Nuestra historia electoral prueba que nunca se ha reformado el sistema electoral por consensos parlamentarios, pues todas ellas han sido producto de golpes de la mayoría en el Congreso: en 1911 se impuso el primer sistema binominal, propuesto por el Historiador Alberto Edwards; en 1914, Manuel Rivas Vicuña nos relata cómo entre gallos y media noche los jóvenes liberales lograron imponer generar y aprobar una reforma electoral, a través del factor sorpresa que dejó fuera de competencia a los conservadores; en 1958 se forma un “bloque de saneamiento democrático”, que aisló a la derecha y así aprobar la cédula única – una verdadera revolución en el sufragio popular -.
En muchos artículos, hemos sostenido que el sistema bicameral en Chile carece de sentido: ambas Cámaras representan a las regiones y realizan la misma labor legislativa. En la mayoría de los países – incluido Estados Unidos – la Cámara de senadores representan a los Estados y las Provincias y, en Europa, la Cámara Alta tiene funciones judiciales o meramente figurativa. Si se trata de disminuir los gastos en el Parlamento, nada más evidente que imponga la necesidad de abolir el Senado.
Hay que agregar que la monarquía presidencial en Chile ha transformado el Parlamento en una institución sin poder, además de ser un camino para el enriquecimiento personal cuando se repite, en forma vitalicia, la estadía de los supuestos “servidores públicos” en esa Cámara. Pero lo que es más importante se refiere a los altos quórum que hacen imposible cualquier cambio en el sistema electoral, lo que obliga a “gatopardismo” inaceptable, especialmente, de carácter ético.
La gente, a veces, no comprende del todo de qué se trata el sistema binominal, pero percibe sus consecuencias: en la encuesta del PNUD, de noviembre de 2012, el 44% declaró no saber nada sobre este tópico; sólo un 18% responde que sirve para elegir diputados y senadores; el 13% para elegir Presidente de la República; el 4% para elegir alcaldes; el 3%, para elegir Concejales.
En la misma encuesta, el 54% cree que los parlamentarios representan solamente a su partido político; el 18%, a nadie; sólo el 10%, a todos los ciudadanos.
La ridícula escena presentada con publicidad por el senado el 23 de enero de 2013, sólo sirve para dejar en evidencia que el consenso para reformar el sistema electoral es imposible. No sólo porque predominan los intereses de los incumbentes, sino también porque la UDI bloqueará cualquier reforma a la herencia dictatorial – habría que agregar la inconsecuencia de dos senadores de RN, Chaguan y Horwarth, además del independiente Bianchi -. La actitud del designado Carlos Larraín, linde en una verdadera estulticia y contradicción: hay que recordar que, hace poco tiempo, con bombos y platillos, los presidentes de la DC y RN, respectivamente, habían anunciado su acuerdo no sólo para cambiar el sistema electoral, sino también el de gobierno, proponiendo un sistema semipresidencial, al estilo francés – del cual es ferviente admirador Carlos Larraín -.
Pienso que es urgente remontarnos a nuestra historia electoral para poner fin a tan inicuo y perverso sistema: en la República, 1925-1973, muchas veces hicieron alianzas para aislar a un partido político que se consideraba funesto: recuerdo la “tocora”, todo contra los radicales, que permitió la expulsión de este partido del poder en 1952, con el triunfo de Carlos Ibáñez del Campo; posteriormente, la alianza de “todos contra Ibáñez”, desde conservadores hasta socialistas, lo que permitió la elección, como senador, del socialista Quintero Tricot y de Rafael Gumucio Vives, como diputado. Después vino una alianza de “todos contra la derecha, que permitió el Bloque de Saneamiento Democrático. ¿Y ahora por qué no un bloque contra la UDI?
Si fueran un poco egoístas algunos dirigentes políticos, sería posible una primaria parlamentaria, que incluyera a toda la oposición, cuyo fin principal consistiría en cambiar la Constitución actual y, por consiguiente, el sistema electoral o, al menos, en un primer paso, suprimir todos los quórum calificados. Ahora, el ideal sería la idea de “todos contra la UDI” e implantar, en la Constitución, plebiscitos, referendos, iniciativa popular y revocación de mandatos – como se practica en Uruguay, la mejor democracia de América Latina – . Si esta idea prosperara, podríamos buscar un método para reformar la Constitución vigente por simple mayoría.
Hay tres ejemplos de golpes electorales exitosos en América Latina: el de Chávez, en 1999, que tenía minoría parlamentaria y logró llamar a una Asamblea Constituyente; el de Colombia, en 1991, con la séptima papeleta, iniciativa impulsada por los estudiantes, que logró que la Corte Suprema de Justicia acogiera el llamado a elecciones de Constituyente; la tercera, de Rafael Correa, en Ecuador, en 2007 que, también con minoría parlamentaria consiguió convocar a la Constituyente. En los tres casos se dio una Carta Magna verdaderamente democrática – y no el espantapájaros autoritario de la Constitución de 1980.
Si eligiéramos un Presidente de la República que posibilitara el cambio, no sería difícil convocar a un plebiscito-consulta, no vinculante, como se practica, principalmente, en Ecuador, que permitiera presionar a un Congreso hostil al cambio, respecto a la voluntad popular.
Es cierto que casi todos los sistemas electorales desvirtúan, en alguna medida, la voluntad popular. Quizás la única excepción sería el sistema holandés, que logra una perfecta simetría entre sufragios y escaños. El sistema mayoritario, si bien permite la expresión de la mayoría, aniquila a los partidos pequeños; el mayoritario a dos vueltas, como el francés, tiende a favorecer el bipartidismo, socialismo Vs. derecha, esta última ha tenido varias denominaciones. En ocasiones, ha aparecido con fuerza un tercer Partido, que pretende representar el centro, como es el caso de CDF, de Giscard D´Enstaing, que se diferencia del gaullismo, y es más cercano a la Democracia Cristiana. Es cierto que la primera vuelta permite la presentación de una multiplicidad de partidos, pero que son eliminados para la segunda vuelta.
En Alemania se aplica el sistema mixto: en las regiones se elige diputados en base al sistema mayoritario y, nacionalmente, el proporcional para los partidos políticos. Lo más posible es que en Chile se llegue, por medio de “transacción” – al menos en la actualidad – a un sistema mixto. El sistema proporcional, en base a las cifras repartidores de Victor D´Hont, favorece a los partidos mayoritarios – en el caso español, por ejemplo, el duopolio Psoe-PP; en el caso chileno, al Partido Radical y la Democracia Cristiana -.
Empíricamente se puede probar que las tesis de Duverger respecto a que el sistema mayoritario favorece a dos y medio partidos, el mayoritario a dos vueltas, cinco o seis, y el proporcional, con una multiplicidad de partidos, no se aplica en la práctica. En general, en Chile, cualquiera sea el sistema electoral, el número de seis a nueve partidos con representación parlamentaria, se ha mantenido incólume desde la República Parlamentaria hasta nuestros días. Sólo cuando se permitieron los pactos electorales entre partidos, se tendió a dos grandes combinaciones.
El otro tema, que excede el presente artículo, es la confección de un mapa electoral: en la República, por ejemplo, los Distritos dos y cuatro de Santiago elegían el mismo número de diputados que el tercero, que tenía el doble de población. Según Patricio Navia, la división de los sesenta Distritos electorales actuales fue planeada, de tal forma, que favoreciera a la derecha.
En definitiva, en consenso respecto a la reforma de los sistemas electorales se hace casi insalvable, por consiguiente, es necesario recurrir a los “golpes electorales”, muy bien descritos por Ricardo Cruz-Coke, en su libro, Historia electoral de Chile.
Rafael Luis Gumucio Rivas
24/01/2012