Hace un tiempo el sociólogo chileno Felipe Portales nos recordaba en uno de sus interesantísimos artículos, que un 21 de diciembre de 1907 tuvo lugar la matanza de la Escuela de Santa María de Iquique. Una matanza que muy probablemente representa la peor masacre obrera de la historia de la humanidad en tiempo de paz, tanto por el número de víctimas fatales involucradas (fuentes confiables hablan de cerca de 2.000 frente a las 140 que mezquinamente avala la versión oficial), como la brevedad de tiempo en que se produjo (no más de tres minutos) y por la inusitada crueldad impuesta contra unas víctimas pacíficas e indefensas.
Nadie se escapó de la metralla cobarde e inclemente de los militares que hicieron caer a hombres desarmados, a sus mujeres y a sus niños. Afortunadamente, este fatal episodio, más tarde, en tiempos de la revolución chilena liderada por el presidente Allende, fue rescatado del olvido para quedar grabado a fuego en nuestro imaginario colectivo con la música, los versos y la voz de Luis Advis, Quilapayún y Héctor Duvauchelle.
Con su recuerdo, Portales traía a colación, además, algunos impactantes testimonios para la antología de la infamia en relación a los trágicos sucesos de la Escuela de Santa María de Iquique. De ellos, naturalmente, nos interesa destacar aquí tan solo uno, por la envergadura y calado del actor involucrado, nos referimos al diario El Mercurio. Como para ignorar, así, las soeces alocuciones de algún olvidado parlamentario oligarca -que también éste destacado analista invoca- de esos que, inmerecidamente, plagan cien años después las calles de Santiago de Chile con sus funestos nombres.
El Mercurio del 28 de diciembre de 1907, el diario más antiguo de Hispanoamérica, fundado en Valparaíso en 1827 y uno de los mayores instigadores (impunes) del putsh fascista del 73’, editorializaba así este cruento episodio:
“Es muy sensible que haya sido preciso recurrir a la fuerza para evitar la perturbación del orden público y restablecer la normalidad, y mucho más todavía que el empleo de esa fuerza haya costado la vida a numerosos individuos…el Ejecutivo no ha podido hacer otra cosa, dentro de sus obligaciones más elementales, que dar instrucciones para que el orden público fuera mantenido a cualquiera costa, a fin de que las vidas y propiedades de los habitantes de Iquique, nacionales y extranjeros, estuvieran perfectamente garantidas. Esto es tan elemental que apenas se comprende que haya gentes que discutan el punto”.
Cien años después, aun sin bajarse del burro, con respecto a las cifras reales de muertos, Portales nos recuerda que el llamado “Decano” de la prensa nacional (chilena), en un gesto inaceptable de distorsión histórica recordaba así la matanza: “mejoras económicas y sociales eran las peticiones que motivaron a miles de pampinos a marchar desde sus faenas salitreras hasta el puerto de Iquique, aquel 21 de diciembre de 1907. Ocuparon la Escuela Santa María, y en ese lugar irrumpió el general de Ejército, Roberto Silva Renard, con un grupo de soldados armados, quienes dispararon sus ametralladoras y dieron muerte a 300 personas” (“El Mercurio”, p.C7 19-12-2007).
Asimismo, en otro pasaje, y por si fuera poco, con una frivolidad que espanta, “destacaba”, muy a su desenfrenado estilo, los actos de conmemoración celebrados con motivo del centenario de la matanza: “Severos daños sufrió escuela Santa María durante toma” . (El Mercurio, 22 de diciembre de 2007, p. C13)
Y por último, en este mismo sentido, destacaba que: “Todas las puertas de las salas y casilleros descerrajados, gran cantidad de basura y las paredes rayadas lucía en su interior la Escuela Santa María luego de terminar una toma de más de dos meses, la que impulsaron organizaciones sociales para conmemorar el centenario de la matanza (sic) de salitreros” (El Mercurio, 23 de diciembre de 2007, p.C17)
Afortunadamente, también, cien años después y en las antípodas mismas de tales infundios, tuvo lugar un instante y un gesto verdaderamente reparador, de una mano tan prodigiosa como apologética.
Me refiero al testimonio que entregaba Noam Chomsky en una célebre entrevista que le hiciera Vicenç Navarro, “El Chomsky catalán”, cuando inquirido por éste respecto de las más profundas e íntimas motivaciones que le hacen consagrarse a la lucha contra los poderosos, el díscolo intelectual y lingüista estadounidense del MIT de Massachusetts, señaló:
“Sí, estoy haciendo lo que debo hacer. En parte es esto. Pero aquello que me hace continuar trabajando son cosas como las que ilustran fotografías como aquellas de allá [señalando]. Una muestra, la que fue la peor masacre laboral de la historia. En Chile, hace un siglo, en Iquique, los mineros trabajaban en las minas en condiciones realmente indescriptibles. Ellos y sus familias se manifestaron en dirección a la ciudad para pedir un ligero aumento de sus salarios. Los propietarios británicos de las minas los recibieron, los hicieron entrar en el patio de una escuela, les permitieron que empezaran su reunión, y después hicieron entrar a los soldados y les dispararon a todos: hombres, mujeres y niños. Nadie sabe cuánta gente mataron –no contamos el número de gente que matamos– quizás millares. Tuvo que pasar un siglo antes de que se hiciera alguna conmemoración [que El Mercurio destaca]. Esto [muestra la fotografía] es un pequeño monumento que vi el año pasado; había sido colocado por gente joven que apenas empezaba a romper las cadenas de hierro de la dictadura. No es sólo Pinochet. Chile tiene una historia amarga de violencia y represión de estado. Pero ahora lo están superando. Por lo tanto, sí, hubo una atrocidad, y ahora se empieza a prestarle atención.”
Con estas sentidas palabras, este “Rebelde sin Pausa”, nos recordaba que una matanza como ésta no fue en vano. Que forma parte de la larga lucha de la humanidad por la conquista de sus derechos y su libertad… De esas verdaderas gestas, que en muchos casos, gracias a la labor de la “historietografía” y del discurso oficial han sido carne de caricatura y marginación, o, simplemente, han sido invisibilizadas y condenadas a la impunidad y la desmemoria.
Nos recuerda, en definitiva, que nadie está olvidado, aunque la inclemencia y el rigor que impone inexorablemente el tiempo se haya encargado de emborronar sus rostros y sus nombres. Y, por último, nos recuerda, una vez más, para el infortunio de los desheredados y desposeídos del mundo, que nuestra historia, por más cuentos que nos cuenten, tiene más de inmodélica que de ejemplar