Hablemos de Jacqueline. Ahora que Jacqueline abandonó su antigua profesión de madre y se ha convertido en emprendedora, o sea, en algo similar a multimillonaria, conoce muy bien sus necesidades. Los niñitos ya crecieron y se transformaron en Hombres: el mayor dirige una panadería, el menor una rotisería, y la menor está casada con el director de una rotisería y que ella puede atender porque eso de algún modo se justifica su propia existencia. Entonces Jacqueline, quien siempre fue buena para la suma y la resta y la multiplicación y la división, pero cuyo intrínseco talento se fugaba en la manteca donde se freían los berlines –consumidos en la víspera del lanzamiento de la teleserie–, o bien en la nívea espuma del detergente sobre los calzoncillos infantiles ungidos en caca, decidió, así nada más, de un día para otro, la Jacque decidió: emprender.
Pues aparte de freír y de lavar Jacqueline sabía otra cosa, a saber, que para surgir en la vida (o lo que es igual, tener vehículo, comedor nuevo, secadora y asimismo disponer de alguien que fría y lave en lugar de una) hay que abrir un negocio, es decir, una empresa. Y así lo hizo: rápidamente comenzó a vender sus ricas mermeladas que dieron lugar a chocolates caseros y que a continuación permitieron solicitar un préstamo, hurra, que a la vez ayudó a ampliar el negocio y hacer algo más trascendente aún:
Construir el anhelado segundo piso en madera nativa y teja asfáltica…
…desde donde Jacqueline, la emprendedora, ha de contemplar su reino de mermeladas y chocolates caseros ubicado en el patio. Dos vendedoras (que ya sueñan con emprender: de eso nada) y un apuesto y joven repartidor (que no sueña porque ya tiene hijos: pero ¡tú puedes!) componen la masa obrera sobre la cual Jacqueline hace y deshace a su antojo. Por fin. Antes, cuando no se tenía negocio, cuando ni siquiera se había oído la palabra emprendimiento, se era infeliz. Mamá lloraba taaaanto, continuamente mi mamá comparaba nuestra horripilante cocina con la de la amiga de Míster Músculo, señala la hija menor ante la cámara. Mami –agrega– quería un piso brillante pero el suelo de la cocina no eran cerámicas (que ahora abundan por todos lados, junto con el segundo piso mami tapizó la casa con cerámicas relucientes) sino tablas disparejas que mami raspaba con los pies bien firmes sobre la virutilla, después extendía pasta de zapatos porque ofrece más resplandor que la cera común, y finalmente –agrega hija– mami pasaba un trapo sobre las tablas hasta que centelleaban. Mami nunca fue floja, siempre trabajó, ella solita era capaz de trozar una camionada de leña, dice el hijo panadero.
No obstante el gigantesco amor de sus hijos que en ocasiones se manifestaba en lamentos cuando padre estaba ebrio y opinaba que todos deberían irse a la mierda, no obstante la felicidad emanada de los bellos sentimientos, Jacqueline era infeliz. Le faltaba eso que hace humano a todo ser humano: gritarle a otro para quitarse una misma la rabia que lleva dentro. Tal como ocurre en las teleseries, tal como lo hace, por ejemplo, Evelyn Matthei, la candidata del partido por los emprendedores y cuya biografía Jacqueline se sabe de memoria. Eso calza muy bien con la imagen a proyectar: empresaria y de derecha. Empresaria de izquierda, eso no lo quiere por ningún motivo Jackie. Llegará el día en que las mermeladas permitan comprar un departamento cerca de la costa. Hay que estar preparada para ese día. Una empresaria sabe cómo hacerlo y Jacqueline sabe sumar y restar. Multiplicar y dividir.
Además de eso Jacqueline tiene dientes. No le falta ninguno. La única de todo el barrio que no se inscribió en Sonrisa de Mujer: cómo iba ella (que por ese tiempo ya visualizaba el futuro negocio) a someterse a planes comunistas, tales como endilgarle placas y tapaduras a un ser humano que está destinado al éxito empresarial. Y miren a Evelyn: dentadura perfecta, igual que Jacqueline.
Y la patrona también hace otra cosa: se tiñe. Jacqueline piensa que la totalidad de sus obreras la envidian porque ella compra tinturas, y no de cualquier marca: todo lo que ella se esparce en el grueso pelo rubio es L’Oreal aunque los resultados nunca se asemejan a los del envase. Pero qué más da, lo importante es ser blanca y norteamericana, porque el apellido Matthei desde luego debe ser norteamericano y no como el de esa chula, Roxana Miranda, espeta la Jacque a una de sus obreras que precisamente se ha teñido el pelo oscuro como el de Roxana Miranda, SU candidata. Porque la obrera se identifica más con Roxana, pero eso sí, únicamente hasta el día en que el emprendimiento toque a su puerta (o sea, nunca), no puede una ir de millonaria dueña de casa con cerámicos y ventanales window a mezclarse con el comunismo y el resentimiento, explica la obrera comunista y resentida. Ahora que vivo con mi pareja, que es presidente del sindicato de pescadores y que una vez entrevistaron en la tele y que habló del empresariado carnívoro y que él a veces me quema con cigarros cuando toma malta y que también, sí, también quisiera secretamente poseer/tener/conseguir una casita con segundo piso y camioneta y un taxi o un colectivo que maneje otro, ahora que vivo con él, debo ser de Roxana Miranda, Claude o mínimo Bachelet. Cuando sea emprendedora y me postulen al premio del banco, y me desenvuelva en el mundo al que pertenezco, vale decir, lanas, palillos, hilos, velos y cenefas, pero también lavadora, cerámicos, loza y cuchillería, ahí yo le compro su camioneta a mi pareja y todos felices con los críos coreando en una ronda y una bonita fiesta de bautizo en el templo, ¡panderos para todo el conjunto musical del templo! Así sueña la obrera, mientras revuelve los albaricoques en las cacerolas, para que no se peguen.
Jacqueline, la empresaria. La que un día decidió deshuesar duraznos y ciruelas tal como enseñaron en el matinal. Quién iba a creer que eso la iba a arrastrar al cosmos del alto mando, donde una vota por Evelyn, donde una se tiñe el pelo, donde se tiene chequera ¡con cheques!, donde a una le piden ser clienta frecuente, donde una se solidariza con el cansancio de la ejecutiva de cuentas que le mete a una créditos y seguros por todos los orificios del cuerpo. ¿Quién iba a creer que en el emprendimiento, en esa absurda y diminuta palabra, una iba a encontrar la auténtica felicidad? ¿A ver? ¿Quién?