Nací cinco años después del golpe de Estado y me crié en un entorno donde tu apellido se susurraba por la noche. De vez en cuando te veía en una foto en blanco y negro. Alguna vez apareciste en la televisión, pero te aseguro que no fue para bien.
Te conocí mejor para las elecciones de 1989. Allí aparecías en colores. Pasaste del oscurantismo a la luz. Incluso en mi casa te pusieron en la biblioteca. Me di cuenta que despertabas sentimientos encontrados y cuando preguntaba por ti en las aulas del colegio afloraban todo tipo de reacciones, desde risitas nerviosas del profesor de historia hasta el más duro epíteto del cura-profesor de educación cívica.
Entre esa dicotomía decidí conocerte mejor. Aunque fue sorpresivo saber que te suicidaste, me llamó la atención tu origen y profesión, tu condición de masón, tus excéntricas apuestas en política (incluido un duelo); en fin, tu personalidad. En la universidad me quedó claro que no eras un marxista de viejo cuño, sino más bien un reformista, un excelente orador, un político republicano tradicional y, por cierto, muy elegante.
Pero paralelamente me percaté que en ocasiones tus pares te menospreciaron. Te consideraron un burgués de pocas agallas por no radicalizar el conflicto y por intentar conciliar las fuerzas en pugnas. Creo que un sector de la izquierda no te ha perdonado nunca tus supuestas vacilaciones.
Así mismo, te acusaron de traidor cuando integraste a un sector de los militares al gobierno. Incluso, te apoyaste en otros partidos porque tus camaradas comenzaron a disentir con tu “excesivo gradualismo”. Te citaron varias veces los tres últimos congresos de tu filiación partidista para que no olvidaras la línea política a seguir. Otros tantos, te recordaban que la democracia burguesa era una etapa del proceso, nada más.
Desde la vereda opuesta, te acusaron de atentar reiteradamente contra la democracia, de ser un leninista, de querer importar la revolución castrista y de promover la guerra civil. El apoyo del centro político se redujo a unos pocos. El resto cruzó la vereda contraria y desde allí observaron tu trágica travesía (¿el apellido Aylwin te suena verdad?). En este ambiente, aparecía en tu memoria la figura de Balmaceda.
Lo llamativo y triste de tu experiencia es que no fuiste comprendido por tus queridos camaradas. Te señalaron como un burgués soñador. Más encima no comulgaste nunca con la dictadura del proletariado y menos con la vía armada.
Aunque te presionaron desde distintos flancos no cediste a la aventura más radical. Decidiste respetar las instituciones democráticas en las cuales se forjó tu abuelo -al cual admirabas más que a tu progenitor- y a las cuales enriqueciste desde parlamento.
Uno de estos personajes “revolucionarios” ahora te venera con pasión desde las páginas del principal periódico que conspiró en tu contra (El Mercurio). ¡Las paradojas de la vida don Salvador! No sólo te recuerda con cariño, reconoce tu legado ético y político. Algunos contuvieron el aliento cuando leyeron a Garretón este domingo.
La impresión que me dejas es la de un personaje más bien solitario. Tus últimos días los visualizo de manera dramática. Ahora entiendo, en parte, porque tomaste tu última decisión. Convengamos, eso sí, que aunque dijiste, en tu discurso, que no tenías pasta de mártir, creo que algo de eso tenías.
Te veo, esos últimos días, junto a la ventana de Morandé intentando reconciliar esa esquizofrenia de ideas y posiciones encontradas que golpeaban tu puerta. Sin embargo, el futuro del país escapaba a tus decisiones. Creo que los partidos, el mundo empresarial, la ultraizquierda, la CIA y el pueblo que tanto querías, ya te habían escrito el desenlace de tu vida.
Don Salvador, gracias por el café. Espero verlo el año que viene.
Mauricio Rojas Casimiro es periodista (UPLA), Doctorando en Ciencias Políticas y Sociología (UCM). Columnista en diversos medios nacionales y administrador del Blog http://chilereflexionpolitica.blogspot.de