Ayer, 50 mil personas se reunieron en Sao Paulo. Ha sido una manifestación pacífica, hasta el momento en que los participantes se dividieron en dos grupos. Uno ocupó la avenida Paulista, quizá la principal vía de la ciudad, o al menos la más visible. Otro, bastante menor, se encaminó hacia la sede de la municipalidad.
En la avenida Paulista, una especie de tarjeta postal de la mayor ciudad sudamericana y capital financiera de América Latina, ningún trastorno. En el viejo centro, donde está la alcaldía, caos total. Varias tiendas fueron saqueadas, agencias bancarias destrozadas y un intento de invadir el edificio público.
La falta de control del casi inexistente núcleo organizador resulta en desmanes de todo tipo, con los consecuentes peligros que se presentan cuando parte de una multitud se lanza a protestar sin conducción alguna.
La manifestación de este martes ha sido reflejo exacto de lo ocurrido el día anterior, cuando 65 mil personas se reunieron en una protesta pacífica que terminó, ya avanzada la noche, con un pequeño grupo intentando invadir el Palacio de los Bandeirantes, sede del gobierno estatal. O de lo ocurrido, el mismo lunes, en Río de Janeiro, cuando al final de una manifestación de cien mil personas un pequeño grupo intentó entrar por la fuerza al Congreso estatal y hubo feroces enfrentamientos con la policía.
Brasil vive, desde el pasado 6 de junio, días de tensión, de convulsión, pero también de perplejidad. Partidos aliados al gobierno y toda la oposición parecen atónitos. Un movimiento efectivamente espontáneo, surgido de pequeños grupos de estudiantes de clase media con el apoyo de partidos políticos de representación ínfima, desató, a partir de Sao Paulo, una ola de protestas que colmaron las calles de decenas de ciudades y lograron, el pasado lunes, reunir al menos 250 mil brasileños protestando contra todo y contra todos a lo largo y ancho del país.
Ayer fueron al menos otras 100 mil personas en casi 40 ciudades y nuevos actos fueron convocados para hoy y para mañana. En pleno desarrollo del torneo de futbol Copa Confederaciones, los estadios se transformaron en blanco predilecto de los manifestantes y en el principal centro de preocupación de las autoridades.
Hay gente movilizada para manifestarse hoy en Fortaleza, capital de Ceará –punto preferencial de turismo en el nordeste brasileño–, cuando se enfrentan Brasil y México. La FIFA, con la arrogancia gangsteril que le es habitual, exige medidas máximas de seguridad. El riesgo de confrontaciones violentas entre manifestantes y fuerzas se seguridad es alto.
Desde 1992, cuando centenares de miles de jóvenes se lanzaron a las calles para exigir la salida del entonces presidente Fernando Collor de Mello, no se veía nada igual en Brasil. Y antes, sólo las movilizaciones para reivindicar el derecho de votar para presidente, en 1984, habían reunido multitudes.
Sin embargo, en aquellas ocasiones fueron poquísimos los casos de enfrentamientos violentos entre manifestantes y fuerzas de seguridad.
Hay, además, diferencias fundamentales entre lo que ocurre ahora y las movilizaciones anteriores. En 1984, millones de brasileños fueron a las calles para exigir elecciones democráticas. En 1992, se exigía que el Congreso suspendiera el mandato de un presidente comprobadamente corrupto. En ambas ocasiones, partidos políticos, líderes y dirigentes, además de movimientos sociales, se unieron para perseguir un propósito común. Había consignas claras y los actos masivos fueron organizados.
O sea, han sido movimientos orgánicos, con fuerte adhesión popular, y había, vale reiterar, un objetivo común específico.
Ahora no. Todo empezó con pequeñas movilizaciones que no lograron reunir más de 3 mil personas que protestaban contra un aumento de 20 centavos de real –menos de 10 centavos de dólar– en el transporte público de Sao Paulo. Todo indicaba que sería algo local, restringido, sin mayores consecuencias.
Había, es verdad, una buena dosis de razón en el reclamo. Un estudio de la prestigiosa Fundación Getulio Vargas muestra que el pasaje de autobús en Sao Paulo y Río de Janeiro es, proporcionalmente, de los más caros del mundo.
Considerando el salario por hora y el precio del transporte, un trabajador de Sao Paulo pasa 14 minutos de su jornada laboral para pagar un billete. Como en general el transporte es pésimo y un viaje exige más de un billete –utilizar dos líneas es lo más común–, se puede decir que, entre ir y venir, un trabajador paulista necesita una hora de su salario diario para pagar el pasaje. Un trabajador de Buenos Aires consume sólo dos minutos de su jornada laboral para pagar el transporte; en México, cuatro, y en Londres, 11. Ocurre que, al principio de las movilizaciones, nadie sabía de eso. La cosa era protestar contra el aumento en el precio de un servicio público pésimo.
Aun así, la primera convocatoria atrajo a poca gente, considerando la población de la ciudad, de 12 millones de habitantes. Parecía un movimiento condenado al fracaso.
Sin embargo, en poco más de 10 días el escenario se transformó. A cada convocatoria se sumaban más manifestantes –en su inmensa mayoría estudiantes de clase media, para los cuales el precio de un billete de autobús poco importa– hasta que, el jueves 13, se formó una multitud considerable que reivindicaba mucho más que los 20 centavos de aumento en el precio del transporte en autobús.
Surgieron reclamos contra la calidad del servicio, el costo de la vida, la corrupción, la salud y la educación, y así la cuestión se alargó hacia el infinito.
La ola de protestas empezó a expandirse por todo el país, sin liderazgo alguno, sin la participación de los partidos políticos, sin que ningún movimiento social se propusiera conducir las manifestaciones.
Ahora, pasadas casi dos semanas, siguen siendo manifestaciones populares sin que se vislumbre alguna conducción orgánica, pero con una diferencia esencial: han crecido de manera formidable.
Hoy nadie se anima, de manera fría, a trazar alguna proyección acerca de dónde van a parar estas manifestaciones.
La represión llevada a cabo por la Policía Militar de Sao Paulo, el jueves 13 de junio primero, y de otras ciudades después, produjo una adhesión masiva a los manifestantes. Hubo, es verdad, actos de vandalismo de una minoría. Pero la salvaje actuación policiaca en Sao Paulo, especialmente el crucial jueves de la semana pasada, desató la reacción popular.
Quedó claro que nadie, ni convocantes ni autoridades, esperaba semejante oleada.
Un ejemplo claro de esa sorpresa es que el pasado lunes, la Policía Militar de Río de Janeiro previó que la manifestación anunciada no reuniría más de 3 mil personas y dispuso un esquema de seguridad para esa cantidad. Fueron enviados a las calles aproximadamente 250 elementos.
La protesta reunió a cien mil personas. Y el grupo de vándalos (eran como mil individuos) que decidió invadir el parlamento estatal acosó a los poco más de 50 policías que custodiaban el local.
Fueron necesarias cuatro horas, durante las que se lanzaron piedras y cocteles molotov del lado de los manifestantes y gas lacrimógeno y balas de goma por la policía, para que la situación fuese controlada, dejando un rastro de destrucción.
La falta de adiestramiento de las fuerzas de seguridad responde, como espejo nítido, a la absoluta falta de preparación de los políticos encargados tanto de las alcaldías como de los gobiernos estatales, que se extiende de forma natural hasta el gobierno nacional. Todos fueron atrapados por sorpresa. Todos reaccionaron con perplejidad, sin dar muestras de haberse enterado de la magnitud de la ola de protestas que se conformaba.
El gobernador de Sao Paulo –el principal y más rico estado brasileño–, Geraldo Alckmin, del mismo Partido de la Social Democracia Brasileña, del ex presidente Fernando Henrique Cardoso, se apresuró, en un primer momento, a respaldar la salvaje acción de la Policía Militar.
Hombre de firmes convicciones conservadoras, allegado al Opus Dei, aseguró que las fuerzas del orden no hicieron otra cosa que responder a las agresiones. Olvidó el gobernador que existen, hoy, recursos que no había antaño, cuando la dictadura imperaba en Brasil y la policía y las fuerzas armadas actuaban a su libre albedrío.
Las imágenes grabadas con teléfonos celulares y aparatos similares mostraron la especial saña con que la policía disparaba balas de goma y chorros de spray de pimienta a cualquier ser que estuviese a su alcance. Los periodistas fueron agredidos con especial encono, lo que movilizó a los grandes medios.
Quedó claro, para el país, la reacción desmedida de la policía y la fragilidad de la inmensa mayoría de los manifestantes. Con eso, la siguiente convocatoria se propagó como fuego en pasto seco.
La respuesta en las calles vino el lunes, y lo hizo a escala nacional. En por lo menos 23 ciudades importantes hubo manifestaciones masivas.
La reacción del gobernador de Sao Paulo fue sacar de las calles las tropas de elite de la Policía Militar estatal y dejar sólo la guardia municipal, que no porta armas, para que fuera blanco de los grupos marginales y agresivos de la manifestación.
Su jugada tenía un claro propósito: mostrar que se reprime con violencia o se instaura el caos. Con tal de oponerse al Partido de los Trabajadores, de la presidenta Dilma Rousseff y del alcalde de Sao Paulo, Fernando Haddad, el gobernador acepta cualquier riesgo.’
Y los ciudadanos que ocupan las calles también protestan contra esa acción y esa postura política. Una cosa es la seguridad, incluso para manifestarse, y otra la salvaje actuación de una policía militarizada surgida durante la dictadura (1964-1985) y que aún desconoce lo que significa democracia.
A estas alturas, son muchas las preguntas que flotan en el aire, de la misma forma que son varias las conclusiones a las que se puede llegar. Para empezar, ¿cómo es posible que un movimiento sin ninguna dirección clara y concreta se expanda tanto en tan poco tiempo? ¿Cómo pueden convivir índices elevados de satisfacción y aprobación del gobierno con semejante demostración de insatisfacción? ¿Cómo es posible que nadie, en el gobierno y menos en la oposición, haya detectado esa ira latente?
En los años recientes la inflación se mantuvo bajo control; el poder adquisitivo del salario medio creció, en términos reales, y el desempleo sigue en niveles mínimos. Alrededor de 50 millones de brasileños dejaron la zona de pobreza e ingresaron en la llamada nueva clase media. ¿De dónde viene tanta protesta?
Esas son las grandes preguntas que los políticos, tanto en el gobierno como en la oposición, todavía no saben contestar. Ahora quedó muy claro que no se aguanta más la pésima calidad de la educación pública, la caótica y perversa situación del sistema de salud, el infernal sacrificio humano que significa, para los trabajadores de los grandes centros urbanos, enfrentar la cotidiana tortura del transporte público.
O sea: todo lo que conlleva la palabra o el concepto de público está siendo cuestionado de manera contundente.
Queda claro, además, que el sistema político, tal como está, ya no representa, efectivamente, a gruesos contingentes de la población. Las alianzas políticas esdrújulas, diseñadas para asegurar la supuesta gobernabilidad, no aseguran otra cosa que intereses mezquinos de dirigencias partidarias que sólo tienen en común el acto de respirar. Las señales de alerta máxima se disparan, y los políticos, sorprendidos, están atónitos.
Las decenas de miles de manifestantes que copan las calles de las ciudades ahora exigen mejorar el sistema de salud y el de educación; transporte eficiente y combate a la corrupción; frenar la inflación y también los gastos desmesurados para organizar actos deportivos, como el Mundial de Futbol o los Juegos Olímpicos.
Hay una brecha, se sabe ahora, entre el paraíso de los números y el infierno del cotidiano que viven millones de brasileños.
Es muy revelador el resultado de una encuesta realizada en Sao Paulo, principal polo financiero de América Latina, durante los primeros días de las grandes protestas. Con todo su provincianismo metropolitano (valga la contradicción) mal disfrazado, con su racismo latente y su sólido perjuicio social, con todo su orgullo de clase media acostumbrada a despreciar a los que no se les parecen, 55 por ciento de los paulistas han apoyado las movilizaciones.
Algo raro –y peligroso– pero muy estimulante ocurre en Brasil. El gran peligro está en que no exista una conducción clara y organizada del movimiento. Con eso, y aunque quisiesen, las autoridades, los poderes constituidos, no tienen con quién dialogar o negociar en términos efectivos y conclusivos.
Y más aún: al no existir tal conducción, la violencia de las minorías desorganizadas, por no mencionar a los eternos infiltrados, escapa fácilmente de control, como ocurrió en forma reiterada esos días.
Entre muchos puntos oscuros, saltan algunos a la vista: la contradicción entre los niveles de aprobación del gobierno y de la propia presidenta Dilma Rousseff, y la dureza de las vagas y desorganizadas exigencias de los manifestantes. Nadie sabe de cierto qué reivindicar, además de los 10 centavos de dólar de aumento promedio en la tarifa de los autobuses urbanos. A propósito: ayer cuatro capitales decidieron cancelar el aumento en las tarifas y volver a las anterioress, y el alcalde de Sao Paulo, Fernando Haddad, al fin reconoció que es posible estudiar una reducción.
Pero en este momento lo que menos importa son los 20 centavos. Ahora la cosa es otra, y mucho más grande.
Otra rareza: por primera vez en Brasil el uso de las redes sociales demuestra su eficacia. Utilizando un habitual refrán del ex presidente Lula da Silva, se puede asegurar que nunca antes en este país las redes fueron tan capaces de movilizar a la gente.
Hay perplejidad, dirigentes atónitos y tensión. Con razón ayer la presidenta Dilma Rousseff aprovechó una ceremonia rutinaria para decir que su gobierno está atento a las voces de las calles.
Esperamos que haya tiempo para escuchar bien lo que dicen esas voces y empezar a cambiar las cosas, por más que en los 10 años recientes las cosas hayan cambiado mucho. Falta mucho más de lo que creían los que gobiernan, en todos los niveles de este país.