Han pasado 40 años desde el golpe de Estado. Un periodo que ha transcurrido con la lentitud de la parálisis social, de las conciencias cristalizadas. Un tiempo que permitió la instalación por la fuerza del capitalismo más desatado del planeta, modelo más tarde acomodado y perfeccionado hasta su consolidación.
Han sido cuatro décadas divididas en dos grandes etapas, la primera bajo la aspereza de la violencia dictatorial, la segunda marcada por la seducción de los placeres del consumo. Si en otros lugares y épocas, 40 años han sido suficientes para varias guerras y revoluciones, en Chile, tras el golpe y la represión, el país se hundió en un sueño pesado que dejó el camino libre a la contrarrevolución y a la involución de todas las conquistas sociales y laborales. Chile, que a inicios de los años 70 del siglo pasado vivió un singular proceso revolucionario sin disparar un tiro, inició el siglo siguiente con una estructura económica y social propia del siglo XIX. La oligarquía, compuesta por unas pocas familias tradicionales y otros recién llegados, se ha adueñado del país, de sus recursos naturales y de la vida de millones de trabajadores y consumidores.
Este fue el objetivo que tuvieron hace 40 años. El golpe de Estado buscó la restitución de los privilegios que el gobierno popular de Salvador Allende había puesto en riesgo. Es la conclusión que surge no sólo al observar la estructura económica de Chile actual, sino de aquel folleto denominado El Ladrillo que pergeñaron los primeros economistas neoliberales. Los discípulos de Milton Friedman en la Escuela de Chicago visualizaron entonces la oportunidad única para aplicar, en un país golpeado y aterrorizado por las armas, las teorías extremas de su maestro. Las aplicaron en la primera experiencia de lo que Naomi Klein ha llamado la “doctrina del shock”.
Han tenido que pasar casi cuatro décadas para que la población haya tomado conciencia del verdadero significado de aquel proceso que barrió con las izquierdas y organizaciones sociales, y arrebató difíciles y dolorosas conquistas sociales y laborales. Aquel trance, iniciado en 1973 y seguido más tarde por privatizaciones y despidos masivos vigilados por los militares, no tuvo su final con el retiro del dictador, sino que continuó con mayor intensidad durante los gobiernos de la llamada transición democrática. El cambio de régimen, como extraña paradoja, vino a reforzar lo iniciado con el golpe de Estado. Es posible situar en ese momento el verdadero drama del Chile contemporáneo.
Sociólogos e historiadores que han estudiado este periodo concluyen en la teoría de la transición pactada: el cambio de régimen fue una transacción política, la que tenía como moneda de cambio la mantención del modelo económico de mercado instalado por la dictadura cívico-militar. Porque tras la salida de Augusto Pinochet como jefe de Estado, los siguientes gobiernos no recuperaron las conquistas económicas y sociales de Salvador Allende, sino que profundizaron con fruición el traspaso del país a la oligarquía y a las grandes corporaciones. Aceleraron las privatizaciones y le entregaron al sector privado otras tantas áreas que tradicionalmente habían estado cauteladas por el sector público.
LA DICTADURA SIGUE VIGENTE
Este doloroso periodo de la historia nacional ha sido estudiado por Felipe Portales, quien en diversos libros y centenares de artículos explica con claridad cómo estas dos grandes etapas de los últimos 40 años tendieron a fusionarse y a complementarse. Para Portales, ha sido una victoria de la derecha, la que queda expresada con evidencia en la estructura económica, aun cuando también se manifiesta con fuerza en otros ámbitos humanos, desde lo cultural y político a lo social. “ La gran victoria de la derecha es haber ‘conquistado’ a la Concertación para que complementara su obra. La derecha podía vencer pero no convencer. Su refundación nacional estuvo basada en la violencia. Ciertamente que el Plan Laboral, las AFPs, las Isapres, la Loce, la ley de concesiones mineras, las privatizaciones de servicios públicos, su sistema financiero y tributario, la concentración comunicacional, el desmantelamiento de las organizaciones sociales, etc., necesitaban de una extrema represión para instalarse. Pero para legitimarse y consolidarse requerían de un convencimiento que sólo podía brindarlo, poco a poco, quien gobernara presentándose como de centroizquierda. Este papel lo desempeñó el liderazgo de la Concertación”.
Marcos Roitman, sociólogo chileno de la Universidad Complutense de Madrid, es tan claro como Portales. En reciente texto escribió: “La dictadura sigue vigente, entre otras razones, porque la Concertación en sus cuatro mandatos y la derecha pinochetista con uno, han dado continuidad al proyecto. A cuarenta años la traición se consuma. Chile vive una farsa y una borrachera de poder, donde la amnesia y la infamia son pilares sobre los cuales se construye un relato épico e idílico que justifica el asesinato y la tortura, bajo el eslogan ‘Chile modelo de democracia, libre mercado y éxito neoliberal’”.
Las reflexiones de estos académicos son una síntesis del amplio sentir ciudadano, manifestado en cientos de marchas, huelgas y otras protestas desde hace más de cinco años. Lo que se inició con demandas puntuales en educación, se ha extendido hacia muchas otras áreas controladas por corporaciones privadas, que han convertido derechos básicos en servicios con fines de lucro. Esta reflexión popular ha llevado a las organizaciones sociales a exigir, como el fin del legado y amarres de la dictadura, el reemplazo de la Constitución de Pinochet por una elaborada tras una Asamblea Constituyente. Han tenido que pasar 40 años para que la conciencia nacional perciba los verdaderos alcances y objetivos que tuvo el golpe de 1973.
Al hacer una breve revisión de declaraciones y acciones de los últimos veinte años, es probable que unas destaquen más que otras. Pero sin duda son ejemplares las palabras que el ministro de Hacienda de Patricio Aylwin, el democratacristiano Alejandro Foxley, tuvo para Pinochet en una entrevista de 2000: “Realizó una transformación sobre todo en la economía chilena, la más importante que ha habido en este siglo. Tuvo el mérito de anticiparse al proceso de globalización que ocurrió una década después, al cual están tratando de encaramarse todos los países del mundo. Hay que reconocer su capacidad visionaria (…) de que había que abrir la economía al mundo, descentralizar, desregular, etc. Esa es una contribución histórica que va a perdurar por muchas décadas en Chile”. Y para que no hubiera dudas de sus palabras, Foxley subraya que Pinochet terminó cambiando el modo de vida de todos los chilenos “para bien”.
Que hace un mes el organismo empresarial Icare lo haya premiado por su contribución a la economía neoliberal, es una muestra de cómo desde el primer gobierno de la Concertación la idea era seguir con las políticas económicas de la dictadura.
ENCANDILADOS CON
EL PODER ECONOMICO
Casos similares los podemos hallar en numerosos altos funcionarios de la Concertación, que han pasado a la dirección o gerencia de empresas de grandes corporaciones. Desde senadores a ministros y subsecretarios, el vínculo con el poder económico ha derivado en una completa fusión. Viera-Gallo, Alvear, Ximena Rincón, Zaldívar, Tironi, Correa, Garretón, Cortázar, Eyzaguirre forman parte de una larga lista de políticos que han hecho su carrera al lado o al interior de estos conglomerados. Sus opiniones y acciones han favorecido durante más de dos décadas la consolidación del modelo impuesto hace 40 años.
Nada de ello es posible cambiar con la actual institucionalidad. Pese al clamor de la ciudadanía por una transformación radical de las estructuras, las señales en la Concertación, que responde hoy al alias “Nueva Mayoría”, apuntan a una continuación de estas políticas. La inclusión en el comando de Bachelet de dos figuras del grupo Luksic -René Cortázar y Nicolás Eyzaguirre-, augura una continuidad del legado de Pinochet a sus beneficiados.
Sobre esta constatación, es posible hacer un breve pero necesario recuento del vuelco regresivo que ha sufrido el país desde el golpe de Estado. Bajo los espejismos de la modernidad y el acceso a bienes de consumo, las grandes corporaciones, que hoy manejan prácticamente todas las actividades humanas susceptibles de rentabilidad y lucro como también la extracción de los recursos naturales, ejercen también un control económico sobre las vidas de los chilenos. La concepción neoliberal del lucro aplicado a los servicios básicos, desde el suministro de agua, electricidad o transporte urbano pero también en la educación, la salud, las pensiones y hasta los cementerios, ha desatado las enormes contradicciones de este modelo. Si por un lado la oligarquía ha logrado niveles de ganancias y concentración de la riqueza nunca antes vistos para la historia económica contemporánea, en su reverso hallamos, tras aquel espejismo de consumo y modernidad, dificultades en la gran mayoría de la población para cubrir gastos corrientes, los que van desde la vivienda a la salud y educación. El país del que goza la oligarquía es un espacio cuesta arriba para el resto de la población.
¿Cuál es el éxito de este modelo económico instalado sobre la base de la destrucción de los derechos sociales ganados tras décadas de lucha y profundizados durante el gobierno de Salvador Allende? El neoliberalismo a ultranza es bastante básico: extracción de recursos naturales entregados, otra vez, a las grandes transnacionales, así como los servicios. Minería, recursos forestales y pesqueros, generación de energía, por un lado y por otro, las finanzas, el comercio y todos los servicios básicos, fueron adquiridos por especuladores e inversionistas a precio de ganga tras las privatizaciones.
Un país abierto a bienes, servicios y flujos de capitales. Un paraíso para los mercachifles nacionales e internacionales, que no pagan por sacar los recursos naturales ni por contaminar, que escasamente pagan impuestos y disfrutan, como en ninguna otra parte del mundo, de unas leyes laborales propias del sigo XIX, es el Chile construido tras el golpe de 1973. Y este fue el objetivo de la matanza y la represión militar: devolver los privilegios a unas cuantas familias y grupos trasnacionales.
Este trance ha durado 40 años, pero está enfrentando el inicio de su final. Los miles que se manifiestan en las calles, que claman por la renacionalización de los recursos naturales, por una educación pública gratuita y de calidad, por pensiones decentes después de una vida de trabajo, por una salud pública digna o por el término de los abusos en el comercio y en la banca expresan una nueva conciencia nacional: una visión política inspirada en el legado de Allende. Este es el mayor homenaje que el pueblo chileno podrá hacer al ex presidente en la conmemoración de los 40 años de su muerte.
PAUL WALDER
Publicado en “Punto Final”, edición Nº 789, 6 de septiembre, 2013