No es cosa nueva la militarización del territorio mapuche. La primera edición de esas gestas pacificadoras, en la década de 1860, estuvo a cargo del Ejército, cuando el Estado decidió que esas tierras merecían otros dueños y que los indios eran una molestia que había que extirpar.
El Ministro de Guerra de la época, Federico Errázuriz, instruye al general Pinto, el héroe que dirige las operaciones: “…haga uso de las armas i hostilizarlos de manera que juzgue más prudente para castigar su rebelión, arrebatarles su recursos i debilitarles hasta dejarlas en la impotencia…”.
Y en el caso de rendirse, y como prueba de buena fe, los caciques debían entregar al Ejército a uno o dos de sus hijos de rehenes, los cuales al cabo de cierto tiempo deberían ser cambiados por otros para impedir que la separación de sus padres no debilitara el cariño recíproco.
La derrota mapuche de noviembre de 1881 define el modo en que el Estado se vinculará en lo sucesivo con los sobrevivientes: sin verlos. La idea de los poderosos de entonces era no sólo ocupar sus territorios, sino que acabar con lo que llamaban la raza mapuche. Y a partir de entonces, se intentó su inexistencia, creyéndolos evaporados después de los últimos fusilamientos.
Reducidos, los sobrevivientes pasaron de ser un pueblo libre, a vivir como campesinos apretujados, pobres, vencidos, y por sobre todo, invisibles. Los esfuerzos integradores del Estado convirtió al mapuche en mano de obra para servir en las ciudades y en los nuevos latifundios. La sociedad chilena asumió su labor rectora enseñando a los chilenos a relacionarse con los sobrantes de su guerra civilizadora, como si fueran personas que no son, casi sin ningún derecho.
Para los codiciosos de entonces, esas extensiones ahora sin dueños, fue un botín jugoso. Una sociedad acababa de ser desarticulada por los cañones y los fusiles de repetición y grandes fortunas del centro del país se financiaban por esas tierras arrebatadas a sangre y fuego por el Ejército.
Y entonces se descubrió que esos indios desarrapados que afeaban la vista, esparcidos sin saber dónde ir y qué hacer, no se parecían al indio audaz y valiente de la literatura, de las leyendas, de las historias de valor y resistencia al invasor, de los que hablaban las escuelas y los discursos.
Un famoso homenaje al mapuche es una estatua de bronce que, a mediados del siglo XIX, el artista chileno Nicanor Plaza concibió. Nacida con el anglosajón nombre de The last of Mohicans, para un concurso que homenajeaba al último mohicano, ese indio con tocado de plumas, arco y flecha, no figuró, pero el artista, para no perderlas todas, le cambió el nombre y la ubicó en uno de las terrazas del cerro Santa Lucía. Desde entonces se llama Caupolicán.
Otro homenaje queda estampado el año 1904. Con letra de Eusebio Lillo, nuestra Canción Nacional advierte que “con su sangre el altivo araucano, nos legó por herencia el valor…”.
Esas descripciones propias de Alonso de Ercilla o de Pedro de Oña, fueron objeto de merecimientos, honores y referencias épicas. Más no el bárbaro trashumante y hambriento que quedó en el limbo del no ser.
Esta dicotomía ha definido la relación que la cultura dominante ha tenido con lo mapuche desde esas no tan lejanas y heroicas jornadas que el general Pinto describe en su Memoria del año 1869 y que tuvo su punto máximo de emoción en el mes de noviembre de 1881, cerca del actual Temuco.
Por una parte, los sobrevivientes de la guerra pasan a ser tratados como miserables perdedores sin merecimiento alguno, y, por otra, el mapuche idealizado por la literatura y las leyendas, fundadores de una raza por cuyas venas corre sangre de guerreros sin par, son exaltados como dignos descendientes de Caupolicán, Galvarino, Colocolo y otros héroes que tal vez ni siquiera existieron, pero que son mucho más presentables que esos que andan por ahí.
Lo que reverbera hoy en esas tierras, con su lúgubre reguero de muerte y sufrimiento, son los ecos y reflejos de una guerra en la que el mapuche fue vencido pero que desde esas ruinas sobrevivió por esa misteriosa fuerza vernácula que tienen todos los pueblos del mundo para negarse a la derrota eterna y para luchar por su derecho a ser.
Por eso, a duras penas, el mapuche sigue siendo aunque la sociedad ganadora, prepotente y codiciosa, determine su invisibilidad por medio del desprecio con forma de leyes que las Fuerzas Armadas y de orden aplican con fruición y buena puntería, a la espera de refuerzos.
El mapuche sigue invisible para el que no quiere verlo. Y las muertes y sufrimientos que de tarde en tarde se toman el territorio, todas ellas, se explican por esa dualidad interesada de la sociedad chilena, por esa óptica perfeccionada en 130 años de desprecio y ceguera.