Si revisamos nuestra historia, la corrupción no es nada nueva en el mundo político: en 1904, el público desayunaba, almorzaba y cenaba a la luz de las distintas publicaciones sobre peculados, perpetrados por políticos aristócratas –principalmente – a comienzos de siglo pasado, y hoy por operadores y otros funcionarios de distintas categorías; en el pasado, llegó a tanto el escándalo que el destacado jurista, ex parlamentario y ex diplomático Marcial Martínez propuso, lisa y llanamente, estatizar el soborno a los diputados, es decir, estatizar la corrupción: “recordó Martínez cómo, en la Inglaterra de Jorge III, Lord Grenville había comprado el apoyo político de Horacio Walpole, nombrando un sobrino suyo en un puesto bien retribuido. Era “el soborno que un hombre honrado puede intentar sin ánimo de ofender a otro”…”¿Por qué no imitar en Chile este ejemplo? ¿Importaría esta práctica – se preguntó Marcial Martínez – aunque transitoria, una forma nueva o desconocida en nuestros hábitos políticos? No, pues lo que actualmente pueden tomar para sí ciertos miembros del Congreso mediante su actividad de artificio lo recibirían directamente del Gobierno y así se lograría tal vez una gran economía para el erario. Queremos sustituir el botín bélico de los bandos indisciplinados, por la paga organizada de las tropas regulares”.
“Consideraba enseguida Martínez una alternativa de su proposición… tan burlesca y cínica como ésta. A saber, que Ejecutivo sobornara no a los parlamentarios, sino a la misma “masa electoral”. Es decir, que el Gobierno cohechara” (Vial, Gonzalo, 1981, tomo II:614).
La primera fórmula equivaldría a estatizar la corrupción evitando el abuso privado por parte de los parlamentarios , de los dineros fiscales. Algo de esto está ocurriendo, no sólo en Chile, sino también en la economía mundial cuando la FED se hace cargo de un Banco arruinado y que muy posiblemente se multiplique a miles de pequeños Bancos, y el Banco de Inglaterra realizó la misma operación. De las estafas del capitalismo privado al final el Estado se convierte en su salvador; en Chile ocurrió algo similar durante el gobierno de Augusto Pinochet, en los años 80. Más fácil sería que todos los bancos fueran estatales una especie de socialismo de los ricos como lo llama un famoso economista . La segunda fórmula es aún más atractiva: en vez de que los partidos y candidatos ofrezcan peinetas, anteojos e irrisorias prestaciones de salud a los incautos electores, este cohecho podría llevarlo a cabo el Estado incluyendo, incluso, una partida del presupuesto nacional, repartida igualitariamente entre los electores.
Hay una concepción sociológica y antropológica que sostiene que la corrupción hace parte esencial del ser humano y de la vida en sociedad, por consiguiente, no puede erradicarse, y sólo puede ser morigerada y limitada por la fiscalización de instituciones independientes, es decir, la Contraloría, las Superintendencias, el Poder Judicial o los ciudadanos, por medio del Defensor del Pueblo, los plebiscitos o la Prensa. Para Durkheim el crimen, el suicidio, el robo y otras formas de delito son hechos sociales anormales consubstanciales a la organización social.
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El distinguido profesor Patricio Orellana, de larga trayectoria académica en la Universidad de Chile, con razón plantea que el antónimo de corrupción es la probidad y la transparencia y que ésta debe buscarse como fin de la sociedad, no tolerando ninguna forma de corrupción.
Que hay instituciones que debieran controlar la corrupción política y administrativa es un hecho indudable. La Contraloría General de la República existe desde el gobierno de Carlos Ibáñez del Campo; los Tribunales de Justicia, desde el comienzo de la República; las Superintendencias han actuado durante todo el período de la democracia protegida; la Constitución da débiles facultades fiscalizadoras al Parlamento. En general, ante cada escándalo, a veces aumentados por la Prensa, se han aprobado sucesivas leyes de probidad; incluso, durante el gobierno de Eduardo Frei Ruiz-Tagle, se instalaron miembros de la Contraloría en cada Ministerio. Si la superación de la corrupción se redujera solamente a un asunto jurídico o de fiscalización tendríamos en Chile un Estado probo y transparente; desafortunadamente, este no es el caso.
Durante mucho tiempo hemos gozado de la leyenda urbana, transmitida por los historiadores, en el sentido de que Chile es una isla de honradez dentro de un continente corrupto, a causa del populismo. En Chile, los partidos políticos no pueden ser comparados por PRI mexicano, ni siquiera con la Democracia Cristiana italiana – hoy fenecida a consecuencia de sus relaciones con la mafia, perseguida por los jueces italianos- con el COPEI y ADECO, de Venezuela, o con los liberales y conservadores colombianos, traspasados por los carteles de la droga y la parapolítica. En Chile, salvo Augusto Pinochet, la mayoría de los presidentes han tenido que trabajar, una vez dejado el poder, y muchos de ellos han vuelto a vivir como ciudadanos, en modestas casas para empleados públicos. Chile era un país pobre, pero honrado. Me atrevo a dudar que en a actual riqueza, producto del maná del cobre, siga siéndolo.
En un artículo anterior, llamado Corrupción y poder, creo haber probado que este bello mito republicano tiene mucho de falsedad. Es cierto que, como todo en historia, hay períodos más corruptos que otros; no cabe ninguna duda de que el seudoparlamentarismo de 1891-1925 fue una época de alta corrupción: el binomio política-negocios estaba intrínsicamente unido; los parlamentarios eran a la vez abogados de los grandes capitales salitreros ingleses y nacionales y no pocas veces ellos mismos eran dueños de oficinas salitreras; el sindicato de Obras Públicas era, por cierto, mil veces más poderoso en la adjudicación de concesiones que el famoso GATE; los escándalos en ferrocarriles, de esa época, no eran muy distintos que los actuales – a lo mejor con menos millones de dólares-; la administración pública era el coto de caza de los partidos políticos- por ejemplo, al Partido Radical le correspondía la educación; a los balmacedistas liberales democráticos, los jueces, y así, suma y sigue; era una verdadera administración feudal – a cada tribu su territorio-. Con razón, el ex presidente Ricardo Lagos no se quiere someter a estos condotieri. Mucho me temo que muy poco ha cambiado entre dos Centenarios: hoy, la Democracia Cristiana es dueña de las empresas fiscales – entre ellas la millonaria CODELCO, además de INDAP y una serie de servicios públicos- lo que resta se reparte entre el PPD, PS y PRSD.
Sólo faltaban las municipalidades y aquí le correspondió su parte a los catones de la UDI, que se regocijaban denunciando as inmoralidades y escándalos de los gobiernos de la Concertación. Volviendo al estudio comparativo con el pasado, nada más corrupto que la comuna autónoma, que nació como un ideal, imitado de la democrática Suiza, y que terminó en la peor de las corrupciones; había municipalidades cuyos alcaldes y otros personeros aprovechaban para enriquecerse ilícitamente con las enormes facultades con que contaban estas instituciones edilicias, sobretodo las más ricas – en las provincias salitreras, Santiago, Valparaíso y Concepción- no pocas veces dejaban de lucrar con las patentes de los garitos de juegos o con los exámenes sanitarios de las trabajadoras sexuales. Me permito recomendar la lectura de Sinceridad, Chile 1910, del profesor Alejandro Venegas, la Historia política parlamentaria, de Manuel Rivas Vicuña, o Las crónicas del Centenario, de Joaquín Edwards Bello, donde podremos profundizar, en detalle, lo pestilente que era a famosa comuna autónoma.
Actualmente, aunque no se ha comprobado, al menos aparecen tres o cuatro municipalides en tela de juicio por asuntos relacionados con la probidad. Además, hay un número importante de alcaldes, de todos los colores políticos, que han sido conducidos a la justicia por diversas causas de mal manejo administrativo.
Es evidente que Chile durante el período de la dictadura de Pinochet fue un país altamente corrupto; baste citar la venta de empresas públicas a precio de huevo, a funcionarios de la dictadura e, incluso, a un yerno del tirano, además del nepotismo, robo de bienes fiscales, contrabando de armas, falsificación de documentos públicos y otras lindezas. Nadie me acusará de antipatriota por denunciar esta corrupción, por el contrario, creo que al hacerlo sólo cumplo con un deber de ciudadano.
Desgraciadamente, el dictador consiguió, por medio de un pacto de terror, mantener el silencio durante largo tiempo esos latrocinios, no pocas veces con la complicidad de sus opositores. Para qué recordar la “razón de Estado”, invocada a raíz de los pinocheques, y cómo los personeros de la Concertación lo salvaron del justo juicio que el mundo dedica a los genocidas.
Lamentablemente, la democracia protegida, administrada por la Concertación, heredó el caramelo envenenado de la corrupción. No es el momento recordar la seguidilla de escándalos, desde el davilazo, pasando por las casa Copeva, Inverlink, coimas, Chiledeportes, ferrocarriles, subvenciones, y otros. Es cierto que el concepto corrupción es bastante ambiguo y se protege en la opacidad; generalmente se le asocia con el uso privado de dineros públicos, y sólo se acepta como hechos de corrupción aquellos que están tipificados en el código penal y deben ser tratados por la justicia. En todo el período de los gobiernos de la Concertación muy pocos casos han terminado en condena, y éstos con muy bajas penalidades.
La corrupción es mucho más que aquellos delitos comprobados y penados: abarca distintos campos, en parte es el lobby, el tráfico de influencias, el cohecho, la traición a la voluntad popular por medio de sistemas electorales inicuos y fraudulentos, a veces la malversación, el llamado desorden administrativo, la improvisación, el nepotismo, “las sillas musicales”, la feudalización de la administración pública, la aceptación de la compatibilidad entre cargos de directores de empresas privadas y en la alta administración pública. A la larga, esta es la mezcla entre política y negocios que más temprano que tarde terminan por descomponer la democracia.
En conclusión no creo, como Juan Egaña, que las buenas leyes hagan buenos a los hombres., que una mayor fiscalización, que por cierto es imprescindible, vaya a crear por sí sola, una administración, un Gobierno y un Estado probo. Para tener un Chile transparente y honesto es necesario que la política vuelva a ser una rama de la ética y no una forma más rápida de enriquecerse, según los postulados del neoliberalismo que centra el sentido de la vida humana en lograr la mayor rentabilidad en el menor tiempo posible: el mercado carece completamente de ética y por mucho que se le quiera regular, siempre buscará los mejores atajos para el enriquecimiento perpetuo.
Rafael Luis Gumucio Rivas