La democracia electoral fue una conquista del movimiento obrero, especialmente el socialdemócrata, a comienzos del siglo XIX.
Los conservadores de todos “los pelajes” y en todas las épocas vieron como un peligro el sufragio universal.
Para el gran ministro de Inglaterra Benjamín Disraeli era inconcebible que el voto de su cochero tuviera el mismo valor que el de él, razón por la cual le propuso que ambos se abstuvieran. Para Edmund Burke, no deberían participar de la democracia representativa aquellos que tuvieran profesiones miserables. El profesor Alejandro Venegas era partidario de dar preferencial valor a los votos de los más cultos: Ortega y Gasset en su obra La rebelión de las masas, se espanta por la invasión del hombre vulgar en la democracia. Para G. Flaubert, la democracia trajo la vulgaridad y el reino de la “canalla”.
Más contemporáneamente, en Chile, el líder conservador Héctor Rodríguez de la Sota acusa al liberalismo y al sufragio universal de todos los males. Jaime Guzmán Errázuriz despreciaba el sufragio universal como la única forma de resolver los conflictos. Así, podría recurrir a miles de citas y de autores, en cuyas obras se expresa el rechazo al sufragio universal.
Por otro lado, autores como John Stewart Mill, decía: “Esperamos que antes de la próxima generación, el accidente del sexo, lo mismo que el color de la piel, no será motivo para despojar a un ser humano de la seguridad común y los justos privilegios del ciudadano”. Este sueño del gran filósofo se ha cumplido a cabalidad en el siglo XXI: Estados Unidos eligió un presidente de raza negra; en Bolivia, un indígena, en Argentina, una mujer; en Venezuela, un líder popular.
Se da la paradoja, sin embargo, que cuanto más amplio es el sufragio universal, más poderosa es la abstención y, en un orden creciente, los ciudadanos incorporados automáticamente a los Registros Electorales se sienten más divorciados de la casta política: cada día se profundiza el quiebre entre la sociedad civil y la instituciones políticas, provocando un ruptura entre el ciudadano que, aparentemente, es igual y el individuo de la cotidianidad, que ni siquiera Carlos Marx pudo visualizar en su concepción de la enajenación política.
En el caso chileno, gracias a la inscripción automática, por primera vez en nuestra historia electoral llegamos al 100% de las personas habilitadas para votar y, a su vez, al récord inigualable, en cualquier país del mundo, del 60% de los electores que se niegan a participar de la siútica frase “fiesta de la democracia”. De lo que recuerdo, sólo en una elección, en Estados Unidos, se logró una cifra mayor con candidatos muy ineptos – Bush padre e hijo, y otros más -.
La abstención, y los votos nulos y blancos no son una alternativa exclusivamente chilena: en los debates electorales españoles los Diarios están plagados de propuestas respecto a la mejor forma de manifestar el rechazo a la democracia electoral. No hay que ser muy agudo en los análisis para entender que el voto del ciudadano sirve de muy poco y que las elecciones son sólo un juego inútil. Da lo mismo el signo político del gobierno, sea este socialdemócrata o Partido Popular, sea Rodríguez Zapatero o Rajoy, quienes deciden las políticas públicas son tres o cuatro banqueros internacionales – récord que ni siquiera se logró cuando, en el siglo XIX, primaba el sufragio censitario, el voto plural o el “dedazo”. El reino de la Banca es mil veces más poderoso que el más tarado de los reyes españoles – Fernando VII -. En la actualidad, no está en juego la autonomía de la persona como ciudadano, sino que, literalmente, la vida o la muerte – considérense los desalojos que han conducido a muchas personas al suicidio -.
En Chile, las revoluciones electorales, que fueron muy gloriosas logrando conducir a Salvador Allende al gobierno, y, en 1988, poniendo fin a una oprobiosa dictadura, hoy han perdido todo su poder. El parlamento, elegido binominalmente, se ha convertido en un reparto de sillones donde, nuevamente, el sufragio no juega ningún papel. Hay diputados que representan, apenas, el 8% en su Distrito y, lo peor, es que tienen la audacia de sentirse representantes del pueblo. El cientista político Mauricio Morales afirma que Sebastián Piñera sólo representa al 26% de las personas capacitadas para votar.
Las pruebas fácticas demuestran que los politólogos que describen la democracia de las élites tienen toda la razón: Max Weber, Robert Michels, Gaetano Mosca, Vilfredo Pareto, Joseph Schunspeter y C. B. Mapherson tiene la razón sostener las tesis de la clase política que se convierte en casta, y que las elecciones son sólo una competencia de élites.
Al constatar estas realidades, sólo resta pensar que debemos, rápidamente, incorporar los elementos fundamentales de la democracia directa: plebiscitos revocatorios, iniciativa popular de ley y referendos consignados en la Constitución, que no sólo sirvan para arbitrar conflictos entre poderes, sino también para hacer partícipe a la ciudadanía del gobierno de la polis.
Rafael Luis Gumucio Rivas
05/01/2013