Digamos, para comenzar, que era más bien pequeña: no medía más de 1 metro 60. Debo agregar que esta insigne autócrata del siglo XVIII no es mi taza de té, ni siquiera porque tuvo como adoradores a Diderot, D’Alambert y Voltaire, filósofos del Siglo de las Luces, ni porque leía con atención a Jean-Jacques Rousseau o correspondía con eminentes intelectuales de la época.
No simpatizo con ella ni siquiera porque se cargó a dos emperadores, Pedro III e Iván VI (los bolcheviques mataron sólo a uno), ni porque fundó escuelas para niños abandonados en las que dejó afuera al clero, único modo de acceder a un poco de ciencia.
Si me atrevo a contar un chascarro relativo a Caterina la Grande no es porque fuese ligera de cascos al punto que ninguno de sus hijos fue obra de su marido legítimo, el Gran Duque Pedro, un retrasado mental que luego será, brevemente, Zar de Rusia. Cuestión nalgas, Caterina La Grande merecía haber sido la protagonista de “Memorias de una princesa rusa”, sino fuese porque no era rusa sino alemana, o prusiana según se prefiera, nacida en Stettin, Pomerania, territorio que hoy forma parte de Polonia.
La inmensa fe religiosa de las princesas de la época se acompañaba de una innegable alegría de los bajos. La princesa de Anhalt, madre de Caterina, le contaba a quién quería oírla que la princesa Golitzine “tenía por amantes los 300 granaderos de su Majestad la Emperatriz Elisabeth”. Es poco probable que Johanna Elizabeth de Anhalt exagerase: como en todas las cortes europeas, hasta el día de hoy, el encornamiento mutuo era el deporte preferido de zares y zarinas, príncipes y princesas.
Lo que llama la atención en la Zarina, es que una vez entronizada “Serenísima y Muy Poderosa Princesa y Dama Caterina Segunda, Emperatriz y Autócrata de Todas las Rusias”, y por vía de consecuencia jefe de la Iglesia Ortodoxa, se le ocurriese modernizar el viejo Código, “complejo y bárbaro”, promulgado por el Zar Alexis 1º en el año 1649. En otras palabras, cambiar la Constitución.
En un país en que había sólo dos estados sociales: la nobleza y los esclavos, o siervos si adoptamos la denominación rusa. En un territorio en el que, cuando a Caterina se le ocurrió crear escuelas públicas (tampoco había escuelas privadas), la principal dificultad residió en que, en todo el imperio, no había ni un maestro. En ese país bárbaro, atrasado, más asiático que europeo, a Caterina la Grande se le ocurrió cambiar la Constitución, en el año 1766, veintitrés años ANTES de la Revolución Francesa, diez años ANTES de la Revolución Americana que debía liberar los EEUU del dominio de Inglaterra.
No encontrando a nadie que pudiese redactar un texto conveniente, Caterina escribió un borrador ella misma. Y en el otoño del año 1766 ordenó constituir una comisión legislativa, llamada “Gran Comisión”, encargada de redactar el texto definitivo. La Gran Comisión debía integrar no sólo los representantes del Senado, del Sínodo y de los Colegios, sino también representantes elegidos de la nobleza, de los citadinos y de los campesinos “libres”, excluyendo desde luego a los siervos.
Tan eminente asamblea debía aprobar un nuevo Código “después de haber tomado conocimiento de los deseos del pueblo”. Henri Troyat, de la Academia Francesa, escribe: “¡Consultar al pueblo sobre sus deseos! Asociar a la masa a la elaboración de las leyes! ¡Que revolución!”
Los senadores no sabían si horrorizarse o maravillarse de tal osadía, y terminaron estallando en sollozos y en una épica ovación…
Lo único malo fue que los rusos, acostumbrados a obedecer con mansedumbre –algo así como Cristián Bofill ante Álvaro Saieh– no osaron decir lo que querían. Y lo único que terminó aprobando la Gran Comisión fue que la “madrecita” de todas las Rusias, de ahí en adelante, debía llevar el nombre de “Caterina la Grande”.
Podría contarte un par de cosas más, pero… A buen entendedor…