Nada más difícil que pedirle a un diputado o senador, que lleva veinte años en el cargo que de la noche a la mañana suelte la teta. ¿En qué trabajo podría ganar, tan fácilmente, cerca de $8.000.000 mensuales? Muy picarescamente respondía la ahora ex diputada Rosa de Arica ante la consulta de un agudo periodista sobre su futuro luego de dejar el cargo: “trabajar pues, mi amigo”.
El desprestigio de las Instituciones públicas, especialmente del Parlamento, no es nada nuevo en nuestra historia política: en general, ha llevado al país a intervenciones militares, como la de 1924, o al bonapartismo de Carlos Ibáñez del Campo, en 1927 – para no extendernos a la dictadura de Pinochet-. La calidad de la política es como la del aire para la democracia: cuando la política se contamina, es muy fácil que surja algún audaz que sea aclamado por los borregos. La verdad es que el desprestigio de la política ha sido siempre un postulado de la derecha conservadora e, incluso, fascista.
Es triste que el parlamento cuente con un 90% de rechazo por parte de la ciudadanía y, en todas las encuestas el senado, la cámara de diputados y los tribunales de justicia ocupen los últimos lugares en la aprobación popular. Por cierto, como en toda institución, hay buenos y malos padres conscriptos: recuerdo que, en mi juventud, a los que nos interesaba la política, dedicábamos tiempo para asistir a las sesiones de ambas Cámaras, donde brillaban oradores de todos los partidos, como Francisco Bulnes, Radomiro Tomic, Salvador Allende, entre otros connotados líderes. Dudo que alguien asista a la cámara de diputados, a no ser que quiera tirar monedas desde la tribuna o perorar contra los pobres padres conscriptos…
Alberto Edwards Vives, uno de los más entretenidos ensayistas sobre temas de historia política de Chile, despreciaba profundamente la república parlamentaria; según él, los cargos de diputados, senadores y regidores se compraban a vil precio: la diputación costaba $500.000 de la época, la senaduría, $1.000.000, y el cargo de regidor, $300.000; el sillón parlamentario era cono un título de nobleza que sólo podía comprar la aristocracia plutocrática. Edwards fue un admirador del filósofo de la historia O. Spengler quien, en su libro La decadencia de occidente hace la apología de los regímenes cesaristas. Edwards fue, al igual que su mentor ideológico, un admirador de las dictaduras – su modelo era Carlos Ibáñez que lo nombró su ministro.
En el libro La fronda aristocrática en Chile, Alberto Edwards incluye la siguiente nota, que pareciera estar redactada en estos días: “El que estas líneas escribe fue “aliancista” durante el corto tiempo en que figuró en política activa (1909-1912), sin que con ello creyera servir una idea doctrinaria o social específicamente diversa a la de los coalicionistas. Nadie puede imaginar entonces que la coalición representaba la conservación del orden existente, y la Alianza sus reformas revolucionarias. Por otra parte, yo estimaba que aquello no podía durar; pero tenía la noción fija del modo como se derrumbaría: “me voy del Congreso, dije a mi amigo Carlos Balmaceda: en materia de palizas, prefiero no estar entre los que la reciben” (Edwards, 1928:197). Es de esperar que este pronóstico del historiador conservador no se repita en el Chile de hoy, aun cuando mucho me temo que, en otra forma se esté incubando una crisis de representación aún más grave que la de comienzos del siglo XX. Dicho sea de paso, mi abuelo Manuel Rivas Vicuña, en su Historia parlamentaria, relata que el diputado Alberto Edwards propuso en 1911 una reforma electoral igual al sistema binominal, repartiendo el país en distritos muy pequeños para garantizar la igualdad de escaños entre los partidos.
Seguiremos con el absurdo sistema binominal y no creo ser muy audaz al anunciar el derrumbe de un sistema político que, cada día, está más lejano a los ciudadanos. Aún es tiempo para que suelten la teta ahora.
Rafael Luís Gumucio Rivas
25 05 2013