“El sistema en Utopía incluye no solamente medidas para desalentar el crimen, sino también incentivos para la buena conducta en la forma de honores públicos. […] Pero aquel que deliberadamente tratara de hacerse elegir a un puesto público es permanentemente descalificado para ello” (Tomás Moro: Utopía, libro 2). Naturalmente Chile está muy lejos de Utopía, la imaginaria tierra que Tomás Moro (Thomas More) describiera en su obra del siglo 16, y así Camilo Escalona no tiene que preocuparse de ser descalificado de modo oficial.
En cualquier caso, su porfiado afán de ser candidato y senador una vez más sin para ello molestarse en someterse a procedimiento democrático alguno, terminaron por defenestrarlo, al final no le quedó otra alternativa sino dar un paso al costado. Su pretexto fue que las primarias organizadas por su propio partido no le daban garantías: él quería primarias “con carabinero en la puerta”, curiosa demanda de quien alguna vez presidiera un partido político supuestamente dedicado a la erradicación del presente sistema político y económico. Poco le faltó pedir que el ejército le pusiera un jefe de plaza para las elecciones internas del PS. La verdadera razón de Escalona para negarse a ir a primarias sin embargo es que simplemente no tenía mayor posibilidad de ganarlas. Tan simple como eso.
Escalona sin embargo no es el único dirigente socialista o de la Concertación que está en falta, uno bien puede decir que si bien él representó el caso más patético de desvinculación con la realidad ya no sólo de su partido sino de una amplia masa de la población chilena, hay sin duda otros que transmiten en esa misma onda, pero que por cierto no sintonizan para nada con las demandas populares del momento. Paradojalmente, usando una expresión que él mismo introdujo cuando se refirió a quienes han levantado la demanda de una nueva constitución a través de una asamblea constituyente, resultó ser él quien parece haber estado “fumando opio”.
Como otros, su “volada” le había creado el convencimiento de ser indispensable, de llegar a pensar que sin él en el senado quizás qué oscuro designio acechará al país, quizás sin su valioso concurso en el parlamento un eventual gobierno de Michelle Bachelet se verá perdido. No se sabe qué clase de opio Escalona anduvo fumando últimamente pero una cosa es cierta: nadie lo va a echar de menos. Las cosas como son, Escalona y otros dirigentes de su generación, pertenecen a ese grupo que negoció o al menos estuvo cerca y avaló las negociaciones para implementar la transición a la democracia pactada con los representantes de la dictadura. En esos tiempos, aun con un Partido Socialista dividido, él figuraba como parte del sector aparentemente más izquierdista entre las facciones mayores en que estaba fragmentado ese conglomerado político: el PS Almeyda.
No cuesta mucho imaginarse a esa amplia gama de dirigentes de los partidos opuestos a la dictadura en la segunda mitad de la década de los 80, entonces desde treintones a cincuentones en su gran mayoría, cada uno con una importante meta personal en mente: “tengo que volver a Chile a ocupar algún cargo: presidente (piénsese Ricardo Lagos por ejemplo), senador, diputado, ministro, algo…” La imagen de los viejos líderes de la República Española muriéndose en el exilio, recordados sólo por una pequeña y también envejecida cohorte de fieles seguidores, pero olvidados en su país de origen, debe haber sido una idea aterradora que de tiempo en tiempo rondaba a los líderes de las direcciones políticas del exilio en Europa. A ellos no les podía pasar eso.
Había pues que buscar una salida pactada, que conste que en eso todos o casi todos estuvimos de acuerdo, incluyendo a sectores que—de modo por demás admirable y heroico—habían incursionado en otras formas de lucha para acabar con la dictadura. Después de un cierto debate el Partido Comunista decide inscribirse y participar en las elecciones de 1989, incluso el MIR por primera y única vez en su historia participa en una contienda electoral.
En principio el proceso de transición tal como se dio era la única salida viable en ese momento. El pueblo chileno estaba mayoritariamente contra la dictadura y desde 1983 había estado levantando su protesta cada mes, y en cada ocasión sufriendo represión y en otras tantas sobrellevando la carga de las víctimas fatales. La gente no quería más dictadura, pero tampoco quería seguir pagando el oneroso precio que cada protesta dejaba, los dirigentes que se lanzaron en el riesgoso proceso de pactar la transición supieron captar ese dilema—por lo demás muy humano—al que el pueblo se enfrentaba. No se puede negar que era una interpretación correcta de lo que la gente quería en ese instante. Quienes por lo demás pudieran tener dudas sobre la estrategia en la que se embarcaban, tenían el recurso de plantearse aquello de que los procesos sociales siempre tienen una dinámica que escapa a las predicciones. Lograr la salida del dictador era indudablemente una meta esencial para, a su vez a partir de lograr ese objetivo, se desencadenaran otras demandas que, si bien no iban a colocar al país en una marcha al socialismo—eso nadie lo pensaba—por lo menos alterarían lo central del modelo económico neoliberal impuesto por la dictadura, recuperarían conquistas laborales arrebatadas por la dictadura, e incluso harían justicia por las violaciones a los derechos humanos.
Bueno, como sabemos esa visión de que “en el camino se arregla la carga”, respuesta que se daba a quienes planteaban dudas sobre las ambigüedades del proceso de transición, al final nos fue dejando una sensación crecientemente amarga. Cierto es que se hicieron algunos cambios y mejorías pero lo esencial del modelo neoliberal se mantuvo, las condiciones laborales siguieron más o menos iguales (aunque muchos dicen que en realidad han empeorado), y la justicia nunca llegó del todo (en Chile el ex dictador murió tranquilamente en su cama, ¡incluso en su entierro tuvo honores militares! Cuán diferente del recientemente fallecido ex dictador argentino Jorge Rafael Videla, condenado a perpetua, degradado del ejército y muerto en la celda de una cárcel común).
No se consiguieron entonces los objetivos visualizados en el proceso de transición pactada por quienes la negociaron, supuestamente en buena fe, para restaurar la democracia en Chile. O para ser más equilibrado, poco se consiguió. Hubo sin embargo un objetivo que sí se logró: aquellos entonces treintones, cuarentones y cincuentones de los 80, que querían volver a ser presidentes, parlamentarios o ministros antes de morirse—aspiración por lo demás legítima, no nos hacemos problemas por eso, al fin de cuentas alguien tenía que ocupar esos cargos—lo lograron. Tampoco podemos negar que muchos de ellos tenían talento para ello. La mala onda—para usar también una expresión de los 80—es que muchos de ellos, terminaron por creerse indispensables. Se vieron a si mismos como ejecutores, garantes o guardianes de la institucionalidad supuestamente democrática surgida de la transición pactada. Y además aspiran a perpetuarse en sus puestos de poder. Escalona es tal vez el ejemplo más burdo de este despliegue de figuras que hoy hacen parte del panteón de la transición.
Pero las condiciones de hoy son diferentes, y las nuevas generaciones, los mapuches, la disminuida pero aun organizada clase obrera, ya no ve a esas figuras como los grandes líderes del retorno a la democracia, sino más bien como un obstáculo, una rémora de un pasado que al parecer sólo dio beneficios a ese pequeño grupo de negociadores de la transición, mientras el resto de la gente fue encandilada con la promesa de una alegría que fue más ilusoria que real.
Escalona es sólo uno de esos restos de ilusión que se empecinaba en quedar a la vista, aun flotando en las aguas de nuestra política. Es entonces cuando uno tiene que tirar la cadena más fuerte para que todos esos restos vayan saliendo y el escenario se vea más limpio y ojalá, con aires más frescos.