Esto es irreversible, me dijo una señora en el barrio de La Vega (Caracas) hace seis años cuando le pregunté qué pasaría si Hugo Chávez muriera. A pesar de algunos medios y multinacionales, creo que no le faltaba razón: para las mayorías sociales en Venezuela la vida no volverá a estar marcada por el destino genético de la explotación y la miseria.
El proceso ha durado lo suficiente como para arraigar en la tierra. Me lo dijo esa señora que había descubierto que los negros, como ella, vinieron de África para ser esclavos, cuando ella –con unos 50 años– pensaba que eran negros porque había un tipo de pobreza que era más oscura que otra. Sin más. Pero esa señora había aprendido, en eso que llamaron empoderamiento, que la injusticia tiene causas y la ignorancia motivos.
Precisamente, en aquella parroquia conocí a un grupo de hip hop que se llamaba Familia Negra. Aunque su destino estaba en la balacera, ahora la transformación de su entorno los había reconvertido en trabajadores sociales. No mucho después conocí en Madrid a un trabajador social antichavista, ex estudiante de la Universidad Central de Venezuela, aquella a la que iban mayoritariamente los privilegiados de la tierra hasta hace no tanto. Me comentó que le habían asignado trabajar en La Vega, pero que nunca llegó a entrar en ese barrio por miedo. Lógica tremenda, donde lo social asusta y no se trata más que desde la distancia, la que siempre gobernó y de un día para otro se vio gobernada. El pobre con poder da miedo. Mejor vivir en Madrid de las rentas.
En Venezuela algo cambió a partir de 1998, en aquellas elecciones en las que Hugo Chávez venció a una candidata que había sido Miss Universo en 1981, Irene Sáez, quien siendo alcaldesa del exclusivo municipio caraqueño de Chacao había prohibido a las parejas besarse en público. La política del bótox es lo que tiene: la apariencia es lo importante, no el fondo. En la última llamada antes de aquella cita electoral los partidos que se habían repartido el poder y las corruptelas durante años, Acción Democrática y COPEI, intentaron buscarse otro maquillaje menos evidente en el último minuto, pero ya fue tarde. Nunca más volvieron. En 1998 votó 63 por ciento de los electores, en la anterior cita electoral había participado sólo 30. En las últimas elecciones, con Chávez vivo a pesar del ABC y El País, fueron 80 por ciento los venezolanos que acudieron a las urnas. Y volvió a ganar. Como en todas las citas anteriores desde aquella de 1998, que fueron muchas.
El lema ahora el petróleo es de todos ha sido consigna reiterada en el paisaje venezolano de los últimos 15 años. Lógica que para algunos subsidió el voto hacia el chavismo. Ecuación de difícil comprensión para el observador ajeno: yo vivo en comunidad; la comunidad genera una riqueza colectiva; la riqueza produce beneficios sociales; el reparto de esos beneficios es un chantaje. Curioso. Lo normal, por lo visto, era lo otro: yo vivo en una comunidad; la comunidad genera una riqueza colectiva; los beneficios son para empresas extranjeras y cuatro listos autóctonos que se reparten el pastel. Eso sí, con el consentimiento de la sociedad de naciones, la mayoría de la prensa del mundo mundial y la Internacional Socialista si fuera necesario.
Y en esas llegó el virus. El problema era que la enfermedad se extendiera. Y se extendió. Llegó a otros países de la zona, cruzó ríos y mares, en versiones mejor o peor adaptadas. Planteó cuestiones y debates, pero lo más importante: generó miedos a los que desde la cuna nunca tuvieron miedo. El problema estaba precisamente ahí. Las que mecían la cuna ya no eran de fiar. En un video doméstico que circulaba en 2002, antes del golpe de Estado, un grupo de antichavistas de bota alta, sortija dorada y melena oxigenada alertaba de los peligros del servicio: Por ahí se cuela el chavismo. Ya no se podían fiar ni de la chacha. Sin duda, un régimen perverso y antidemocrático aquel que había incubado la semilla del rencor de clase. Puro comunismo y odio. Dictadura populista y régimen perverso.
En los mejores centros sanitarios buscaron la forma de acabar con la enfermedad. Pero lo irreversible se convirtió en hábito. No había manera de contrarrestar a un personaje que enganchaba con su gente. Mala práctica en un mundo acostumbrado a los grandes líderes: Putin a torso descubierto cazando osos; Berlusconi en permanente fiesta de piyamas y chavalas; Sarkozy con vacaciones pagadas en Túnez; George W. Bush atracándose a galletas; el príncipe Guillermo vestido de nazi o en pelotas según el día; el rey de España cazando elefantes sin recortes o Álvaro Uribe con su 30 por ciento de parapolíticos abriendo los brazos al Grupo Santillana en Colombia.
Para mí, no se trata tanto de santificar, puntualizar o disentir en los conceptos, como de reconocer que lo mejor que tuvo es que donde no pudo hacer, dejó hacer. Una cuestión que no es menor en una zona del mundo acostumbrada a que ni hicieran nada por ellos ni les dejaran hacer nada. En la perversión del mundo que vivimos debajo de nuestros balcones, no tengo duda de que la referencia del bien común tiene mucho de revolucionario. Y cuando eso ocurre, creo también, el proceso es irreversible. Por encima de otras consideraciones.
* Periodista. Autor del libro El ritmo de la cancha, de la editorial Clave Intelectual.