Ya se ha observado que los votos marcados con la demanda de una asamblea constituyente (AC) fueron más que los obtenidos por varios de los candidatos que participaron en la primera vuelta de los últimos comicios presidenciales. Los ciudadanos que pusieron un “AC” en la papeleta desafiaron los temores propagados en cuanto a que esta demanda añadida pudiera provocar la invalidación del sufragio, lo que finalmente no sucedió. Gracias a la campaña de miles de activistas que nos convocaron a plantear esta demanda, el voto marcado se impuso con mucha fuerza y ha dejado en una posición muy incómoda a los partidarios de la actual Constitución y a quienes piensan que la posibilidad de una nueva Carta Fundamental debe quedar supeditada a la iniciativa del Ejecutivo y los legisladores, cuando en más de 24 años de posdictadura ello no ha sido posible.
Sabemos que quienes van a regresar a La Moneda en marzo próximo tienen ideas muy dispares respecto de qué hacer para dotarnos de una institucionalidad más democrática que el hibrido régimen político heredado de la Dictadura. En el nuevo oficialismo habrá quienes se conformen con hacerle sólo nuevos retoques a la actual Constitución de 1980. Tendremos, también, a quienes postulen una nueva Constitución, pero definida y sancionada sólo por la clase dirigente. Al mismo tiempo, cabe esperar que algunos integrantes de esta Nueva Mayoría cumplan y se las jueguen por la convocatoria a una Asamblea Constituyente que defina las reglas del juego institucionales y busquen su refrendo popular. No se sabe, a ciencia cierta, qué camino preferirá seguir la Presidenta quien, como candidata, no ha sido explícita respecto de éste y otros temas, seguramente porque observa entre sus partidarios posiciones muy diversas. Se evidencia que en los temas cruciales no existe demasiado consenso entre demócrata cristianos, comunistas, pepedés, socialistas y radicales. Y ello podría ser lo que más afecte la posibilidad de un nuevo rumbo institucional.
De lo que estamos ciertos es que la demanda por una Asamblea Constituyente va a golpear fuertemente las puertas del Palacio Presidencial cuanto remecer las bancadas del Parlamento. Las encuestas señalan que más de la mitad de la población chilena tiene ya resolución en favor de una constituyente surgida del voto popular y no del conciliábulo de las cúpulas políticas. Aunque es efectivo que nunca en nuestra historia nos hemos dotado de una Carta Fundamental surgida de una consulta popular, sin embargo, en la evolución de los sistemas republicanos, la Asamblea Constituyente hace rato se constituye en el medio más validado por los países a la hora de consolidar soberanía popular y reglas del juego verdaderamente democráticas. En América Latina ya hemos tenido experiencias contundentes, en tal sentido, sin que estas asambleas hayan trastornado la vida política o sembrado el caos, como algunos están vaticinando. Varias voces de constitucionalistas de prestigio internacional anotan que las nuevas constituciones políticas de Bolivia, Ecuador, Brasil y otras naciones son un ejemplo de solvencia democrática y le trazan un camino a seguir a aquellas naciones todavía renuentes a avanzar hacia un régimen de soberanía ciudadana más participativa y moderna.
Lo que más existe actualmente en nuestro país es desconfianza en la clase política y en la posibilidad de que nuestros gobernantes y legisladores puedan convenir un nuevo orden institucional bajo el imperio del binominalismo parlamentario vigente y los quórums calificados que se imponen tan tenazmente a los cambios y construcción de un orden genuinamente democrático. Ya se vio que en la última contienda electoral, una derecha derrotada en las urnas es capaz de mantener en el Poder Legislativo los votos necesarios para impedir las más importantes reformas, cuando no, incluso, con el asentimiento de los diputados y senadores de otras bancadas, como ha ocurrido en tantas bochornosas oportunidades. Antes que la contienda presidencial termine de definirse ya tenemos en el Congreso y en los medios a quienes postulan volver a la “política de los acuerdos” que paralizó la Transición a la Democracia y ha consolidado un duopolio político electoral cuyo fin principal ha sido repartirse el poder y perpetuarse en los cargos públicos.
Es en esta decepción ciudadana que se explica que más de la mitad de los ciudadanos no haya concurrido a las urnas a pesar de que hubo nueve presidenciables, cuatro elecciones simultáneas y miles de candidatos en todo Chile a quienes marcarle preferencia. Una cifra de abstención que tiene toda la expectativa de elevarse en la segunda vuelta presidencial, lo que le daría muy poco sello democrático a quien resulte elegida.
No hay que soslayar, tampoco, que el movimiento estudiantil, gremios y agrupaciones sociales muy diversas ya han sumado a sus demandas la exigencia que sea en la ciudadanía donde se discuta y valide un nuevo orden institucional. Al respecto, la nueva Presidenta de la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile (FECH) ha advertido que desde las calles el próximo año se vigilará y se interpelará en tal aspecto a los nuevos diputados, que hasta muy pocos meses lideraban las masivas movilizaciones. La idea es que sean éstos quienes apuren, ahora en el Parlamento, las reformas proclamadas en aquellas memorables marchas y protestas. Los nuevos dirigentes estudiantiles aspiran a que se consolide una bancada juvenil y transformadora y que lo recién electos no se sometan a los ritmos y decisiones que adopten los partidos políticos que los reclutaron como candidatos. Sean capaces resistir las presiones que siempre se ejercen desde La Moneda, como a las espurias negociaciones y devaneos cupulares.
No se puede desestimar, tampoco, la manifiesta expresión en favor de una Asamblea Constituyente de parte de las candidaturas presidenciales derrotadas del atomizado mundo de la izquierda extraparlamentaria. Importante pudiera ser la promesa de sus líderes de enfrentar un nuevo esfuerzo de unidad justamente en el compromiso de demandar una profunda reforma del Estado.
El clamor popular por una Constituyente y una nueva Carta Fundamental obviamente se estrellará con la férrea oposición de la derecha autoritaria y los grandes intereses económicos resguardados por la institucionalidad que nos rige desde 1980. Entrará en pugna, también, con la actitud de aquellos inefables políticos moderados o moderadores que siempre le hacen el juego al status quo, pretextando todo tipo de leguleyadas, como aquella que ya se invoca en cuanto a que el Ejecutivo y los parlamentarios no tienen facultades para convocar a una gran consulta nacional que resuelva lo primero que se debe despejar: si existe o no en el pueblo la voluntad de derogar la actual Constitución. Algo tan simple y contundente como eso y que sirva para valida, enseguida, los pasos más decisivos; esto es elegir a un grupo de ciudadanos que se dé a la tarea de definir un nuevo texto constitucional que después sea validado por un plebiscito vinculante.
Las leyes vigentes, sobre todo cuando fueron definidas por un gobierno de facto, no deben constituirse más en obstáculo de los cambios. Si se hace preciso, hay que pasarlas por alto y simplemente derribarlas. Después de que los dirigentes políticos han demostrado no ser capaces de cumplir con lo prometido y demandado, es necesario que el pueblo se movilice con resolución.
Es, por lo demás, lo que siempre nos señala la historia: la legitimidad debe sobreponerse a la legalidad. De otra forma, no habría emancipaciones que finalmente se reconocen como gestas e hitos decisivos en el progreso humano. Quienes oponen las normas y la represión a los cambios son siempre los principales responsables de las grandes convulsiones sociales o de los quiebres abruptos de la convivencia interna de las naciones. Como lo fueron los reaccionarios, los timoratos y los militares en la tragedia que seguimos al Golpe de Estado de 1973.