La elección del cardenal Arzobispo de Buenos Aires, Jorge Mario Bergoglio, como nuevo Papa de la Iglesia Católica ha catapultado a primera línea una serie de temas que se mantenían hasta hoy para consumo privado de los argentinos.
La participación de Bergoglio, cuando era Provincial Jesuíta, en el secuestro de dos sacerdotes de su Orden varía desde quienes dicen que, tácitamente, Bergoglio “entregó” a Orlando Yorio y Francisco Jalics, hasta quienes señalan que, al contrario, intercedió por ellos ante la Junta Militar trasandina hasta que fueron liberados. Lo anterior no es un equilibrio de versiones. Uno de los mismos sacerdotes secuestrados, Jalics, actualmente viviendo en Alemania, señaló que con Bergoglio se sentaron a hablar mucho tiempo más tarde sobre ese episodio, “después de eso, celebramos una misa juntos en público y nos dimos un abrazo solemne. Estoy reconciliado con los eventos y considero el asunto cerrado”. En este hecho, el actual Papa no ha sido jamás formalmente acusado y sus declaraciones en el juicio respectivo han sido como testigo, en función de su cargo de superior jerárquico de los secuestrados.
Como una cosa lleva a la otra, la ascensión del Arzobispo de Buenos Aires al trono de Pedro, inició una revisión de lo que había sido la participación de la jerarquía eclesiástica argentina en los duros años del denominado proceso. Salta a la vista y sorprende que, contrariamente a lo que ocurrió en las dictaduras chilena, brasileña y paraguaya, durante la dictadura argentina que se inició el 24 de marzo de 1976 y hasta el retorno de la democracia en 1983, el episcopado trasandino fue extraordinariamente pasivo, llegando en algunas diócesis hasta la abierta complicidad con los militares.
Por supuesto, lo anterior tuvo notables excepciones. Enrique Angelelli, obispo de La Rioja, se alzó en protesta por la violaciones a los derechos humanos, falleciendo en un extraño accidente automovilístico en agosto de 1976. Jaime de Nevares, obispo de Neuquén, asumió la presidencia honoraria de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos. Lo mismo hicieron los obispos Miguel Hesayne, de Viedna y Monseñor Jorge Novak, de Quilmes, desde el mismo momento en que fue consagrado en septiembre del 76. Junto a numerosos sacerdotes que confortaban a las víctimas en villas miserias e intercedían por los presos y desaparecidos a lo largo y ancho del país, unos pocos obispos se levantaron contra la represión, pero no hubo fuerza suficiente para convocar a la Conferencia Episcopal Argentina a realizar lo mismo.
¿Qué hizo que en Argentina no se uniera la jerarquía de la Iglesia en defensa de los reprimidos?
Hay varias respuestas, que van de ideologías de seguridad nacional que empalman con ideas y concepciones religioso-nacionalistas de buena parte del clero argentino, hasta las desconocidas y sorprendentes relaciones de dependencia económica de la Iglesia Católica Argentina del Estado Federal y la Casa Rosada. El resultado de toda esta serie de decretos pontificios y leyes ad hoc del gobierno argentino, para delimitar las intervenciones del Estado en la Iglesia Católica es una trama increíble de dineros entregados a personal de la Iglesia, que muestra un conflicto de interés colosal, que puede haber impedido que la iglesia argentina alzara la voz por las víctimas de la represión, como sí los hicieron las homónimas de Chile, Brasil y Paraguay, que no contaban con esta red de amarres via asignaciones a los máximos prelados.
El Concordato
Antes de la junta militar de Jorge Rafael Videla, otra dictadura militar, dirigida por el general Juan Carlos Onganía, en octubre de 1966, firmó una serie de acuerdos con el Estado Vaticano. Esos acuerdos adquirieron el status de Concordato y fue promulgado en noviembre del mismo año. (El texto completo aquí).
Uno de los puntos más interesantes es el Artículo III, que dice lo siguiente: “El nombramiento de los obispos y los arzobispos es de competencia de la Santa Sede. Deben ser ciudadanos argentinos. Antes de proceder al nombramiento, la Santa Sede debe comunicar al gobierno Argentino el nombre de la persona elegida para conocer si existe algún tipo de objeción política general en su contra. El Gobierno debe contestar dentro de los 30 días, de lo contrario, se interpretará el silencio, como una aceptación de la persona elegida”.
Este acuerdo terminó con las ternas que debían presentarse a las autoridades de gobierno, para que las autoridades civiles escogieran los pastores, y se determine, en cambio, que era la Santa Sede la que definía al obispo o arzobispo y el gobierno sólo podía vetar, en un plazo máximo de 30 días, el nombre del nominado por El Vaticano.
Lo que inevitablemente ocurrió fue lo obvio: candidatos a obispos y arzobispos de Argentina no podían llevarse tan mal con el gobierno, so pena de ser vetado su nombre a la hora de su máxima nominación.
Videla y el abrazo del dinero
A partir de la llegada de la dictadura, en 1976, la relación entre gobierno militar e Iglesia Católica se estrecha por una vía que pareciera haber sido diseñada por el diablo: el dinero. La Ley 21.950, del 7 de marzo de 1979, procede a amarrar umbilicalmente al episcopado con el financiamiento estatal. Su Artículo No. 1 señala: “Los Arzobispos y Obispos con jurisdicción sobre Arquidiócesis, Diócesis, Prelaturas, Eparquías y Exarcados del Culto Católico Apostólico Romano gozarán de una asignación mensual equivalente al 80% de la remuneración fijada para el cargo de Juez Nacional de Primera Instancia, hasta que cesen en dichos cargos”.
O sea, cada obispo y arzobispo en actividad recibiría un estipendio mensual hasta que tuviera que jubilar, a partir de lo cual otra ley, la 21.540, se encargaría de los obispos y arzobispos eméritos, con una asignación vitalicia equivalente al 70% del sueldo mensual de un Juez de Primera Instancia.
Si tomamos en consideración que un juez de Primera Instancia en Argentina gana hoy en promedio -después de un exitoso lobby para desindexar sus sueldos de la escala de funcionarios públicos- alrededor de 20 mil pesos argentinos, tenemos que su 80% equivale a poco menos de un millón y medio de pesos chilenos. Y en los años de jubilación, todos los contribuyentes argentinos -sean o no católicos- le dan a los obispos y arzobispos retirados una mensualidad de un millón trescientos mil pesos chilenos.
Además de lo anterior, las leyes en tiempos de dictadura para financiar labores de la Iglesia aumentaron: La Ley 22.120 da un monto equivalente a $ 50.000 a cada una de las 460 parroquias de la frontera. La Ley 22.959 le otorga poder para pagar a las diócesis y a cinco órdenes religiosas (Dominicos, Mercedarios, Jesuítas, Salesianos y Franciscanos) alrededor de CH$ 50.000 por cada seminarista mayor en camino a ser sacerdote. A lo que hay que agregar asignaciones diversas para financiar partidas adicionales a la Conferencia Episcopal Argentina para el desarrollo de la pastoral orgánica (CH $46 millones), y para otros rubros tales como Tribunales Eclesiásticos, Facultades Eclesiásticas, causas de canonización, gastos eventuales, etc (CH $11 millones). El monto total de estas asignaciones es de 60 millones de pesos chilenos.
Como se ve, hay una enorme malla de asignaciones mensuales en dinero a diócesis y arquidiócesis, que van directo a los obispos y arzobispos, que los acompaña cuando jubilan y que también abarca el financiamiento de otras actividades del episcopado, como las visita ad limina de todos los obispos a Roma, e incluso su transporte dentro del país en función de su ministerio.
No hay muchos países en el mundo con esta situación estructural de dependencia económica entre un Estado y una Iglesia. La justificación histórica que se ha señalado para estas prácticas ha sido la devolución a la Iglesia de la confiscación de sus bienes en 1826 y en el Art 2 de la Constitución Argentina, que dice: “El Gobierno federal sostiene el culto católico apostólico romano”.
El hecho es que esa espesa malla de intoxicación pecuniaria la Iglesia Argentina no se la ha podido sacudir hasta hoy. Se sabe que hay algunos obispos que reciben su asignación mensual y no la usan o la destinan a obras de caridad, pero la situación no cambia: la Iglesia argentina, incluida su jerarquía, recibe enormes cantidades de dinero de los impuestos de los argentinos, no importando si ellos están de acuerdo o no, si son católicos o no.
En el 2000, la Conferencia Episcopal argentina pidió perdón por no haber hecho lo suficiente durante las dictaduras de los 70s y 80s. Años más tarde, después que el general Videla insistiera en que figuras del episcopado argentino habían colaborado con la Junta Militar, los obispos volvieron a salir, el 2012. Allí insistieron en que habían sido débiles y agregaron algo que aún no ha terminado: una investigación a fondo para explorar la completa participación de personeros de la iglesia en la época de la Dictadura argentina.
Hay un Papa de origen argentino en El Vaticano. Hijo de la formación jesuíta, del apoyo a los más pobres en un continente pobre y estructuralmente educado en las técnicas de control y co-optación del Estado por la vía de la mantención económica de obispos, arzobispos, estudiantes al sacerdocio y curas retirados, que viven de una asignación del Estado.
Si todo lo mostrado y nombrado no crea al menos un esbozo de conflicto de interés a la hora de enfrentarse el sacerdote con el Estado, entonces ¿de qué se trata todo esto?
Si el Papa Francisco será o no el gran reformista que la Iglesia más importante de occidente ha estado esperando lo sabremos en muy poco tiempo. Donde podría empezar, porque es más rápido y digno, es en su misma casa. Con la eliminación de las cadenas financieras, que restan autonomía e independencia a los obispos argentinos. Partir por casa es más sencillo, más justo y un acto de reparación concreto para todo el pueblo argentino.