Percatándose del alto nivel de la abstención electoral en la última elección chilena, uno podía pensar en lo que se decía aquí en América del Norte cuando hace ya años se hizo realidad eso de poder acceder desde su casa a 500 canales de televisión. “Sí”—decía la gente—“500 canales y nada que valga la pena ver en la tele…”
Así habría sido: nueve candidatos, pero aun no suficientes como para entusiasmar a algo así como unos 6 millones de chilenos que ese día prefirieron hacer cualquier otra cosa en lugar de concurrir a las urnas.
Concedamos por cierto que de esos 6 millones habría que descontar al cerca de un millón que vivimos fuera de Chile y que a pesar de las promesas, aun no podemos votar desde aquí. Aun así sin embargo, el ausentismo electoral es preocupante y a la vez indicativo de que por un lado algo no anda bien en las opciones políticas que se ofrecen a la gente, pero más importante, algo no funciona en la institucionalidad del país que en definitiva crea la percepción que poco importa quién gobierne ya que las cosas no pueden cambiar mayormente. Por cierto podemos cuestionar esa premisa, pero se trata de una percepción instalada fuertemente, una suerte de combinación de indiferencia, fatalismo y cinismo que algunos pueden creer que ayudaría a radicalizar las cosas, pero que sin embargo en última instancia termina ayudando a los sectores conservadores de la sociedad chilena.
La abstención puede interpretarse como una suerte de protesta muda, de una mayoría incluso, pero que sin embargo por no tener una canalización viable (nadie está pensando estos días que estos votantes ausentes vayan a convertirse en combatientes de una quimérica vía armada en un futuro) aunque en términos estadísticos sea una fuente de cuestionamiento a la legitimidad del sistema político chileno, esa mayoría abstencionista pasa a ser invisible y por tanto no llega a contar (¿quién se acordará en un año más cuánta gente votó en estas elecciones?)
El tema se puede abordar desde diversos ángulos, como en el caso de los canales televisivos (los 500 ofreciendo más de lo mismo) se puede apuntar al aspecto cuantitativo: ¿hubiera votado más gente si los candidatos a la presidencia hubieran sido 18? ¿ó 90? Ciertamente no, el problema no es uno cuantitativo. ¿Estaba más o menos el espectro político bien representado en los nueve postulantes? Probablemente sí. ¿Eran sus programas atractivos? ¿Eran ellos mismos creíbles? Bueno, desde la óptica de cada cual y de sus respectivas posiciones políticas probablemente la respuesta a estas interrogantes también sería afirmativa.
El problema entonces parece ser otro: el molde dentro del cual los programas presidenciales se planteaban sencillamente no cuadra con el rígido esquema institucional del país. Y por esto último entiendo no sólo la institucionalidad jurídica, en este caso la ilegítima constitución pinochetista, de por sí un obstáculo de magnitud, sino también la institucionalidad económica consagrada en el modelo neoliberal, incluso la institucionalidad social y cultural de una sociedad que ha hecho del afán de lucro en todas las esferas el leit motiv del accionar social e individual. Desde esta perspectiva y por supuesto con diversos grados de credibilidad, escuchar a los candidatos hablar de reducir la desigualdad por ejemplo, tiene que haber sonado muy fuera de lugar para quien tenga que subsistir con trabajos precarios e inestables, laborando horas extras hasta el nivel de la sobrexplotación o adquiriendo deudas que quizás necesitará otra vida para pagar. Aunque la percepción pueda ser errada, la idea de que mejorar las actuales condiciones de vida mediante alguna acción del gobierno es imposible ha calado muy hondo y la gente ya no ve alternativa alguna. ¿Para qué molestarse en ir a votar entonces? Como una joven entrevistada en la televisión decía, “mejor aprovechar este día libre (ella normalmente trabaja el día domingo) yéndome a la playa”.
A la distancia resulta un tanto curioso ver las reacciones de algunos dirigentes políticos ante este fenómeno abstencionista. Los que buscan soluciones simplistas al estilo de Don Otto que vende el sofá que su señora usaba para ponerle cuernos, ya andan ponderando la posibilidad de reinstaurar la obligatoriedad del sufragio. Una soberana tontera por cierto y que sólo revela que en algunos (incluso en sectores de izquierda) su corazón todavía tiene remanentes de autoritarismo. El voto es un derecho, y los derechos uno los puede ejercer o no, esa es una de las premisas de las democracias occidentales que tanto se admiran en Chile. Votar es un derecho como el derecho a casarse y el derecho a tener una educación universitaria, por ejemplo. Pero nadie está obligado a casarse, mucha gente opta por la soltería para toda la vida; tampoco nadie está obligado a educarse en una universidad, algunos simplemente no tienen interés, otros optarán por caminos profesionales u oficios que no requieran el paso por ella, y por cierto hay otros tantos que simplemente no tienen la capacidad intelectual que tal educación requiere. El discurso de que votar es un deber para con la sociedad, la patria o la nación, es simplemente un discurso consignista que no aborda el tema central de por qué hay gente que decide no ir a votar, y como señalo, en esto el problema reside en última instancia en la percepción que la institucionalidad vigente no permite que se produzcan los ajustes necesarios para cambiar las cosas que están mal, incluso suponiendo que las candidaturas tuvieran realmente la intención de efectuar tales cambios.
Cabe hacer notar que por lo demás esa es una situación en la que otras democracias occidentales como la canadiense y la estadounidense, ambas con voto voluntario, también enfrentan y por razones más o menos parecidas. Lo que sucede es que hay una crisis de representatividad en la llamada democracia representativa, la que es percibida (y no sin razón) como sirviendo a los intereses de una minoría que maneja los asuntos del estado para su propio beneficio.
Es tan simple como eso si uno hace el diagnóstico, pero también tan complejo que hasta ahora las soluciones—otras que un cambio revolucionario profundo—parecen eludir a la mayor parte de las sociedades.
Mientras tanto, mucha gente piensa que aunque apriete el control remoto y transite por los 500 canales sólo va a encontrar el mismo show. Algo similar parece haber sucedido en la primera vuelta presidencial en Chile y es probable que en la segunda vuelta suceda lo mismo, a no ser que se logre convencer a la gente que un cambio efectivo y profundo de la institucionalidad tanto jurídica como económica se va a acometer como tarea prioritaria.