Lo que parece realmente deprimido es un sistema político que se niega a aceptar su derrota en manos de los estudiantes. Lo de Longueira parece más bien el síndrome del que no quiere ser recordado como el otrora imbatible coronel de la ultra derecha que perdió su sexta elección y, en subsidio, acepta ser el que se bajó por atendibles y explicables razones médicas.
Después de todo, el sistema está enfermo. A unos los afecta la codicia que los lleva a anular todo otro sentido que no sea el que los haga oler, saborear, ver y palpar cada día más riqueza. Esa enfermedad que deja como secuela inmediata a millones viviendo en el estrés cotidiano de las deudas, y que no tiene tiempo ni previsión suficiente como para deprimirse, es la que tiene el mundo en el estado de permanente peligro.
A otros, la fiebre que genera el poder los tiene perdiendo pelos y contando los días para el glorioso momento de la vuelta a los palacios desde donde nunca debieron salir. Los efectos colaterales de estos pacientes tienen que ver con la ceguera y ciertos trastornos que les acortan la vista y los dejan sin sensibilidad táctil. De esa manera les cuesta mucho aprehender la realidad de manera que para tener un vínculo con ella, se juntan con otros en iguales condiciones clínicas y se hacen preguntas recíprocas para saber el estado del tiempo en el mundo real.
En otro extremo, otro tipo de gente afectada por síndromes extraños pululan entonando antiguas canciones rebeldes, levantando embravecidos puños, declamando discursos heroicos, pero sin saber exactamente qué es lo que añoran con tanta fruición.
Esta gente tiene una verdadera fascinación por el pasado, y no falta el que sería capaz de relatar con precisión la batalla de Stalingrado, o los desplazamientos de Fidel en la Sierra Maestra. Pero que respecto de su propio país no saben para donde va la micro.
En la gente de izquierda se produjo un síndrome que no permite ajustar la brújula interna para fijar un punto cardinal. Así, algunos que intentan caminar hacia la izquierda, terminan en las vecindades de la derecha. Otros, que encontraron un azimut más o menos coherente, se niegan a llevar a otros en ese mismo derrotero, asustados por el peligro que sus descubrimientos les sean arrebatados.
Así, esa gente deambula por la rosa de los vientos esperando que algún portento permita el milagro de la sanación y que los sentidos tan caros para enfrentar desafíos vuelvan a entregar información del medio ambiente, sin la truculencia de los espejos, los oropeles o los intereses extraños.
Mientras el otrora invencible coronel de la ultra derecha Pablo Longueira descansa en alguna parcela secreta, sus colegas se devanan los sesos intentando la mejor solución de continuidad a un drama que tuvo sus primeros síntomas en la deschavetada idea de la ultra derecha de hacerse, sin necesidad alguna, del gobierno.
Pocas cosas con menos importancia para el despliegue, reproducción y desarrollo del verdadero poder, como mezclarse en cuestiones tan intrascendentes como las del Estado. Y ese desgaste emocional y físico que es acceder por medios puramente democráticos, o casi, a un estadio al que siempre han accedido por la vía de las armas, necesariamente debe pasarles la cuenta.
La ultra derecha sabe que el país se izquierdizó tras el paso arrollador de los estudiantes. Que algo se trizó en su construcción de cuarenta años y que ese síntoma inédito le genera un escozor que sólo se calma con certezas que aún no tienen a la mano.
Y es posible aventurar que encuestas secretas le hayan mostrado al coronel que su causa estaba por los suelos y que, como todo hijo de la dictadura, debía tomar un curso de acción inmediato para forzar a sus adláteres a cambiar de táctica.
Y luego de adentrarse en los vericuetos de las leyes que regulan ese tipo de piruetas, haya quedado claro que es mejor forzar una nueva situación política que reordene a sus huestes. Queda en manos de sus partidos dirimir quién es mejor para salir del paso, información que también es posible extraer de esos estudios clandestinos.
Porque la verdadera depresión la sufren millones de habitantes expuestos a los abusos diarios de un sistema maldito que estos pseudo pacientes crearon.
¿Qué otra cosa pueden sentir los millones de capitalinos que deben sufrir la bajeza de un sistema de transporte que los rebaja a animales con menos derechos que los cerdos en término de metros cuadrados para su traslado?
¿No son deprimentes, por decir algo, las salas de espera de los servicios de salud pública, infectados, sucios, fríos, inhumanos y sin esperanza?
¿Qué pueden sentir una mujer o un hombre al momento de pensionarse y ver que de su ya exiguo ingreso cuando trabajador activo, su pensión se rebajó a un puñado de billetes miserables que no le alcanza ni para lo básico, mientras los ladrones que usan el producto de su trabajo nadan en ganancias mal habidas? ¿Tendrán derecho, por lo menos a deprimirse aunque sea por un rato?
¿Será pánico lo que siente el estudiante y su familia cuando atisba su futuro y no ve sino la opción de endeudarse hasta la médula para acceder un título profesional de dudosa calidad, para intentar surgir y aspirar a una vida mejor?
¿Qué mal sufrirán esos niños que a los ocho años empuñan una nueve milímetros y despachurran a un cristiano por dos monedas, entumidos por la droga, la pobreza, la violencia y la desesperanza? ¿Tendrán acceso a una clínica que rehabilite su síndrome?
La ultra derecha es experta en cortinas de humo, operaciones encubrieras, y quiebres de paisajes. Su rol en la historia del país da para no creerles siquiera en sus celibatos. Mucho menos en sus estados de depresión que tienen más olor a una operación de inteligencia política, a las que nos acostumbraron durante diez y sete años con uniformes y los últimos veintitrés de paisanos, que a un trastorno de verdad.