Para quienes alguna vez salimos al exilio y que por esas cosas de la vida aquí nos fuimos quedando, el 11 de septiembre—emblemático este año por haberse cumplido 40 años—reviste múltiples significados, y no sólo políticos, también está la dimensión de las opciones que uno tomó y cómo ellas son evaluadas.
La distancia es doble, por un lado el tiempo y por otro la geografía que nos coloca en lados opuestos del globo. Esta distancia de tiempo y espacio sin embargo puede ser de ayuda para mirar las cosas con otra perspectiva. Uno de los fenómenos curiosos de este aniversario ha sido el de la sucesión de perdones que diversos actores de la política han estado solicitando, algunos con más justificación y más impacto que otros. Algunos representantes de la derecha y ciertas instituciones como el poder judicial para citar algunos casos, tenían buena razón para pedir ese perdón: si bien no ellos mismos personalmente, sí sus partidos o sus instituciones, le dieron apoyo político o funcional a la dictadura en la violación a los derechos humanos. Pero esta secuela de pedidas de perdón aparece un poco fuera de lugar en el caso de la izquierda que en realidad fue víctima de la situación provocada por el golpe de estado.
¿Debe pedirse perdón por haber supuestamente creado las condiciones para el golpe? Esta al parecer ha sido una trampa tendida por quienes plantean la tesis del empate, con un argumento que va más o menos de esta manera: “Sí, hubo un golpe de estado, sí hubo represión y abusos a los derechos humanos, pero ello fue en respuesta a las políticas ‘violentistas’ que sectores de la izquierda propiciaron en ese momento”. Es como si los militares y la derecha hubieran dicho: “No me busquen… porque si siguen así, me va a encontrar…” parafraseando un poco lo que podría ser un diálogo de machos duros en algún bar.
Lamentablemente algunos personeros de la propia izquierda han caído en ese juego. Se ha resaltado estos días por ejemplo, que el Partido Socialista ha sido el que más autocrítica se ha hecho respecto de su actuación durante el gobierno de Allende, insinuando con ello que lo obrado por ese partido en ese período fue una secuela de errores. ¿Pero fue realmente así?
No hay que olvidar que el contexto de ese período era muy diferente, y en lo inmediato estaba marcado por dos factores de carácter internacional que a su vez eran mutuamente excluyentes: por un lado la existencia de la Guerra Fría, un conflicto si se quiere silencioso y sutil ya que por definición no implicaba un enfrentamiento militar directo entre los dos principales protagonistas de él, Estados Unidos y la Unión Soviética, pero que sin embargo estaba presente en cada espacio del planeta como si se tratara de piezas posicionadas en un gigantesco tablero de ajedrez. El otro factor era el alza a nivel mundial (por lo menos así se lo percibía) de las fuerzas que propiciaban cambios revolucionarios. La revolución parecía estar a la vuelta de la esquina, lo que resultaba en un clima de gran optimismo (“optimismo histórico” lo llamaban algunos más ortodoxos) que nos decía que sí, que ese era el momento de impulsar cambios revolucionarios, y que había que aprovechar cualquier coyuntura que se presentase para empujar el proceso más allá de sus cauces originales. Eso no es ningún misterio ni tampoco una suerte de noción conspirativa de la ultraizquierda o de “termocéfalos” (término también acuñado en esos tiempos) sino era lo que se admitía como parte normal de la dinámica de la lucha de masas.
Señalaba que el factor Guerra Fría y el factor “ambiente-marcado-por-el-alza-del-ímpetu-revolucionario” eran excluyentes porque mientras el primero se basaba en un equilibrio de fuerzas y por lo tanto se trataba de un factor conservador o estabilizante de las fuerzas y movimiento sociales a nivel mundial, el segundo era desestabilizador, lo que colocaba a las dos principales potencias en estado de alerta apenas aparecían esos síntomas. Un gobierno de izquierda en Chile, con posibilidades que—si era exitoso—sirviera de modelo a otros países, ciertamente era una amenaza a ese equilibrio global y Estados Unidos no iba a aceptarlo (de paso hay que recordar que la Unión Soviética, aparentemente beneficiaria de que su adversario súbitamente perdiera una pieza, tampoco veía esta situación con buenos ojos, en la lógica de la Guerra Fría los conservadores jerarcas del Kremlin preferían la estabilidad que la entonces división en áreas de influencia proveía, de ahí el poco interés de Leonid Brezhnev en apoyar a Allende y su proyecto).
Para Washington en el marco de la Guerra Fría un “Chile socialista” no era sólo una amenaza por las políticas económicas que intentaba implementar (nacionalización del cobre, de la banca, y ataque a las grandes corporaciones) sino una amenaza estratégica, o al menos así se lo percibía, y eso era inaceptable. De ahí que la CIA y otras agencias del gobierno estadounidense hayan estado ideando formas de impedir que Allende fuera elegido, y una vez electo, de promover que su gobierno fracasara y en última instancia que fuera eliminado, esto desde antes que Allende llegara a asumir el cargo. Ese viejo y desprestigiado argumento según el cual un incidente tan accesorio como el discurso de Carlos Altamirano el domingo 9 de septiembre en el Estadio Chile hubiera sido el causante del golpe es no sólo completamente falso sino además ridículo, un golpe no se prepara en un par de días. Nótese que, removida la Guerra Fría, esa visión por la cual Estados Unidos alentaba golpes de estado cada vez que un gobernante se empezaba a “salir del libreto” ha tendido a relajarse un poco, eso pese al enorme poder que tiene, de ahí que gobiernos como los de Rafael Correa en Ecuador, Evo Morales en Bolivia y Nicolás Maduro en Venezuela, han sufrido menos acciones agresivas directas de Estados Unidos, eso aunque para los círculos de poder en Estados Unidos probablemente nada les gustaría más que deshacerse de esos mandatarios.
Por otro lado el factor del avance revolucionario (por lo menos así lo percibíamos) era un importante acicate para la movilización y la lucha, pero también para intentar sacar provecho de las condiciones que coyunturalmente se daban en Chile: el triunfo de una coalición de izquierda que levantaba un programa de transformaciones profundas, si bien no explícitamente intentando establecer una sociedad socialista. En otras palabras, el camino que Allende y la UP invitaban a recorrer contenía cambios profundos que necesariamente levantarían oposición en quienes se verían afectados, era también incierto en cuanto a si sus objetivos se lograrían cumplir y hasta cierto punto ambivalente respecto de sus métodos, ya que si bien se recalcaba cada vez que esos cambios se harían dentro de la constitución y las leyes, por otro lado no se renunciaba, por el contrario, se presuponía que todo el proceso tenía que darse en el marco de una gran movilización de masas y eso era ya de partida un llamado a crear condiciones fuera de lo ordinario (es decir, normalmente la gente no va a estar en las calles marchando, sino en sus lugares de trabajo, en sus escuelas o en sus casas según fuera el caso). Aun dentro de la institucionalidad la UP abría el camino a lo extraordinario, pues como decía el Canto al Programa “Porque esta vez no se trata de cambiar a un presidente…” el gobierno de la UP iba a ser algo más. Y claro todos nos lo tomamos eso muy seriamente…
Lamentablemente—y en esto sí los partidos de la izquierda tendrían cierta razón en hacerse una autocrítica—mientras se entendía que vivíamos en el marco de la Guerra Fría y que por lo tanto teníamos en el imperialismo un enemigo formidable, no se llegó a entender plenamente la capacidad de daño que éste representaba para el proceso: desde dejarnos sin créditos para alimentos e insumos para la industria, pasando por cortarnos los repuestos (recuerdo haber viajado en el tren del norte en 1972 prácticamente sin ampolletas en sus vagones porque ellas eran importadas y no había formas de adquirirlas), hasta dejarnos sin películas (las distribuidoras eran controladas por compañías yanquis).
El programa de la UP contemplaba en principio la creación de tres áreas de la economía: social (estatal), mixta (de capitales públicos y privados) y privada, sin embargo tal esquema nunca se institucionalizó, excepto por la nacionalización del cobre, en manos de une empresa del estado. El proceso de intervención de las empresas que se habían avistado como estratégicas y que pasarían al área social comenzó siguiendo un cierto plan, pero a poco andar el proceso de toma de empresas escapó a todo esquema preconcebido. Lo que sucedió fue que la intervención de las industrias en un momento pasa de ser un imperativo económico a uno político: pasar a controlar el mayor número de empresas, muchas de las cuales pasaban a ser manejadas directamente por sus trabajadores era parte del proceso político de toma del poder, o por lo menos así se entendía. “Crear poder popular” decía una consigna y de alguna manera reflejaba una aspiración que en ese momento era sentida por los trabajadores, eso de alguna manera se concretaba en la toma de las industrias y en el proceso de administración compartida entre los interventores designados por el gobierno y los comités de trabajadores. Era de verdad un proceso en si mismo revolucionario, cualquiera que haya vivido esos días que haya trabajado en algunas de las empresas intervenidas o como era mi caso que las haya visitado en el marco de mi labor como educador político en ese tiempo, podrá atestiguar sobre esa atmósfera creada, la emoción que se sentía en las fábricas o predios agrícolas en manos de sus trabajadores.
Curiosamente al mismo tiempo, el análisis de la realidad concreta en esos días fue perdiéndose y nuestras direcciones fueron incapaces de resolver el complejo dilema que encarnaba el proceso chileno: los cambios se harían utilizando la institucionalidad del estado, pero cuando esa institucionalidad empieza a ser desafiada ya no por la izquierda—el sector tradicionalmente rebelde—sino por la derecha, no se articula una respuesta adecuada, más bien se confía que esa misma institucionalidad opere esta vez reprimiendo a la derecha como antes el aparato del estado había reprimido a los trabajadores. Pero ahí empezaron las “sorpresas”, los tribunales, la Contraloría, incluso gran parte de la burocracia del estado, les daban el favor a la derecha. Quedaba el último y más determinante componente del estado, las fuerzas armadas. Durante un primer momento ellas parecen mantener su tradición de obediencia al poder civil y de no deliberación política. Pero eso pronto se rebasó. Y no pudimos ver, o no quisimos ver. Las fuerzas armadas estaban del otro lado y muchos se resistían a creerlo. El propio Allende insistía en esa visión. O más bien dicho, algunos lo veíamos aunque igual nada se podía hacer ya. Yo mismo escribí en un artículo en el diario socialista “Las Noticias de Última Hora” del 6 de septiembre de 1973, en que luego de denunciar cómo había una suerte de tabú en todo lo que se refería al tema militar, a ellos no se los podía tocar ni inquirir mucho a propósito de sus actos, eran como una cofradía secreta o un estanco cerrado, lo que les posibilitaba hacer los que se sospechaba que estaban haciendo desde hacía ya tiempo: conspirar. Escribí entonces: “Todo esto que lleva a que se trate de ver las acciones de los miembros de las fuerzas armadas como no sujetas al juicio público, conforma así una situación de verdadero tabú en torno a estos temas. Algo que pareciera de mal gusto ventilar a la luz del día. Y por cierto que esta imagen no debe seguir manteniéndose, pues justamente a la agudización del enfrentamiento de clases no escapan las instituciones militares. Los recientes acontecimientos: intentonas golpistas y deliberaciones inconstitucionales en su interior, represión de sectores anti-golpistas en la marina e incluso flagelaciones de corte fascista, reafirman el hecho que sostenemos…”
Claro está, el camino escogido tenía su propia trampa, se sospechaba, se sabía con alguna certeza que había descontento en los mandos militares y conociendo su trayectoria se tenía mediamente claro que si intervenían no lo harían para apoyar el proyecto de la UP, las acciones efectuadas por ellos como implementadores de la Ley de Control de Armas ya daban una clara señal de por dónde iban sus preferencias. Desgraciadamente a esa altura nada podía hacerse, si la izquierda efectivamente se hubiera preparado para la eventualidad militar tendría que haber hecho alguna de estas cosas, o ambas: prepararse militarmente, cosa que no podía hacerse sin que se detectara. En buenas cuentas no se podía hacer sin echar el modelo de vía chilena por la borda. La otra posibilidad, haber tratado de influir políticamente a la tropa y al menos a algún sector de la oficialidad. Un trabajo que requería mucha habilidad, tacto y buen manejo. Tampoco se hizo. En los hechos Allende mismo tenía un completo desconocimiento en cuanto de qué lado podían estar los militares, sabido es que al enterarse del levantamiento él pensó que a Pinochet los sublevados lo tenían preso…
Todos estos días siguen siendo de muchas memorias y ejercicios mentales de lo que “pudo haber sido y no fue” y ya no nos queda mucho tiempo para reflexionar todas estas cosas. Este 11 de septiembre aquí en Montreal fue extraordinariamente caluroso para un tiempo en que se supone que el verano septentrional empieza a ceder paso al otoño, especialmente aquí en las nórdicas latitudes del Canadá. El mismo día 11 hubo una hermosa velada de conmemoración con una narración acompañada de música en vivo, poesía y una presentación audiovisual. Ha habido además exposiciones, coloquios y por cierto la expresión de nuestro agradecimiento por la solidaridad recibida en Canadá.
A 40 años de ocurrido, el golpe de estado y la muerte del presidente Allende siguen resonando en nuestros recuerdos, en tanto que las secuelas de ese día así como de los años de dictadura que siguieron nos continúan penando y probablemente lo harán con cada uno de nosotros por el resto de nuestras vidas. Pero claro está, tampoco se podrán borrar las increíbles impresiones de esos mil días, de ese tiempo cuando creíamos que alcanzaríamos el cielo con la mano, esos días de colorido y de alegría auténtica que no necesitaba anunciarse; al menos para este lejano cronista, probablemente los más felices días de su juventud.