Noviembre 30, 2024

El gato y el pez

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 gatoalquintaEsta crónica fue escrita hace diez años, El “Gato” Alquinta había partido hace sólo unas horas… Hoy la reproducimos en el décimo aniversario de su muerte.

 

 

– ¿Adónde comienza la fila? –le pregunto al único carabinero que esta noche dirige el tránsito en la infernal intersección de avenida Balmaceda y Puente Independencia, a pasos de la puerta del antiguo hotel Bristol, contiguo a la ex estación Mapocho; mientras, trato de encontrar de un vistazo la punta de esa hebra humana que se teje con nostalgia y emoción desatadas por la repentina partida del vocalista y fundador de Los Jaivas, cuyos restos mortales son velados en la nave central del ahora Centro Cultural Estación Mapocho.

 

– No sé, me imagino que debe ser por allá –el hombre de verde me señala la explanada en el frontis de la estación. Y luego, me ordena: Avance por favor.

 

Son las diez de la noche del viernes 17 de enero de 2003. Durante todo el día, la televisión chilena ha estado cubriendo de manera ininterrumpida las alternativas del velatorio más espectacular del siglo. Ya a las ocho en punto los dos matinales se disputaban, despacho a despacho, la primicia por transmitir en vivo y en directo la llegada del féretro. Supongo que el multitudinario velatorio sólo puede compararse con las exequias de Don Tinto, allá por los años cuarenta, cuando los chilenos éramos pobres y unidos. Antes del mediodía, los diferentes medios de comunicación ya calculaban en unas cuarenta mil las almas que habían desfilado frente a la urna. Para la medianoche, se esperaba que la cifra llegara a cien mil. Todos los que han desfilado antes que yo, desde la mañana a la noche, lo han hecho para convencerse por sus propios ojos que la noticia transmitida como extra de prensa, a eso de las seis y media de la tarde del miércoles 15 de enero, era verdad: al atardecer del miércoles aquel hombre albo, transparente, de larga cabellera plateada por la experiencia, de ojos inmensos, profundos y azulosos como el mar, que cantó en las alturas de Macchu Picchu y que en sus últimos días se paseó por el alto Bío-Bío, que cantó a los cuatro vientos su rebeldía juvenil, que renunció a la riqueza prematura y a la publicidad incierta, estaba muerto. En pocas horas su vida entera pasó de la admiración a la devoción. Sin embargo, su historia nos ha quedado trunca.

 

Me deslizo por los alrededores de la estación Puente Cal y Canto del Metro. Junto con terminar de extraviar al policía confuso y de estrellarme a cada momento con personas diversas que se desplazan en múltiples direcciones, me aboco a la tarea de dar con la última espalda de esa inmensa fila que se contornea una y otra vez. Observo estupefacto a estos miles de peregrinos que esta noche no sólo acuden al velatorio del cantor popular, sino que también, de alguna manera, lo hacen para velar su pasado.

Atravieso el puente. Esquivo a vendedores ambulantes que, aprovechando la pena colectiva y el fervor de todos quienes sentimos que esta noche hemos perdido algo muy nuestro, venden de todo: cintillos con la marca de Los Jaivas; entremedio aparecen algunas poleras estampadas con un Che aburrido, cansado ya de salir tantas veces al baile. Una mujer flamea un mástil de plumavit aguijoneado por cientos de brochetas de las que cuelgan pequeñas banderas chilenas estampadas con nuestros rostros nacionales: Víctor, Violeta, Pablo, Salvador; también hay unas fotografías de Gabriel Parra y de su hija Juanita, sí, la misma niña que tuvo que crecer a toda prisa para reemplazarlo en la batería después de su muerte.

 

Con la esperanza de encontrar lo antes posible el final de esta interminable hilera humana, y tras hacerle un par de fintas a los buses que circulan pegados a la vereda, a la salida del puente me encuentro frente a la ancha avenida Independencia; enseguida, el bullicio me conduce por avenida Santa María hacia el poniente. De una cosa estoy seguro: los centenares de personas que me anteceden llevan sobre sus espaldas el mismo peso de la generación que sobrevivió a la dictadura, y en sus corazones llevan mi misma pena. Algo extraño sucede. Esta noche final, la pena se expresa con alegría. Ignoro por qué nadie se devuelve si resulta evidente que quedarse hasta quién sabe qué hora, es una locura; esperar durante interminables horas sólo para entrar a la nave central del centro cultural Estación Mapocho, donde velan a nuestro difunto nacional, más que una cuestión personal, es un compromiso social, es un asunto de identidad a la cual nadie está dispuesto a renunciar.

 

Dos mujeres con las que me crucé poco antes de mi encuentro con el carabinero desorientado, allá, al otro lado del río, frente a la explanada, ahora pasan a toda prisa por mi lado y se pierden en la oscuridad de la noche; se deslizan como dos murciélagos en la oscuridad. Metros antes de llegar al nuevo cuartel de Investigaciones, en las inmediaciones del ex centro de detención Borgoño. Por fin encuentro la punta de la hebra. Al segundo de estar instalado como el último en aquella inmensa trenza de devotos de una edad perdida, tres hombres hacen lo mismo, y luego, otros, y así hasta perder la cuenta.

 

Desde la ribera norte del río Mapocho, mientras avanzo con lentitud junto a los otros peregrinos, observo la estación recortada en medio de la oscuridad de la noche. Nunca antes había estado en este lugar de la ciudad, aunque muchas veces he cruzado esta zona en automóvil. Hace muchos años que no observaba con tanta detención los detalles estructurales de la vieja estación, y de no ser porque he asistido a varios eventos culturales en su interior, tendría la misma certeza que puede tener cualquier persona que la observa por primera vez: ¡qué bella estación de trenes!. Basta abstraerse unos segundos para escuchar el ruido que hacían los trenes al entrar o al salir de ese enorme manto metálico. Parte de mi vida está escrita en los andenes de esa estación. Cada vez que regresábamos con mi madre del tribunal de menores, derrotados o eufóricos, según la cuantía del botín que depositaba papá, debíamos esperar hasta las nueve o diez de la noche para abordar el último tren expreso con destino a Viña del Mar, nuestra ciudad.

 

He regresado al puente Independencia; a cada rato que pasa aumenta el volumen de este enjambre humano, cada minuto que transcurre trae a otras miles de personas que luego se confunden en un tráfico interminable. Esta noche del tercer estío del tercer milenio, es una noche especial. Ya pasan de las once, sin embargo, parecen las ocho. Nadie tiene prisa, el tiempo se ha detenido y, al parecer, todos lo han notado; se detuvo la rabia que opaca la vida metropolitana, se suspendieron los asaltos a mano armada de los alrededores, los bares acallaron su voz etílica y las micros pasan más despacio y los vendedores nocturnos de helados han debido reponer el stock igual que los que venden gaseosas y los que fabrican pizzas y amasan pan a toda máquina para engordar la madrugada que se avecina. Las rencillas miserables de los otros días se han postergado para más adelante, ya habrá tiempo. Esto es como un ensayo de reconciliación. Ya nos ocuparemos de coimas y sobresueldos, de rencillas políticas y de los amoríos del verano, del festival que viene, de la parafernalia y de la economía.

 

El entusiasmo por entrar a la capilla ardiente es sorprendente y crece a cada minuto, nada parece detenerlo ni desvirtuarlo. Las personas que están en la fila conmigo están aquí por su propia voluntad, nadie reprocharía a otro si decidiera marcharse; es curioso lo que sucede: venimos a un velatorio pero todos están felices como si estuviéramos en las horas previas a las doce de la noche del año nuevo. Todos están alegres, compran claveles para el difunto como quien los compra para la enamorada, fuman, bromean, beben, y luego alguien entona una canción: “Sube a nacer conmigo hermano”, y todos lo siguen. Desde otro lugar de la fila se escucha: “Mira niñita te voy a llevar a ver la luna brillando en el mar…”, y el llanto aflora y el coñac perfuma la avenida Santa María y el viento sobre el puente se lleva los olores de la alegría hacia la cordillera.

 

Yo tenía casi once años cuando vi por primera vez a Los Jaivas. Fue en Viña del Mar, en el liceo de Gómez Carreño. El improvisado escenario fue un camión ripiero, no había luces ni publicidad alguna; allí los jóvenes pelucones del Guillermo Rivera instalaron su batería, sus guitarras y sus ilusiones, y nosotros quedamos extasiados con su bullanguera gritería de hippys; era 1970, o 1971, ya no importa. Mi hermano sabía mucho más de Los Jaivas que yo. Cuando regresaron a Chile, después de su residencia parisina, mi hermano apareció en casa con un long play de 33 r.p.m., un vinilo, una joyita: Alturas de Macchu Picchu. Eran los ochenta.

 

Un hombre en la fila voltea y me observa. Sin decirnos nada, ambos comprendemos por qué estamos allí. En las proximidades del puente, una mujer de unos cuarenta y cinco años, acompañada por sus tres hijos, nos observa a ambos. “Tengo tanta pena, pobrecito”, dice. “Somos varios los apenados, señora”, comenta el hombre. Tras veinte minutos sobre el puente ya estamos todos unidos por la misma historia. Los Jaivas unen a los chilenos que nacieron en los últimos cincuenta años, incluso a los que están por nacer. Sin embargo, tengo la impresión que la muerte de su líder no sólo marca con su sello indeleble a su propia banda y a sus parientes y amigos personales, sino que también afecta a esos millones de chilenos que nacimos con él, que vivimos con él, y que de algún modo, también morimos con él. Con su partida, comienza a agonizar la generación revolucionaria de los setenta, la del romanticismo de la floreada paz que sacudió al mundo de la guerra fría; con su muerte, los chilenos, los que conocimos la antigua democracia, la dictadura y la nueva democracia, podemos certificar dos hechos consecutivos: primero, decimos adiós a los años del socialismo utópico, al que él tal vez no representó a cabalidad, pero que simbolizó con su indumentaria musical y melenuda; segundo, nos rendimos ante la ignorancia insulsa de los nuevos chilenos peregrinos de los malls, que no leen sino insertos de grandes tiendas, cuyo estilo de vida individualista convierte en utopía la mera idea de vivir como antes: todos juntos, cuando éramos más pobres y unidos.

 

El adiós que venimos a brindar esta noche al hombre de la voz suave y los versos potentes, es más que eso, es lejos, el adiós a una era. Pero este adiós también cumple dos propósitos conexos. En primer lugar, es un homenaje a dos muertos anteriores: Salvador Allende y Pablo Neruda. Ninguno de estos dos chilenos tuvo velatorio ni funeral masivos. Ambos partieron en medio del anonimato de aquél septiembre, cuando los muertos les quemaban las manos a sus asesinos. Salvador y Pablo fueron víctimas del desprecio y del fanatismo políticos que nos partieron en dos para siempre.

 

No hubo homenajes populares para ellos, apenas unas flores, unas velas ardientes y unos llantos inconsolables; apenas unas viudas, apenas unos amigos. La historia les debe a estos dos hombres sus respectivos homenajes multitudinarios. Esta noche, nuestro difunto, que en vida unió a estos dos hombres en su ideario personal al abrazar las ideas políticas del allendismo setentero y cantar en el imperio de los incas la poesía del vate parralino, les rinde en el umbral de la despedida, a nombre de todos nosotros, los honores que les debemos. Esta noche, entonces, velamos a tres muertos nacionales, velamos a Eduardo, a Salvador y a Pablo. Y segundo, pagamos con sentida alegría la deuda de gratitud que les debemos a todos ellos.

 

La historia convirtió en estatua al hombre de la “vía chilena al socialismo”, y hoy lo venera frente a su incendio final. El otro, el hombre de Isla Negra, de Ceilán, de Barcelona, del Mediterráneo, ése, se convirtió en pez, se hizo asimismo mascarón de proa. El hombre de esta noche tuvo el placer de seguir la huella de Neruda, siempre anduvo tras de él, oliendo la magia de su luz, transformando en música su obra, enseñándonos que había música oculta en el silencio andino de las piedras, en las cumbres nevadas de la tierra prometida que Salvador Allende no alcanzó a enseñarnos, pues durante el bombardeo de nuestra primitiva democracia setentera, las balas de la intolerancia acallaron su voz metálica.

 

Las horas han transcurrido a toda prisa. Ya pasan de las tres de la madrugada. Es sábado. Muchas madres han hecho dormir a sus hijos en sus regazos; he visto desfilar durante toda la noche a representantes de todos los sectores sociales, por nuestro lado circulan hombres muy humildes que visten con sencillez y mujeres que se pasean con el chaleco sobrepuesto en los hombros como quien pasea por Reñaca; algunos peregrinos hacen gala de su experiencia europea y musitan palabras en francés; otros jóvenes pasan gritando por Colo-Colo lo mismo que por el “Gato”. Estamos a metros de la entrada. Las piernas ya no dan más. Ahora el corazón ya no sólo se hace cargo de la nostalgia, también reemplaza a todos nuestros agotados músculos mientras nos promete una recompensa cuando nos enfrentemos al momento de la despedida con el gran ídolo de los setenta.

 

Ahora estamos en el hall de entrada de la estación. Hace muchos años estuve con mi madre en este mismo lugar. Ella ya tomó su tren. Hay personas dando instrucciones. Cesan las conversaciones. Sólo hay espacio para la meditación. Avanzamos hacia el féretro de madera. La fila única se abre en dos. Cada una enfila hacia nuestro destino.

 

Una muchacha se acerca y me recibe las flores que compré para la ocasión. Ahí está el cuerpo de un ídolo que esta noche inicia el tránsito hacia la beatificación popular; viste una manta multicolor de huaso y una camisa blanca como su rostro huesudo. Sus mejillas sonrojadas por el maquillaje no alcanzan a disimular el rigor de la muerte. El vidrio que separa su mundo del nuestro ha sido besado y secado medio millón de veces. Sus parientes, o lo que queda de ellos a estas alturas de la madrugada, reciben mecánicos las silentes condolencias de los anónimos amigos del “Gato”. Esperé treinta años para este momento que dura dos segundos. Así es la vida, así es la muerte. Observo el rostro tranquilo del hombre que venero, y pronuncio en mi mente unas palabras que acaban escapándose de mi boca: “gracias gatito lindo”.

 

El gato ha muerto. El pez se perdió en las profundidades de su mar y el médico no pudo hallar la cura de nuestro mal. El gato y el pez, ahora, descansan en la paz de su salvador, ungidos en las alturas de nuestro cielo.

 

Son las cinco de la mañana, pronto amanecerá.


Patricio Araya

Periodista

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