El Comando de Michelle Bachelet es una pegatina de sujetos que lo único que quieren es mantenerse en sus sitiales, los antiguos, y agarrar algo de eso que encandila tanto, los nuevitos.
A ninguno de ellos les asiste la más mínima convicción de estar haciendo algo en lo que dicen creer. Es no otra cosa que un tándem dispuesto a todos con tal de mantener la comodidad de sus vidas.
Bachelet, cuando no miente, dice medias verdades. Y cuando no es ni una ni otra, omite. Lo único cierto, es que con esas técnicas propias de los back stage, lo suyo es manipularlo todo.
Es la actitud típica del tonto pillo de las calles que con poco hace mucho, y que tiene la suficiente habilidad como para encontrar aquellos puntos sensibles de sus víctimas o clientes. Un gesto, una risa, una mueca, un cierta inflexión en las palabras, son muchas veces suficientes para que los tortolitos caigan. O una fotografía con adustos ex dirigentes de algo.
La doctora invita a un colega médico a engrupir a la gente mediante el uso, abuso, del blanco y pulcro delantal de médico, lo que es una forma de reírse de Tocopilla, Quellón, Illapel, Calama, Linares y un largo listado de ciudades en los que los médicos sólo aparece abrazados a la ex presidenta.
En estricta lógica, ese tipo de puestas en escena debería caer muy mal entre los habitantes de todas las ciudades que no tiene un médico que haga la diferencia entre la vida y la muerte de niños, adultos y ancianos.
Extrapolando esas técnicas de manipulación, lo que queda es disfrazarse de lo que venga, porque en cada uno de esos ropajes mentirosos hay un mensaje que va a tener inexorablemente un receptor, y eso es traducible en votos.
Pero para engrupir a la gente no son suficientes vestimentas, artefactos, herramientas de mentira, gorros, cascos y ponchos. También son muy necesarias las maromas hechas de emociones. Hace rato que los expertos en comunicación entendieron que la gente despolitizada y maleable no requiere de ideas muy complejas, ni siquiera simples. La emoción lo hace todo.
Así, tal como un sujeto disfrazado de médico se relaciona a nivel de las reflexiones básicas de la gente necesitada de salud digna como un profesional de la salud que va a resolver su problema, un mensaje que va directo al corazón informa de alguien que piensa, cree, siente y se emociona igual que esa gente.
A la ex presidenta se le ha hecho el cartel de la mujer empática, simpática, sensible, cercana, humana, parecida a cualquier otra. Pero no es así. Michelle Bachelet se vincula con la gente después de evaluar cual es la mejor manera. Su pretendida espontaneidad está descrita con pelos, señales, énfasis y pausas en las tarjetitas que lee con la actitud falsa de quien hace como que habla de memoria.
Incapacitada para tomar sus propias decisiones, entrega responsabilidades a equipos que ella misma acepta formar entre los asesores que sabe le van a cubrir esos ángulos en que ella no le pega mucho, que es en casi todo. Esos equipos tienen una doble función; una inmediata y otra dejada para después.
La primera se relaciona con generar una idea de solidez, de amplitud, de capacidad y de pluralidad, de tener en mente a la gente a la hora de buscar soluciones.
Pero sólo los más informados se alarman ante el mostrario más tenebroso posible de sujetos responsables de todo lo que se puede ver: ideólogos neoliberales, profesionales ambulantes que pueden prestar servicios a todo el espectro sin despeinarse, ex ministros enemigos declarados de los trabajadores y los estudiantes, represores encubiertos y apoderados de los poderosos más poderosos.
Y la segunda función de estos equipos es aparecer como los responsables de lo hecho u omitido cuando las cosas se ponen feas y alguien tiene que pagar el pato. Son el tapón que va a reventar ante el descalabro, pero sin ninguna responsabilidad para la jefa. Ella es sólo responsable de aquello que funciona, que anda bien y que sirve.
La ex presidenta Bachelet es una forma sofisticada de manipulación masiva basada en el supuesto que la gente siempre le va a creer.
Es también una manera solapada de mentira encubierta en promesas que se saben imposibles de realizar, de medias verdades que mezclan colores inexistentes. Es un discurso plagado de palabras que no dicen, afirmado en consignas que ocultan, certezas que no son tales, énfasis aplicados en cosas superfluas, y, por sobre todo, gestos, inflexiones, acentos, caritas y risitas.
Queda en el relieve de estas operaciones aupadas por los poderosos de siempre, el mal estado en que se encuentra la chusma que acepta este estado de cosas sin indignarse. No es sano que la bronca, natural, necesaria, sanadora, no tenga su expresión airada ante estas operaciones de manipulación.
En el último tiempo ha habido numerosos casos de localidades, ciudades y pueblos que se han levantado por exigencias que tienen que ver con sus vidas: salud, educación, medio ambiente, pobreza, dignidad, expectativas de futuro, respeto. Los estudiantes han remecido el otrora bucólico escenario de la política con sus demandas y denuncias.
Nada de esto parece ser responsabilidad de su anterior gestión, ni de la de sus colegas. La situación precaria de millones de habitantes parece explicarse no más por la mala suerte, pero con un par de promesas, unas risitas y muchos malabares, la cosa se resuelve. En un país dominado por la cultura de la manipulación y su hermana gemela, la impunidad, resultan herramientas del todo eficientes.