En estos tiempos de elecciones presidenciales es conveniente hacer un simple ejercicio aritmético para advertir que ese lugar común de “Chile país rico” es solo la ilusión de las elites, sin asidero en las cifras. Pocos se acuerdan de que la “democracia oligárquica” que nos rige, la misma que está fosilizada en la constitución de Pinochet hasta el presente, incluye una legislación laboral creada por el hermano del actual presidente, José Piñera. Allí los tecnócratas neoliberales legalizaron la injusticia y el abuso de los trabajadores.
Por de pronto, hoy, los mismos que crearon las leyes afirman que nuestro país posee un Ingreso per Cápita que bordea los 18.354 dólares. Sin embargo el salario promedio entre los trabajadores chilenos no supera los 12.000 dólares. De entre ellos, un 11% gana el salario mínimo, lo que significa 4.800 dólares. Es decir hay más de un millón de trabajadores que viven en un país equivalente al ingreso de Bolivia que ocupa el lugar 119 a nivel mundial, mientras el promedio general de los asalariados comparte el equivalente a un país como Costa Rica.
Es claro que el indicador utilizado es engañoso porque suma las inmensas ganancias de las grandes empresas, aquellas que no se reflejan en los salarios. Como suele decirse, las estadísticas son una mentira, pues mientras alguien se come dos panes y el otro nada, estadísticamente se concluye que tenemos un pan por habitante. Habría que insistir, entonces, en aquello de “Chile país desigual”, de hecho uno de los países más desiguales en el mundo. Un país con un modelo político y económico excluyente que dificulta la organización de los trabajadores para luchar por mejoras salariales, precarizando los empleos, disminuyendo sus beneficios y condicionando su derecho a huelga. Mientras unos pocos, otrora cómplices de una dictadura atroz viven en el hartazgo, hablando con descaro de “democracia”
Los trabajadores en un Chile rico siguen marginados de una educación de calidad para sus hijos, siguen muy lejos de una cobertura de salud para ellos y para sus familias y muy distantes de un salario digno. Cada año los políticos de turno vuelven con su proverbial demagogia a hablar de los trabajadores para explicarles, en el lenguaje seudocientífico de la superstición neoliberal, que no se puede aumentar el salario mínimo, pues ello pondría en peligro el espectacular crecimiento del país. Ocultando el hecho, obvio, de que tal crecimiento son las utilidades del gran capital que se basa en la miseria de las mayorías. Los trabajadores en un Chile rico están obligados a entregar parte de sus salarios para la acumulación de riqueza de los inversionistas privados que devuelven pensiones miserables al final de una vida de esfuerzo.
La experiencia histórica hace evidente que una situación injusta e indigna en las relaciones laborales constituye un lastre para cualquier pretensión de construir una democracia moderna. El crecimiento económico, lo sabemos, no es sinónimo de desarrollo. Chile no ha avanzado en otorgarle dignidad al trabajo, los hombres y mujeres asalariados de este país han sido arrastrados a una cuasi esclavitud, domesticados por el consumo, los medios de comunicación y un sistema financiero que los mantiene endeudados. Los responsables primeros de esta realidad oprobiosa están aquí, entre nosotros. Muchos chilenos aspiramos a formas democráticas en que los trabajadores recuperen un lugar de dignidad en nuestra historia.
*Investigador y docente de la Escuela Latinoamericana de Postgrados. ELAP. Universidad ARCIS