El 19 de septiembre de 1973, no hubo parada militar, pero sí desfilaron muchos uniformados por las poblaciones de Santiago.
La patrulla que me detuvo iba en un camión tres cuartos, y sobre el techo de éste una ametralladora Rheinmetall era abrazada por su sirviente. Éramos seis u ocho los que nos juntamos en una esquina del barrio Carrascal, intentando hacer algo, nunca nadie supo qué.
Y entonces apareció el camión con sus soldados y ametralladora. Un militante de la JDC, compañero de mi liceo, nos había denunciado y acusado ante los uniformados de la patrulla de ser comunistas.
Algunos alcanzaron a correr y sería el miedo a los gritos de alto o el modo en que los soldados corrían desplazándose para la batalla, el caso es que en segundos cuatro estábamos con las manos afirmadas en el muro y recibiendo los culatazos reservados a los prisioneros de guerra.
Nos subieron al camión. Y he aquí que en el momento en que el camión arrancaba con sus trofeos, los gritos de la madre de uno de los compañeros, que vivía a escasos metros de ahí salió y se aferró a las piernas del teniente exigiendo que le devolvieran a su hijo.
Esa valiente mujer, logró salvar a dos de los cuatro. Los otros, seguimos en el piso del camión con un destino incierto.
Minutos más tarde el camión rodó por lo que identificamos como la orilla del rio. Y la voz del teniente ordenó, bájenlos. Ahí supimos que nos iban a matar.
Pero además del sonido pedregoso de la margen del rio y el ruido del agua, se oían voces de niños y de mujeres. El teniente gritó: Váyanse de aquí, pero las voces se mantenían. Dos tiros de fusil y la trompetilla del SIG me quema el cuello. Nuevo grito del teniente, nuevos disparos, nuevas quemaduras, pero las voces insistían.
El teniente discute con sus hombres, si matarnos o no. Dudan. Esa gente, testigos molestosos no se mueven de esas casuchas en las que parecen vivir. Recibo un fuerte golpe metálico en mi cabeza y pienso, seguramente confundido por el absurdo propio de las agonías, que era un tiro, y que eso que sentía ahora, era estar muerto. Hay mucha gente, mejor nos vamos, dijo la voz ya familiar del teniente y me doy cuenta que sigo vivo.
Y de nuevo sentimos las ruedas sobre las piedras del río, y el esfuerzo del motor hasta alcanzar la calle Carrascal. Te salvaste, conchetumadre, dijo el Teniente y, sentado sobre mis omóplatos, comenzó a golpearme con un ritmo que coordinaba perfectamente con el bamboleo del camión.
Tenía 16 años y pesaría 55 kilos, con algo de suerte.
No sé cuánto tiempo después, ya estaba de noche, el teniente gritaba algo que supuse era una contraseña y el camión con sus prisioneros entraba al Estadio Nacional. Cuando se detuvo, oímos un barullo que mezclaba gritos de dolor, órdenes, instrucciones, ruidos de muchas botas sobre el suelo, motores, nombres dichos en voz alta, y la voz de nuestro teniente que ordena Bájalos.
Un soldado me toma del brazo para ponerme de pie, me habla en voz baja y trémula. Ojala que no haya hecho nada porque aquí te van a matar. Subo los ojos espantados, y veo que debajo de su enorme casco, está llorando. Yo tiritaba.
Baja a ese conchesumadre, ruge el teniente y el soldado también intenta un Apúrate, y la culata de su fusil me empuja sin violencia. Intento afirmarme de la baranda trasera del camión, pero mis brazos entumecidos no responden y caigo desde la altura, sobre otro soldado el que sí me castiga por mi torpeza.
A golpes, nos llevan a un pasillo, que se abre hacia la cordillera, si pensamos que estamos debajo de la marquesina del Coloso de Ñuñoa. Y nos ponen con los brazos afirmados en el muro, las piernas muy abiertas y en un ángulo tal que en minutos el cansancio hacía peligrar nuestra caída.
Parece que se olvidan de Pablito Santibáñez y de mí. De pronto, nuevos movimientos, órdenes y maniobras. Los soldados que se distribuyen hacia muy adentro del pasillo donde hay mucha gente, salen marcialmente y entra otro pelotón que emplaza sus combatientes en los mismos lugares del anterior.
Desesperado por la sed, y cuando ya las maniobras dan paso a cierto sosiego, me vuelvo y al primer soldado que veo y le pregunto si puedo ir al baño. Me dice que le pida permiso a la guardia, y apunta con su fusil a la hilera de uniformados que cuidan las entradas de los camerinos en los cuales parece haber mucha gente.
Cuando por fin entro por la primera puerta que vi abierta, el panorama era como una pesadilla. Quizás centenares de hombres, barbudos, mal vestidos, silenciosos, deambulaban en silencio en ese espacio lleno de aire enrarecido.
En un baño cubierto por azulejos blancos me miro al espejo y lo que veo me aterra. Era yo después del paso triunfal del teniente al que la gente que vivía en esa parte del rio le interrumpió su fusilamiento y que por no saber qué hacer con dos prisioneros los llevó al Estadio Nacional.
Desde entonces, cerca de la fecha del aniversario de esa primera detención, me pregunto quién será ahora ese teniente que aquella tarde de septiembre sí sabía lo que hacía.