también de homenajear a todos los combatientes caídos en la lucha.
Así lo dejó de manifiesto, aunque ostensiblemente debilitado, puño en alto, en uno de sus últimos discursos memorables pronunciado el 2 de julio de 2005, en un acto contra la pobreza: “Luchar contra la pobreza no es un asunto de caridad, sino de justicia”.
Será por ello que recién, sorprendentemente, cuando cumplió sus 90 años el 10 de julio de 2008, dejó de ser considerado, él y el African National Congress (ANC), en la lista de los movimientos y terroristas más peligrosos del mundo, elaborada por los Estados Unidos, como nos lo recuerda Bouthaina Shaaban en su articulo titulado, precisamente, “Feliz cumpleaños, Mandela, por fin ha dejado de ser usted ‘terrorista’ a los 90 años” (2008).
No obstante, dado que en la práctica (o en la pragmática) renunció a sus afanes de transformación social y más sentidas reivindicaciones, llegando incluso transar hasta en uno de los puntos centrales de Freddom Charter, su programa de gobierno: la redistribución de la riqueza.
Un programa, que por lo demás, bien pudo haber sido fuente de inspiración del programa de liberación nacional allendista de la UP, como señaló recientemente Ariel Dorfman en un esplendido artículo.
Hoy, como bien lo señala Noami Klein en La doctrina del Shock (2010), “las minas, la banca y los monopolios que Mandela prometió nacionalizar siguen en manos de los mismos megaconglomerados que controlan al mismo tiempo el 80% de la Bolsa de Johannesburgo”.
Y, en poco más de dos décadas, su (aunque, innegablemente, mejor) país es uno de los más corruptos, desiguales y violentos del mundo. De ello da cuenta, al margen de los escándalos y corrupción protagonizada por sus familiares y sucesores (el caso de Jacob Zuma, actual presidente de su país, es de antología), la matanza de los mineros de Marikana que aún permanecen vivas en nuestras consternadas retinas.
Sin embargo, es innegable, que con todo, Mandela deja tras de sí un potente legado. Al menos, el ejemplo de un hombre digno y honesto que luchó por un mundo más humano y más justo. Un verdadero símbolo de la lucha por la igualdad y la libertad, un monumento “al triunfo del espíritu humano contra los peor de nosotros mismos”, como dijo alguien acertadamente por ahí. ¿Qué duda cabe?
Pues, pese a los infaltables claroscuros del caso y, por lo demás, al hecho de que nadie en su país parece estar a la altura de su legado y de recibir el testigo para saldar de una vez por todas la onerosa deuda contraída con su sufrido pueblo, resulta más o menos evidente, a mi juicio, que el mundo no puede permitirse el lujo -hoy menos que nunca- de prescindir de mitos como el de Mandela, que al igual que El Che, Luther King o Allende, nos inspiran e invitan, en definitiva, a seguir luchando y a ser más humanos y mejores.