El presidente Nicolás Maduro evitó caer en la trampa de la respuesta violenta a la violencia fascista y, al mismo tiempo, la borró de las calles, que pasaron a ser de los sectores más pobres y más conscientes de la población. El intento de preparación de un golpe de Estado mediante asesinatos y quemas de los centros médicos cubanos, edificios públicos y locales del PSUV fue ahogado por la intervención popular unida a la firme acción estatal.
El golpe sigue, sin embargo, como opción principal de Estados Unidos y de sus cómplices locales, sólo que ahora será preparado sin impaciencias ni apresuramientos, buscando aprovechar las muchas brechas que les deja la violencia, la delincuencia, la escasez de alimentos y bienes, la inflación, la caída de los ingresos reales y la corrupción en el aparato estatal a los fascistas mal disfrazados de demócratas. Porque si el fascista Henrique Capriles, vistiendo una piel de oveja chavista, arrastró de su lado nada menos que 600 mil votos que antes habían sido de Hugo Chávez es porque existe un gran sector popular que no es oligárquico ni proimperialista, como lo es en cambio el núcleo duro de la oposición ultraderechista, pero que está descontento con el gobierno, no espera que éste le solucione los problemas y cree, con una ilusión fatal, en las vagas promesas liberales de los medios de prensa y la televisión internacionales y nacionales, de los llamados mercados (las trasnacionales y sus ideólogos) y de la mayoría de los académicos venezolanos, que defienden privilegios.
Por consiguiente, para aplastar a los golpistas es necesario redoblar la vigilancia, evitar que compren oficiales conservadores, aplastar en el huevo las intentonas subversivas. Pero, sobre todo, hay que separar de los fascistas al sector que fue antes ganado por Chávez y puede ser nuevamente conquistado, a condición de no meterlo en el mismo canasto con Capriles, de comprender por qué protesta y se opone y de darle una respuesta a sus inquietudes y reclamos legítimos, encarrilándolos por la vía democrática.
Lo esencial es acabar con la violencia o al menos reducirla fuertemente, es resolver el problema del abastecimiento en alimentos o sea, de la producción agrícola-ganadera nacional, es controlar estrictamente la corrupción y las desigualdades que desmienten las declaraciones socialistas, es mantener los ingresos reales, es aumentar la producción, la productividad y la eficacia del aparato económico público mal llamado socialista.
El ejército y las fuerzas de seguridad, por supuesto, tienen un amplio campo de acción en el control de la conspiración, que es alentada por la embajada de Estados Unidos y la reacción internacional. Pero la reducción de la delincuencia y de la corrupción en todos los niveles no puede quedar en manos de los aparatos represivos del Estado, que también se corrompen como se ve todos los días en las cárceles, donde siempre entran drogas y armas. Lo único eficaz en ese campo es el control de los vecinos en los barrios, la creación de organismos populares de prevención y represión de la delincuencia, el control de los trabajadores sobre los ingresos y el nivel de vida de los funcionarios, que debe ser transparente, el control por los trabajadores de los libros contables de bancos y empresas para evitar que el hampa se financie e impedir la fuga de capitales y las cuentas en paraísos fiscales.
Ahora bien, Maduro recurrió firmemente, contra los golpistas, a la ley y al aparato estatal y es de esperar que los promotores de asesinatos y asonadas terminen presos en breve. Pero, nuevamente, dejó de lado la profundización social del proceso bolivariano: o sea, el estímulo a la autorganización popular, al poder popular en germen, a la planificación desde las comunas, al control de los territorios, a la organización de los milicianos; en una palabra, el presidente cree posible sustituir la fuerza real del chavismo –que es social y de clase– por el aparato del Estado, que en cambio está al servicio de una economía que sigue siendo capitalista y es policlasista.
Como en la Revolución Española, donde la guerra se perdió junto con la revolución porque hubo gente que decía que primero había que derrotar al fascismo antes de tomar las medidas sociales (por ejemplo, la libertad a las colonias, la reforma agraria y entrega de las tierras de los latifundios y de la Iglesia a los campesinos, por empezar, que le habrían quitado a Franco sus soldados marroquíes, gallegos y navarros), ahora para ganar la guerra en Venezuela contra los fascistas al servicio de Estados Unidos primero hay que quitarles las bases sociales y desarrollar al máximo los elementos de autoorganización y de control popular.
El poder de la parte sana del Estado reposa en el poder popular, que no es una concesión paternalista de aquélla sino su garantía. Deben ser desechados por nocivos el paternalismo, el Yo soy el pueblo, la creencia en que bastan la lealtad, la buena voluntad y la honestidad para resolver los problemas complejos de una economía tan dependiente del exterior como la venezolana. Sólo la creatividad, la organización, la toma de conciencia, la plena libertad del movimiento obrero, de los sindicatos, la discusión sin traba alguna entre las distintas organizaciones y tendencias revolucionarias y socialistas, pueden impedir que la burocracia y la boliburguesía, unidas por mil lazos con la derecha nacional e internacional, lleven la revolución al fracaso o la traicionen en un próximo golpe mejor preparado.
El socialismo no es algo que los que se sienten socialistas organizan desde arriba: es el resultado de la participación, de la capacidad de decisión, de la maduración, de la autoorganización independiente de los trabajadores. No es una dádiva del Estado capitalista, es la construcción de otro Estado desde abajo.