“Perdón” y “nunca más” fueron las expresiones más trajinadas en discursos y declaraciones con motivo del 40º aniversario del golpe militar. Se abusó de ellas a tal punto, que quedaron despojadas de todo significado, incluso de la pizca de autenticidad que pudieron tener al principio. Hoy forman parte del listado de lugares comunes que caracterizan los desabridos discursos de nuestra fauna política. Ni las peticiones de perdón eran sinceras, ni el ingenuo propósito de “nunca más” tenía asidero en la realidad.
Desde luego, ni los verdugos de ayer ni sus “cómplices pasivos” -como llamó el presidente Piñera a los que con su silencio protegieron a los criminales-, pidieron perdón ni prometieron “nunca más”. Tan es así, que se ha vuelto a hablar de delación compensada para comprar con impunidad la información que necesita la justicia para llegar a la verdad. Sin embargo, ¿para qué querrían torturadores y asesinos arriesgar la seguridad que les garantiza el pacto de silencio que encubre su pasado? Los autores intelectuales y materiales del golpe jamás han pedido perdón ni prometido “nunca más”. Menos aún han contribuido con información que permita hallar los cuerpos de los detenidos desaparecidos o reconstruir la verdad y sancionar a los responsables de crímenes de lesa humanidad.
Todo el horror de la dictadura -que recién comienza a conocerse-, se mantiene latente y agazapado en los pliegues de la institucionalidad heredada. El golpismo está en condiciones de dar otro zarpazo si el pueblo -como lo hizo en 1970- decide elegir un gobierno dotado de un programa cuyo destino final sea el socialismo. El “nunca más” sólo funcionará si el imperio norteamericano, la oligarquía y las instituciones armadas de Chile otorgan su aprobación a gobiernos y programas, como han venido haciéndolo desde 1989 mediante gobiernos formalmente elegidos por el pueblo pero que han pasado primero por el cedazo del capitalismo.
El golpe que derrocó al gobierno constitucional y democrático del presidente Salvador Allende, se consumó en el marco de la guerra fría. Washington no permitió que en América Latina surgiera -esta vez como fruto de una elección- otro gobierno que, como el de Cuba, planteara construir el socialismo. La guerra fría ya no existe, es cierto. La URSS se derrumbó bajo el peso de un sistema herrumbroso y burocrático, cuyas aberraciones impidieron enfrentar con éxito las maniobras desestabilizadoras de Washington y el Vaticano. Pero América Latina sigue siendo el patio trasero de la potencia imperial que se arroga el derecho de declarar guerras preventivas, espiar gobiernos, empresas y ciudadanos en todo el mundo, practicar el secuestro y el asesinato político, el golpe de Estado y la invasión si lo requieren sus intereses.
Los golpes de Estado en América Latina han seguido ocurriendo sin la guerra fría. El 11 de abril de 2002 se produjo el golpe que en Venezuela derrocó al presidente Hugo Chávez, restituido en su cargo en 48 horas gracias a la potente respuesta del pueblo revolucionario y de la mayoría de las fuerzas armadas. No obstante, la República Bolivariana de Venezuela, fundada por el comandante Hugo Chávez, sigue sufriendo un incesante asedio imperialista. La hostilidad de EE.UU. -apoyada en una sedicente oposición digitalizada por Washington-, incluye maniobras clásicas de la CIA, que conocimos en Chile en los 70, que van desde provocar desabastecimiento de alimentos para causar malestar en la población, hasta planes de magnicidio para eliminar al presidente Nicolás Maduro. Cabe recordar que la Socialdemocracia y la Democracia Cristiana -piezas maestras de la Concertación en Chile, hoy llamada Nueva Mayoría-, son enemigos jurados de la revolución bolivariana y de los instrumentos de integración surgidos de su iniciativa diplomática: la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (Alba), la Unión de las Naciones Suramericanas (Unasur) y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac). Precisamente, por adherir a este proceso de unidad latinoamericana fueron derrocados los presidentes de Honduras, Manuel Zelaya, y de Paraguay, Fernando Lugo, en 2009 y 2012, respectivamente. Contra ellos el golpismo invocó argumentos constitucionales, como se intentó hacer en Chile antes de apelar a la fuerza bruta.
Pero no solo Venezuela, Honduras y Paraguay han sufrido la intervención imperialista. También en Ecuador se intentó derrocar al presidente Rafael Correa para poner fin a su revolución ciudadana. En Bolivia, en tanto, se pretendió fracturar el país para detener el proceso que encabeza el presidente Evo Morales.
En Chile nada sustantivo ha cambiado en las FF.AA. y Carabineros en 40 años. Siguen siendo la guardia de corps de la oligarquía y de los intereses del imperio en Chile. El liderazgo tutelar de Pinochet continúa inspirando al ejército, aunque muchos de sus crímenes y robos están probados judicialmente. En la historia castrense Pinochet sigue siendo el tercer Capitán General del Ejército, junto al padre de la Patria, Bernardo O’Higgins, y su sucesor el general Ramón Freire. Nadie se ha atrevido a tomar la iniciativa de degradarlo y mucho menos de anular el título honorífico de “Comandante en Jefe Benemérito del Ejército de Chile”, que sus generales le confirieron en 1998. Ni tampoco rebautizar la Carretera Austral, que lleva su nombre.
En la Armada Nacional ocurre otro tanto. El almirante José Toribio Merino, verdadero articulador del golpe de 1973, tiene un monumento de tres metros de altura en la Avenida de los Marinos Ilustres del Museo de la Marina, en Valparaíso. ¡Merino -que con voz aguardentosa llamaba “humanoides” a los que luchaban por liberar a Chile de la tiranía-, se ha convertido en un ejemplo para las nuevas generaciones de marinos! El almirante que convirtió el buque-escuela Esmeralda, la Academia de Guerra Naval y el Fuerte Silva Palma en centros de tortura y muerte, es el faro que guía la formación de oficiales de la Armada.
Con fuerzas armadas que no han hecho la reconversión necesaria para democratizar sus estructuras y formar a su personal en el respeto de los derechos humanos, el “nunca más” puede terminar en cualquier instante. La derecha lo ha insinuado para detener la demanda de una Asamblea Constituyente. Por eso la desconfianza con que la civilidad mira a las instituciones heredadas de la dictadura. Todo ciudadano sabe, aunque no lo diga por el miedo que subyace en la sociedad chilena, que plantear con voz clara las demandas ciudadanas en un programa de justicia social y participación democrática, como hicieron los chilenos de los 70, puede hacer que la oligarquía y el imperio abran la jaula de los leones. Es una amenaza más feroz que hace 40 años. Un presupuesto que llega a los 8.842 millones de dólares hace de las FF.AA. una casta privilegiada del Estado.
¿Estamos condenados entonces a limitar nuestras aspiraciones democráticas y de justicia social para no irritar al golpismo? ¿El destino del movimiento popular es sumergirse en la Concertación y entregar a socialdemócratas y democratacristianos la decisión de acoger -en acuerdo con la derecha- demandas que por su moderación obtengan la aprobación del empresariado y las fuerzas armadas? ¡Por supuesto que no! El camino debe ser otro: trabajar en la construcción de una fuerza social y política mayoritaria que permita, fundamentalmente desde la calle, convocar a una Asamblea Constituyente. Es un proceso para levantar una alternativa popular cuyo programa -la nueva Constitución- incluya a instituciones armadas democratizadas y cuyo derrotero sea un sistema basado en la solidaridad, la paz y la integración latinoamericana.
Cuando la unidad se haya forjado en la conciencia y en la acción de la mayoría ciudadana, recién se podrá hablar de “nunca más”.
Nunca más fuerzas armadas y policiales al servicio de la oligarquía y del imperio.
Nunca más un pueblo castrado en su capacidad y derecho de construir una sociedad más justa.