En todas las acusaciones constituciones, cuando el ministro termina destituido, devienen en “carnicerías” más mortíferas que la guerra de barricadas. Carlos Larraín declaró la “drole de guerre”- aquella curiosa guerra que perdieron los franceses contra los nazis – pero se sabe que durará muy poco y al fin volverán a la política de los acuerdos, a los cuales nos tienen acostumbrados tanto concertacionistas, como aliancistas.
Marco Antonio Núñez, erróneamente a mi juicio, declaró que la aprobación de la destitución del Ministro Harald Beyer es una lápida para el lucro en educación: es sólo una “tarjeta amarilla” que los estudiantes han mostrado a la desprestigiada casta política.
Alberto Mayol, cientista político, interpreta, con mayor profundidad, el hito de la acusación constitucional como una muestra del cambio de clivaje, es decir, de fisura social y política, que va desde el SÍ y el NO hasta hoy, marcado por el conflicto entre ciudadanía y casta política.
Es evidente que desde 2011 son los estudiantes los que dictan la agenda a los partidos políticos y candidatos a la presidencia. Por ejemplo, Michelle Bachelet, primera en las encuestas, no está haciendo más que repetir la trinidad del libreto de los estudiantes: educación gratuita, reforma tributaria y nueva Constitución.
A partir de ayer, 17 de abril, los estudiantes terminaron penetrando en el senado y, como en la antigua Grecia de los reyes, con un solo aplauso digitaron, a su gusto, el voto de los senadores.
Es cierto que solamente desde la calle no se puede transformar el sistema imperante – la excepción serían los hechos de la Toma de La Bastilla o del Palacio de Invierno – por consiguiente, uno de los próximos pasos se refieren a canalizar políticamente la fuerza conjunta de los movimientos sociales.
La derecha no está acostumbrada a ser derrotada por sus “mozos” de la Concertación, pues al considerarse dueños de Chile se sienten humillados cuando una mayoría de senadores se arroga la facultad de destituir a uno de sus ministros predilectos.
“Las magdalenas y las Marías”, ministras Cecilia Pérez y Evelyn Mattei han convertido al ya destituido ministro de Educación en una especie de Cristo, un “santo varón”, el único que combatió el lucro, que investigó y cerró una universidad, el mejor investigador de la educación chilena, y que fue víctima, según la ministra del Trabajo, de la conspiración de la ex Presidenta Bachelet y su séquito. La ministra Pérez lloró como una Magdalena cualquiera y no hubo pañuelo que sirviera para contener su llanto.
Hubo consenso al expresar el deseo de acortar “la agonía en la cruz” del ministro Beyer, terminando con la proscripción cívica de cinco años, aberración inventada por Jaime Guzmán Errázuriz – santo patrono de la UDI – y hace cinco, aplicada también a Yasna Provoste, con el beneplácito de la derecha que, según la ex ministra, fue una discriminación por ser negra y egresada de la U. de Playa Ancha.
La acusación constitucional es una institución de la monarquía presidencial, que tiene pretensiones jurídicas por los delitos tipificados en los artículos correspondientes de la Constitución. Toda la argumentación de la defensa, en su totalidad, se basó en el carácter jurídico de esta institución, razón por la cual fracasó.
Sostengo que la acusación constitucional es puramente política: es un voto de censura a un ministro – en este caso – cuando un gobierno tiene minoría en ambas Cámaras y abusa del poder. Lo ridículo es que está cubierto de formas del poder judicial, como aquella de que “los senadores votan en conciencia como jurado”, cuando en realidad votan en bloque con el objetivo de castigar al gobierno vía el ministro cuestionado. La excepción de Patricio Walker, ahora héroe de la derecha, confirma la regla, pues es un derechista de tomo y lomo, y personajes como este senador, permiten dudar de la veracidad de las promesas de la candidata Michelle Bachelet.
Usaré la historia de las acusaciones constitucionales para probar que este “juicio” es puramente político: en la Constitución de 1833, Vicente Sanfuentes la empleó para castigar al tirano Manuel Montt por haber perseguido a los liberales, pero fue rechazada. Desde el punto de vista estadístico, desde 1925-1940, hubo 20 acusaciones constituciones; de 1940 a 1970, 39; de 1970 a 1973, 18 acusaciones. En la época republicana fueron destituidos 10 ministros, 6 intendentes y un ministro de Corte. En la Transición, después de 1989 hasta ahora, dos ministros, ambos de Educación y uno de Corte.
La sola estadística muestra que en tres años hubo 18 acusaciones constitucionales, en que fueron destituidos siete ministros (José Tohá, Hernán del Canto, Orlando Millas, en dos carteras, Sergio Bitar, Luis Figueroa, Gerardo Espinoza), y seis intendentes. En 1931, a la caída del gobierno de Ibáñez, fueron destituidos todos sus ministros, (Carlos Vergara, Guillermo Edwards, Alberto Edwards, Julio Philippi, Carlos Fröden, Luis Matte, Manuel Barros, Edeso Torrealba, Enrique Balmaceda, Eriberto Arce, Aquiles Vergara, Pablo Ramírez, Pedro Enrique Alfonso, Abraham Ortega y Arturo Bianchi). Tanto las acusaciones de 1970- 1973, como la de 1931 – en el Congreso Termal – fueron puramente políticas.
En cuanto a Presidentes de la república, sólo en el caso de Carlos Ibáñez del Campo fue aprobada la acusación, una vez abandonado el poder al huir al exilio, a Mendoza; Arturo Alessandri Palma, acusado del asesinato del Seguro Obrero – que él mismo reconoce culpabilidad – fue salvado debido a que contaba con mayoría parlamentaria. Durante el segundo gobierno de Carlos Ibáñez se aprobaron dos acusaciones constitucionales: la de Osvaldo Saint Marie, ministro de Relaciones Exteriores, y Arturo Zúñiga Latorre, ministro del Interior, ambas por un bloque político de “todos contra Ibáñez”.
Eduardo Frei Montalva contaba con el aployo de 80 diputados democratacristianos, por consiguiente, se hacía imposible la aprobación por parte de la Cámara de cualquier acusación constitucional – aun cuando se presentó contra seis ministros -.
La acusación constitucional no puede ser suprimida si se sigue manteniendo el régimen político monárquico presidencial, pues dejaríamos al Congreso sin ninguna facultad fiscalizadora, y sumado a los altos quórum para las leyes orgánicas constitucionales y la Carta Magna, el Congreso sería una completa inutilidad, que más valdría declarar el fin de este poder del Estado e instaurar una dictadura presidencial por cuatro años, sin ningún control de otros poderes del Estado.
En resumen, la reciente acusación reveló que no podemos continuar, ni un solo día más, con el régimen monárquico presidencial. Cuando un Presidente, en minoría parlamentaria sólo puede administrar el sistema, es signo de que hay que cambiarlo radicalmente .