La PSU es un perverso instrumento del modelo chileno. Una herramienta que aparece al final de los doce juegos como guillotina dispuesta a decapitar las revoltosas cabezas de jóvenes nacidos en hogares pobres, criados en barrios pobres, y educados en liceos pobres. La PSU es el colador social que mantuvo (como la PAA) y seguirá manteniendo, el equilibrio de la desigualdad que alimenta al exitoso modelo del jaguar.
Siempre habrá excepciones a la regla y aparecerán amplificadas por los medios de comunicación. El negrito de la Ponti o el chorizo de Beauchef. Ambos, ejemplos meritócratas de un modelo educacional, que ha diferencia de lo ocurrido en el siglo de la Guerra Fría, genera movilidad, sostienen los cancerberos del cuento. Pero de seguro esos escasos ejemplos de éxito popular vía PSU provienen de esforzadas familias todavía bien constituidas. Familias de profesores o empleados públicos aún con tiempo y cabeza para fomentar las tareas a sus críos. El resto de la pobla, los hijos de madres solteras y papitos ausentes, con sus solitarias y sufridas existencias, difícilmente encontrará en aquel concurso de conocimientos, la llave para obtener el éxito ofrecido por el país de “profesionales”.
Y entonces llega la TV con sus tandas de publicidad donde un viejo profesor afirma que el camino a la felicidad sólo se logra a través de sus aulas y que sin ellos, estás condenado a ser un pobre diablo. El negocio perfecto. Monopolizar las expectativas del pueblo. Universidad o derrota. Cartón o muerte.
El primer gran estrés que otorgará Chile a sus compatriotas se llama PSU, donde miles de jóvenes son medidos por un termómetro que considerará las capacidades y esfuerzos derivados de un sistema cartesiano que no enseña a aprender y que tasa de igual manera al alumno del liceo B-29 de Valparaíso con el del Grange School. Un sistema que entrena a la clase media en dibujos de palotes y desarrollo de alternativas, más que en enseñarles a escribir, leer, reflexionar y crear.
Las pruebas de selección no evalúan actividades extra programáticas, ni la creatividad para elaborar un ensayo, tampoco la poesía escondida en el lenguaje y escritura del alumno malo para las matemáticas. Si no respondes lo que la maquina pregunta, te jodes. ¿Cuántas Mistrales, Nerudas, Walt Disney o Mark Zuckerberg hemos desperdiciado por culpa de este modelo de selección? De seguro, muchos. Los talentos del futuro, esos que no aspiran a extraer materias primas, mediar litigios o administrar mercados de capitales, son mentes creativas, inquietas y que no necesariamente tendrán éxito en el anacrónico sistema secundario chileno.
Porque la educación chilena funciona como un plan de negocio diseñado para generar actividad económica interna (al igual que AFPs e Isapres) y no de fomentar el cambio en la matriz productiva del país. Porque hoy un cartón te provee de créditos bancarios y status familiar, pero no necesariamente de empleos de calidad. Porque el mundo del futuro requerirá, más que el cuadrado sistema cartesiano, creatividad e innovación. Porque es una prueba con un sesgo socioeconómico feroz. Por eso y mucho más, la PSU simboliza la derrota del modelo chileno.
¿Qué haremos con la sobrepoblación de profesionales? ¿Sirven las destrezas adquiridas en la universidad? ¿Qué haremos con los chilenos que no llegan a la universidad? ¿Qué haremos cuando se acabe el cobre?
Ante preguntas macizas, respuestas añejas. Para nuestra clase política y para el consejo de rectores, la manilla aún da para otra vuelta. La PSU es negocio de universidades, bancos, partidos políticos y del modelo monoproductor chileno.
Por Cristian Zúñiga
@planetazuniga