El coronel levantó un ojo a eso de las seis y media. Lo cerró e intentó levantar luego los dos al unísono y precipitadamente. Lo consiguió sólo a medias. Había logrado despegar el mismo de antes. En ese momento recordó a su bisabuelo de paseo por las arenas saharianas. Sin rencor y con orgullo desvanecido, pensó que eso era una huevada. Aún medio dormido, una pequeña convulsión recorrió los túneles del olfato y la boca cerrada como una macha recién puesta en un plato…
Siguió su pensamiento a ojos cerrados. Demoraba en alcanzar una idea en la que substraerse o a la cual estrecharse. Sentía como si una jeringa buscase la zona más irritable de su cuerpo y no la fuese a encontrar nunca. Pensó en que si estuviera resfriado al menos podría estornudar y asi “sacarse el pillo”. Pero al igual que sus cabellos que nunca habían conocido la chasquilla, percibió que caía hacia atrás. Hacia una selva verde que probablemente sería la turbadora Sierra Maestra. Tosió molesto y volvió a toser más molesto. Se había despertado y no deseaba hacerlo. Había pasado una semana, y él se imaginaba que a partir de aquel día el tiempo debería haber vuelto a usar su uniforme.
Los confines de una comuna no son obra y gracia del espíritu santo. Son los límites zanjados entre vecinos cuando un domingo por la mañana, en vez de colgar la ropa y bajar un momento la cabeza para tomar un par más de pitbulls plásticos o de palo, dan un paso hacia el costado y, mientras le gritan dulcemente a su pareja, caen en la cuenta que al otro lado de la calle hay una familia con un auto de distinta patente. Y sin embargo, esa diversidad se transfiere y alberga un detalle macroscópico. En la hora de las elecciones municipales, el alcalde de un lado de la calle puede que cese en su cargo. Al igual que el que estaba al frente.
En Chile, no son requisitos para pasar “piola” ni el corte medio-larguito ni la panza bien abotonada. Por lo que no se le pida al coronel que sueñe únicamente con una fila interminable de reclutas insubordinados o intelectuales fuera de servicio. Un coronel llegó a serlo porque descubrió la manera de distanciarse de la tropa. Cada día un poco más en la cama y en el club de oficiales. Que no en balde la edad y el porte dan al ejército su límite comunal. Un soldado de familia alguna vez extranjera, cae en este país como un copo de nieve en la cordillera de Antuco.
Domiciliado como todo el mundo, la casa del coronel debe ser confortable y poseer la tibia aspereza de un sacrosanto. No levantar el trino ni cambiar de tono los pájaros aceptados en el patio. Y las mascotas, elegantemente, practicar la dulce perversión inhumana; hincar el colmillo en el otro, con tolerancia y superficialidad. El “servicio”, tan uniformado como cualquiera, pero más esmerado y con aspecto de solvencia a toda prueba. Los hijos, en carrera, avispados al máximo a partir del momento en que siempre habrá uno remolón y hasta huevón. La “dueña de casa” o “la señora”, cultivada en joyas, postres, y ese perfume inclusivo que hace al mundo disimulable y peinable. Aún a obscuras, cuando se convierte en el única modo de identificar la distinción y el posible arrimamiento de los instintos carnales.
El coronel, desde hace una semana, lleva la v y la b incrustadas en ese orden y en esa orden del descrédito. Votó y lo botaron. Un acto de magia despidiendo octubre. El oficial introdujo un sobre blanco en la urna, y al final de la tarde, emergió uno azul. Mediante una providencia llamada Pepa, el municipio que atraviesa el Mapocho empezaba a dejar atrás al simpático y disciplinado soldado de bota firme y neuronas acuarteladas, admirador de cosacos, boinas verdes y paracaidistas galos, chef de recetas del “eje”, que creyó a pies juntillas que un moderado largo de pelo a la gomina, haciéndole sombra a una panza-arsenal de comestibles y alcoholes, lo iban a representar para siempre, cuando ese siempre está a sus espaldas, y lo mirará retroceder una y otra vez.