Los momentos de cambio más brillantes y profundos de la historia son protagonizados por los jóvenes que asumen la convicción que su compromiso debe ser con el presente antes que con el porvenir. Las grandes revoluciones, tales como la emancipación de América, fueron consumadas por el arrojo y el riesgo que asumieron las nuevas generaciones. De esta forma, los héroes que hoy reconocemos de esas gestas fueron esos jóvenes resueltos a romper con la institucionalidad que cuestionaron y salir al campo de batalla a infringirle definitiva derrota a quienes defendían el orden establecido.
La revolución francesa, el levantamiento bolchevique y el emblemático triunfo de Fidel Castro en Cuba tuvieron como luchadores a una juventud indignada que se movilizó en las calles y, por cierto, llegó hasta tomar las armas para combatir la soberbia de los poderosos y emprender los cambios que ellos mismos se plantearon. Como se sabe, los partidos políticos tradicionales no son nunca la vanguardia de las grandes transformaciones y su rol histórico más bien ha sido defender el orden constituido que superarlo. Justamente, cuando los grandes movimientos rebeldes derivan en partidos es cuando sus conductores empiezan a oponerse a las nuevas exigencias sociales y, por supuesto, a degradarse espiritualmente. De esta forma es que muchos de los militantes de las justas causas devienen en simples operadores del sistema instaurado, poniéndose al servicio de la clientela política de quienes deciden perpetuarse en la dirección de las instituciones públicas, como de sus mismas colectividades.
En la explosión del Movimiento de los “Pingüinos”, sus líderes no fueron capaces de sostener mucho tiempo su descontento y movilización. Acaso por su extrema juventud y candidez, fueron efectivamente engañados por una clase política que les ofreció muy pobres soluciones y promesas, ejerciendo, además, una parafernalia publicista y mediática que llevó a oficialistas y opositores, tomados de sus manos, a celebrar una conciliación que creyeron sellada con los dirigentes secundarios. Sin embargo, el ejemplo de los estudiantes colegiales encendió la conciencia y la protesta que siguió expresándose en las nuevas generaciones, como en aquellos universitarios que hasta hoy no cesan de realizar multitudinarias protestas callejeras ampliamente respaldadas por la población.
La frustración que provocaron las demandas burladas convenció a los jóvenes que los cambios no podrían ser posibles dentro del marco institucional heredado de la Dictadura y el sistema económico y social sacralizado por los gobiernos y los parlamentarios del pos pinochetismo. De esta forma es que una nueva Constitución, la Asamblea Constituyente y un sistema electoral proporcional son hoy las nuevas banderas de lucha de un país que ya está harto de la concentración de la riqueza, los salarios de hambre y la inicua explotación extranjera de nuestros yacimientos y servicios básicos. De la usura que modela nuestros sistemas financiero y previsional. Del escandaloso lucro que persiguen las administradoras de salud y los establecimientos educacionales privatizados.
Pero el actual año electoral ha tentado a no pocos dirigentes juveniles a enrolarse como candidatos de aquellos partidos y referentes que en 23 años no han podido o no han querido emprender las reformas políticas y económicas prometidas por una Transición que justamente se encuentra abortada en sus principales expectativas. Los quorum calificados que se imponen como trampa en el Parlamento para impedir los cambios han servido de excusa para quienes siempre los proclaman durante las campañas electorales, para luego dejarlos siempre pendientes. La peregrina idea de que si logra doblar a la Derecha en la elección de diputados y senadores podría obtenerse una mayoría en el Congreso Nacional para emprender los cambios, de verdad se frustra todo el tiempo con un implacable sistema binominal que, justamente, tiene el propósito de asegurar la elección de un parlamentario a cada bando, aunque la mayoría se imponga con una fuerte diferencia de votos. Por otro lado, ya es notorio que, entre los que postulan los cambios, hay diferencias sustantivas respecto de qué mecanismo seguir para darnos una nueva Constitución y qué perfil tendría ésta, si en cuanto al propio tema del sistema electoral ya existen cuatro proyectos distintos en el Poder Legislativo para reformalo y ninguno de ellos por sustituirlo realmente.
No sabemos qué razonamiento puede haber convencido a varios y promisorios líderes universitarios en dejarse tentar por algunos partidos políticos para incorporarlos a sus plantillas electorales. Como tampoco es fácil entender la resolución de otros por levantar opciones propias dentro de un sistema electoral que, ya se sabe, sólo permite integrar el poder legislativo con quienes obtengan las dos primeras preferencias ciudadanas. Ciertamente, lo que anima estas opciones es la idea de que, aun perdiendo, esta participación electoral pudiera darle más visibilidad a estos jóvenes que ya fueron capaces de desplazar a la clase política en credibilidad y solvencia ideológica.
Por cierto que no se nos escapa la explicación que algunos dan en cuanto a que desde dentro del Congreso Nacional o del nuevo gobierno los jóvenes que resultaran elegidos podrían acicatear los cambios. Cuestión que se nos hace también muy ingenuo después de los largos años de mal comportamiento de las cúpulas políticas, la práctica de las nefastas órdenes de partido, su desdén sistemático a la opinión de las bases, como a la voz de las nuevas generaciones. Aferrados, como siguen, a los cargos y granjerías del poder, para lo cual la institucionalidad vigente, justamente, ha demostrado ser su mejor instrumento. Las arduas negociaciones parlamentarias de estos días dan cuenta que ni por los votos que pudieran sumarle a sus desprestigiados referentes, los viejos caudillos están dispuestos a ser desplazados por los jóvenes. De allí el fracaso rotundo de la Ley de Primarias por ellos mismos aprobada, pero que dejaron de practicar en la definición de las listas de sus candidatos.
Tal resolución puede ser incauta, aunque muchas veces sabemos que sincera o simplemente equivocada según nuestro punto de vista y observación del proceso político chileno de las últimas décadas. Por lo mismo que más absurdo que esto nos parece la competencia de un despliegue insólito de candidatos presidenciales y múltiples y aisladas listas parlamentarias que lo único que lograrán, dispersos y desunidos, es que los integrantes de la clase política tradicional sigan repitiéndose el plato en el gobierno o el parlamento. Toda vez que son éstos los que tienen los más onerosos recursos propagandísticos, controlan la televisión y la prensa, oficiando como ahijados de quienes controlan el poder económico tan bien resguardado por la Constitución y las leyes que se agenciaron durante la Dictadura y que han seguido promulgándose después. Según el propio reconocimiento de los empresarios y dirigentes patronales en cuanto a que las tareas de lobby hacia el Ejecutivo, el Parlamento y municipios les exige destinar todavía más recursos económicos que sus ya millonarias erogaciones a los candidatos.
Tal situación podría llevarnos al desánimo total si no fuera porque la misma historia nos indica que los procesos de cambio toman tiempo en madurar, aunque los desenlaces suelan ser rápidos y explosivos. Por ahora sólo podemos compadecernos de aquella megalomanía que expresan tantos contendientes por sobre sus convicciones. Esa idea tan ilusa y vacua de que los que hicieron poco o nada por cambiar las cosas cuando tuvieron la oportunidad puedan ahora realmente proponérselo. O la candidez de quienes creen que es posible cambiar “desde dentro” un sistema tramposo y autoritario por otro democrático y participativo, sin que los jóvenes no asuman plenamente que es en su movilización y fuerza donde es posible abrir las puestas del cambio, y no apoltronándose en las instituciones que ya no funcionan.
Fuerza, naturalmente, que no tiene porqué ser sinónimo de violencia. En un tiempo, por lo demás, que la resistencia pacífica es lo que más intimida a quienes, además de la riqueza del país controlan las armas que finalmente son convocadas a intervenir en su defensa. Tal como hace 40 años y en otros episodios bochornosos de nuestra existencia nacional.