Hay una tendencia a confundir y meter en el mismo saco los regímenes de Mussolini, Hitler, Franco, Salazar y Horthy, entre otros dictadores europeos del siglo XX. No fueron iguales y en algunos aspectos ni siquiera parecidos. Sin embargo, a todos ellos se les ha llamado fascistas, que es un término usado para generalizar sus diversas formas y expresiones en el mundo y en ciertas corrientes en América Latina, incluso en México. Muchos católicos, por cierto, vieron con buenos ojos el fascismo: por haber sido apoyado por el Vaticano y porque era anticomunista además de nacionalista.
Entre sus semejanzas destaca, sin lugar a dudas, el nacionalismo. Éste fue tema obligado desde el inicio de la Primera Guerra Mundial y más todavía después de ésta. Las corrientes políticas dominantes, tanto de la derecha como de la izquierda reformista de la Segunda Internacional, estuvieron no sólo a favor de la guerra sino que la calificaron como una guerra entre naciones. La izquierda radical de la Segunda Internacional, en cambio, se expresó claramente contra la guerra desde septiembre de 1915. El argumento de esta izquierda (dirigida principalmente por Lenin) era, dicho esquemáticamente, que se trataba de una guerra entre las burguesías imperialistas en la que los más perjudicados serían los trabajadores. Y así ocurrió.
Al final de la guerra todos los países cayeron en diferentes grados de nacionalismo intransigente, entre otras razones porque la moral y las condiciones de la población de los países europeos combatientes estaban muy deterioradas. Una forma de contrarrestarlas fue una intensa campaña nacionalista, chovinista de hecho, y en algunos países como Alemania, mediante el revanchismo por los efectos no sólo de haber perdido la guerra sino por los costos que le significó el Tratado de Versalles.
Con la crisis que se extendió en Europa, la economía basada en el liberalismo fue vista como un obstáculo para la reconstrucción de los países beligerantes. Sólo Estados Unidos se vio beneficiado con la guerra, por ser el gran acreedor de los europeos. La intervención del Estado fue vista como una solución y de ella se valieron los fascistas italianos y los nazis alemanes para constituirse en fuerzas hegemónicas. El estatismo fue, para decirlo rápidamente, la fórmula de la reconstrucción, pero no un estatismo tipo soviético (para sustituir la propiedad privada de los medios de producción), sino de tipo personal ( il Duce, der Führer, el caudillo) y crecientemente autoritario.
El fascismo italiano, primero en instalarse en Europa, fue un movimiento tan nacionalista como anticomunista, lo cual le valió apoyos en muchos países, Gran Bretaña y Estados Unidos incluidos y, obviamente, del Vaticano, cuyo papa Pío XI no sólo llamó a votar por Mussolini sino que dijo que éste era un hombre enviado por la Providencia. Las burguesías europeas y algunas de Estados Unidos vieron en el fascismo un enemigo crecientemente poderoso de los comunistas y de los socialistas, un enemigo que usaba la violencia, que podía imponerse por medio de ésta y de su organización paramilitar a los trabajadores. Uno de los teóricos del fascismo italiano, Alfredo Rocco, logró una síntesis muy clara de su visión del ya entonces poder fascista (1925). El fascismo, dijo Rocco, ha tenido una virtud histórica: “restablecer el equilibrio entre las clases, interponerse entre las clases en la situación de un árbitro y moderador, de manera a impedir que una de ellas venza a la otra e impedir también el debilitamiento del Estado…” De aquí el rechazo al liberalismo que permitía la lucha de clases en su flexibilidad política, y de aquí también la glorificación del Estado como un supuesto árbitro que sólo velaba por el interés de la nación. El ideal del fascismo era la absoluta unidad bajo el Estado, por lo que la tendencia al totalitarismo estaba en su perspectiva inmediata y el hombre fuerte, apoyado por las armas (y las masas organizadas), sería su garantía. La idea del Estado totalitario fue acuñada en la Italia fascista en contraposición al Estado liberal, como bien lo señalara Mario Stoppino.
Suele pensarse que el fascismo en sus diferentes expresiones fue religioso. No es exacto, salvo en España, donde Franco fue el caudillo por la gracia de Dios y el catolicismo la religión oficial. Del fascismo y del nazismo no se escapó siquiera la religión católica. Aunque Mussolini dijo (retóricamente) que el Estado era católico, añadió que también era exclusiva y esencialmente fascista. Con Alemania la Iglesia tuvo mayores problemas, mismos que muchos católicos, por ejemplo de México, no percibieron al apoyar a Hitler. El muy conservador papa Pío XI, el mismísimo que apoyara a Mussolini y que incitara a la Guerra Cristera en México con su encíclica Iniquis afflictisque de 1926, dirigió una poco divulgada encíclica sobre todo a la clerecía alemana (1937), cuyo solo título revela la inquietud del Vaticano por la evolución del nazismo alemán después del acuerdo de 1933 entre la Santa Sede y el Reich. Fue la única encíclica titulada en alemán: Mit Brennender Sorge ( Con ardiente preocupación), referida, en ese caso, a la defensa de la Iglesia y el catolicismo ante las amenazas del gobierno alemán. Pocos, si algunos, se enteraron de esa encíclica en otras latitudes y menos todavía que la última encíclica de ese papa, que quedó en borrador porque falleció, condenaba el antisemitismo de los nazis.
El racismo, que es otro aspecto reprobable de los fascismos europeos, tampoco fue generalizado. En Italia se impuso sobre todo a partir de la ocupación alemana. En España y en Portugal prácticamente no existió, en Hungría el mismo Horthy no coincidía con el antijudaísmo de algunos de sus ministros, aunque terminó asumiéndolo (relativamente) a cambio de la ayuda económica de Alemania. En este país, en cambio, el régimen persiguió y asesinó a comunistas, católicos, judíos y gitanos (el Holocausto).
Finalmente, el fascismo en sus distintas expresiones, como en otros regímenes totalitarios, significó la proscripción de los partidos políticos, salvo el oficial; se coartó la libertad de prensa, se suspendieron los derechos sindicales y se hizo uso generalizado de la violencia contra todo tipo de oposición. Surgió el Estado corporativo y totalitario al cual debía subordinarse el individuo.
Parafraseando un texto de Gilbert Badia, los fascistas lograron convertir los resentimientos y temores de origen económico, sobre todo entre las víctimas de la acumulación capitalista y de sus crisis, hacia la esfera extraeconómica: anticomunismo, racismo, antisemitismo, xenofobia que, en el caso del fascismo alemán (nazismo), fueron sus características más patológicas. Aun así tuvo seguidores y, tristemente, todavía los tiene aunque no conozcan su historia, o tal vez porque no la conocen.