La verdad en nuestro país produce risa. Basta que un humorista agregue a sus rutinas algunas verdades indesmentibles, para que no sólo genere una seguidilla de comentarios, sino que una buena dosis de carcajadas.
A la verdad ya nadie la toma en serio. La mentira sin embargo, es el respetable medio que lo permite todo, sin que a sus usuarios les pase nada.
Mentira e impunidad son el oxígeno del que respiran los sostenedores del sistema. No puede pasar un día sin que estos adelantados no incorporen esta energía vital a sus pulmones y verbos. Después de todo, saben que van a salir indemnes.
Y saben que más allá de los improperios, críticas y malas palabras de unos pocos recalcitrantes, todo va seguir igual. Los escasos medios de comunicación no sistémicos dirán sus opiniones, pero al otro día, volverá salir el sol.
El sistema político está hecho sobre esas bases irreductibles: la mentira y la impunidad. Actuando de consuno, han logrado todo lo que se puede abarcar con la vista. Del mismo modo en que no existen polos aislados, el norte sin el sur es impensable, el negativo sin el positivo es imposible, del mismo modo la mentira con la impunidad forman un par inevitable.
Esa interacción cotidiana ha logrado que sujetos que deberían haber sido juzgados como funcionarios de la dictadura, sigan actuando en política como si nada. Y que sujetos turbios y cobardes hayan ostentado cargos de representación popular en circunstancias que deberían haber sido condenados por asesinos.
Del mismo modo, la mentira y la impunidad, ha permitido que quienes accedieron al poder después de la dictadura y ofrecieron este mundo y el otro, y que no cumplieron lo más mínimo, hayan sido capaces de repetirse en el ejercicio del poder por cuatro veces consecutivas. Y anden por ahí, de lo más campantes.
En algún momento, por trabazones misteriosas de su conciencia, la gente silvestre aceptó que le metieran el dedo y algo más en la boca. Y quizás por el efecto que causa la necesidad de creer en algo, tras la paletada casi nadie dijo nada.
Cuesta mucho menos aceptar algo, aunque se sepa que es una mentira monumental, que gastar energías en demostrarlo como un chamullo. Parece que resulta menos complicado creer, que no hacerlo.
Hace muchos años los poderosos captaron ese fenómeno: si mientes con movimientos naturales y actúas con desenfado y si tu mentira es enorme, no te va a pasar nada. Corto quedó Goebbels: después de la mentira no queda algo, queda todo. La gente silvestre volverá a creerte cuantas veces lo necesite, hasta crearse la necesidad de ser engrupido por lo menos, una vez al día.
Restringida la democracia a un ejercicio en el cual lo determinante es el dinero invertido, las votaciones han derivado en un trámite algo incómodo que hay que enfrentar cada dos años. Ese acto reproductivo nos hará ver, escuchar y leer todas las mentiras posibles. Desde fotografías falsificadas y risas angelicales, hasta promesas extravagantes y discursos plastificados y huecos.
La gente regala la fracción de soberanía que le corresponde, a condición de ser objeto de alguna mentira. Para la gente crédula, así es la vida.
Todos quienes participan del festín permanente de repartirse la torta del poder, usan la misma técnica. No puede existir un político que no utilice estas herramientas irrenunciables, más allá de las declamaciones, principios o historia. El sistema no aceptaría un sujeto que no diga mentiras. Decir la verdad es un ejercicio de suicidio.
El sistema cuenta con la candidez bien alimentada de la gente silvestre que necesita creer en algo porque de lo contrario se la saca de su cómoda inercia. Pocas cosas tan ásperas como tener que pensar; nada mejor que no hacerse problemas.
Por eso resulta un chiste que haya quienes crean que al sistema lo van a cambiar sus custodios. ¿Usted cree que los sostenedores del modelo habrían de impulsar un cambio que ponga el riesgo todo lo que han logrado?
Es raro que los comediantes de la tele no hayan integrado a sus rutinas estas graciosas cuestiones.