Luis Maira, fundador del Partido Izquierda y uno los más brillantes políticos que ha pasado por el Congreso Nacional, además de intelectual de gran calidad, escribió un libro en que planteaba la hipótesis de la ruptura constitucional, que desmentía la tesis de la Concertación que creía que reconociendo la Constitución de 1980, tal cual se presentaba, con algunos retoques, bastaba para asegurar la transición a la democracia.
En ese tiempo se dieron dos alternativas de partidos instrumentales en la izquierda política: por un lado, el PPD, de Ricardo Lagos y, por otro, el Partido PAIS, que presidía Luis Maira y que integrada, entre otras fuerzas, a la Izquierda Cristiana, el Partido Socialista, de Clodomiro Almeyda y el Partido Comunista. El Partido PAIS no logró cuajar después de una baja representación parlamentaria, terminando con la unión de los socialistas, que atrajeron a los Mapus e Izquierda Cristiana para conformar el actual Partido.
De esta historia pasada quiero rescatar la idea de ruptura constitucional, que dio origen a un libro de Maira que, a mi modo de ver, en la actualidad recobra su vigencia. Si se propone una nueva Constitución, que no sea una mentira con fines electorales, un “caza votos”, se hace imprescindible decir la verdad a los ciudadanos. Con el actual sistema binominal es imposible la vía parlamentaria para reformarla, pues debería doblarse en casi todos los sesenta distritos, a fin de lograr 70 diputados, que sumarían los dos tercios necesarios para la aprobación de la reforma; en las circunscripciones senatoriales debería ocurrir otro tanto – recuérdese que esta Corporación se renueva por mitades.
Cuando algún candidato proponga a los ciudadanos la vía parlamentaria para redactar una nueva Constitución, hay tres posibilidades: 1) una reforma tipo Ricardo Lagos y sus ministros, consensuada con la derecha, y que mantenga el carácter subsidiario del Estado; 2) que se produzca el milagro de que todos los partidarios del cambio constitucional alcancen los 80 diputados – dos tercios del total de los integrantes de la Cámara-, que con el binominal es prácticamente imposible; 3) dejar la reforma como promesa y culpar a la derecha de intransigencia al no dejarla pasar.
Se colige, por consiguiente, que las condiciones anteriores no generan el cambio que la sociedad, hoy por hoy, exige. Como los milagros ocurren en escasísimas ocasiones, es preciso buscar caminos factibles, como es el caso de la ruptura constitucional y no la democracia de los acuerdos que, en esta situación se hace imposible dado que la derecha, como lo manifiestan sus dos candidatos a la presidencia, no está dispuesta a un cambio radical de la Constitución.
Si seguimos el rumbo de la ruptura constitucional tenemos que pensar, necesariamente, en un Presidente elegido en la primera vuelta, con un alto porcentaje de votos y de apoyo popular, y que el primer día de su mandato convoque a un plebiscito no vinculante – la figura de un referéndum vinculante no está en la Constitución – que presione al Congreso para convocar a una Constituyente. Como a estas alturas del proceso se hace difícil seguir, por ejemplo, el camino de Colombia, una séptima urna, en las elecciones generales, que dé cuenta de un amplio respaldo a una asamblea constituyente, obligando a la Corte Suprema a cumplir el mandato popular. Tampoco parece fácil el camino de Charles De Gaulle, que puso fin a la IV República en dos pasos sucesivos: una elección presidencial – con votación ampliamente mayoritaria a su favor, y el otro, un plebiscito que consagró la elección de Presidente de la República por sufragio popular, dejando a la Asamblea Nacional con la misma legitimidad que la del Presidente de la República.
El camino de la ruptura constitucional supone un Presidente que no sea un árbitro, como fue el caso de Patricio Aylwin, sino que uno decidido a profundizar las contradicciones y clivajes políticos, así como el asumir la contradicción como la esencia misma de la política y de la tarea de gobernar. Los Presidentes de los consensos sólo pueden administrar el sistema, pero no cambiarlo. Aquí radica la explicación del por qué la Concertación no se atrevió a cambiar el modelo, por el contrario, se convirtió en cómplice de la derecha.
En la democracia debe mandar la calle; en este plano no coincido totalmente con el Rector de la U. Diego Portales, Carlos Peña, en el sentido de que cuando se agota la representación fiduciaria, se hace necesario volver a Rousseau, entendiendo al representante como mandatado por los representados que, en cualquier momento, pueden revocar el mandato, pues en definitiva, los elegidos son servidores del pueblo y no se lo sirven.
Si dimensionamos numéricamente el poder de la calle, en sólo tres días podemos comparar cifras: 150.000 jóvenes en la manifestación del jueves último, 5.000, en la proclamación de Michelle Bachelet como candidata, en el Teatro Caupolicán, y 1.000, la de Claudio Orrego, en la Granja. Es cierto que la cantidad no define el poder político, sin embargo, es una variable importante a considerar. En nuestro pasado político republicano (1925-1973), las grandes manifestaciones anunciaban el triunfo de un candidato – véase “La Patria Joven”, en el Parque O´Higgins, o “El Tren de la Victoria, en la campaña de Salvador Allende -.
Cuando la oligarquía política se refugia en pequeños cenáculos, es un anuncio de su aislamiento decadente. Así ocurrió con el del “Club de la Unión” en la República Parlamentaria, la “Casa Piedra”, en el gobierno de Ricardo Lagos y, en la actualidad, “el teatro Caupolicán” que, en mis recuerdos, lo llenaba hasta la Falange Nacional.
De la habilidad para descubrir e implementar formas de ruptura constitucional dependerá la credibilidad de las ofertas programáticas de los candidatos presidenciales. Lo que hasta ahora vemos son “chirimoyos y voladores de luces”. Esperemos que estas ideas surjan del movimiento social, pues la casta política padece de arterioesclerosis crónica y está a punto de llegar a la demencia senil. Confiemos en los jóvenes que constituyen la única esperanza y “enviemos a los viejos políticos al cementerio”, como proponía el poeta creacionista Vicente Huidobro.
Rafael Luis Gumucio Rivas
14-04 2013