Hace dos semanas la prensa nos ha sorprendido con la noticia de que, por encargo del presidente de la República, el Ministro Longueira estaría preparando un proyecto de ley dirigido a desvincular la Comisión Nacional de Ciencia y Tecnología (Conicyt) de su actual dependencia en el Ministerio de Educación para trasladar su administración al Ministerio de Economía. Anunciada en el Diario Financiero, refrendada el mismo día en Radio Cooperativa y reiterada algunos días después en una entrevista concedida al Diario El Mercurio, la iniciativa fue defendida por el actual Ministro de Economía como una manera de fomentar una relación más estrecha entre el “mundo” de la academia y aquel de la empresa privada con vistas a que “toda la inversión pública que hacemos en I+D en Chile y en ciencia y tecnología tenga un vinculo mayor con el aparato productivo”, de suerte que “todos los recursos que se destinan para la investigación en Chile tengan una planificación estatal mucho más vinculante al valor agregado que queremos incorporar a los sectores productivos”.
Las palabras del Ministro no pueden sino despertar la más aguda inquietud entre aquellos(as) que trabajamos en el seno de la academia y comprometemos nuestros esfuerzos en el desarrollo de la investigación en Chile. De hecho, la preocupación es incluso más punzante para las y los académicos y profesionales que dedicamos nuestras labores, a la ya fuertemente pauperizada investigación en Ciencias Sociales, Humanidades y Artes.
Es que, como ya ha sido señalado por otros colegas, no toda la investigación puede ser traducida, ni en lo inmediato ni en lo mediato, a productos transables en el mercado, menos aún reducida al valor agregado de algún bien de consumo. De hecho, existe un vasto territorio de la investigación mal llamada pura que difícilmente podría ser transformada en los acariciados primores que cautivan las apetencias del denominado sector productivo. Además, tanto Conicyt como Corfo (es decir, el mismo Ministerio de Economía), ya cuentan con programas específicamente orientados al fomento y desarrollo de I+D, a lo cual se suman exenciones tributarias millonarias a las empresas por inversiones en esta área.
Sabemos que el valor del saber nacido de la investigación en Ciencias Sociales, Artes y Humanidades posee una particularidad que lo hace aún más sensible a la reducción utilitarista. Convocado a dar cuenta de los asuntos que conciernen a hombres y mujeres en un tiempo y espacio determinado, las Artes, las Humanidades y las Ciencias Sociales representan la forma en que una sociedad intenta comprenderse en su pasado, su presente y su devenir. Sin esta investigación, la sociedad se vería condenada al automatismo irreflexivo, a la repetición incesante de su propia barbarie, privada de la posibilidad de mirarse, de escucharse, de sentirse, de retratarse, de reconocerse, de estimarse, de criticarse, de proyectarse… En consecuencia, no parece exagerado decir que se trata de saberes sobre los que se funda el alma misma de una cultura: cercenarlos mediante exigencias utilitaristas y objetivos mercantiles sería exponernos a transformar nuestra sociedad en una maquinaria productiva altamente rentable pero desalmada.
Sin duda, los fondos que nuestro país destina al conjunto de la investigación son notablemente exiguos. De hecho, la inversión que nuestro país destina a Ciencia y Tecnología sólo llega al 0,4% del PIB, allí donde el promedio de los países de la OCDE alcanza el 2,3%, ubicando en el penúltimo lugar del ranking. Pero esta pobre realidad llega a la más resuelta indigencia cuando se trata de los presupuestos para investigación en Ciencias Sociales, Humanidades y Artes. ¿Qué podríamos esperar de estos anuncios para esas disciplinas? Como es evidente nada auspicioso. Una verdadera “innovación” que demostraría una preocupación real por el desarrollo científico y tecnológico sería la de crear un Ministerio de la Cultura, las Ciencias y las Tecnologías colocando en el centro del crecimiento y progreso del país a la cultura y sus manifestaciones creadoras en el más amplio sentido. La producción científica, entendida como producción cultural, debe gozar de libertad de pensamiento y por lo tanto no debe estar condicionada solo a la generación de mercancías transables en el mercado, tampoco debe estar presionado por las demandas de las empresas privadas ni de los gobiernos de turno. Una real política estatal debiera ocuparse de propiciar espacios para que el libre desarrollo de las ciencias pueda expandirse en consonancia con los múltiples desafíos que la sociedad globalizada impone como futuro. Los abajo firmantes demandamos que la democracia en Chile no sea solo formal, sino que considere efectivamente la participación, opinión y propuestas de los diversos actores , en este caso las y los científicos, intelectuales e investigadores(as) que construyen día a día el conocimiento. Rechazamos las políticas producidas entre cuatro paredes ideologizadas y sesgadas, más aún si se trata de reeditar una institucionalidad propia de los tiempos oscuros de la dictadura (cuando Conicyt efectivamente pertenecía al Ministerio de Economía). Es preciso comprender que los cambios no pueden imponerse por decreto, sobre todo cuando estos tocan el corazón mismo de la cultura, es decir de las ciencias como lenguaje y acción del pensamiento humano.
En este sentido, y en respuesta a una demanda arraigada de la comunidad intelectual y científica chilena, lo propicio es generar una instancia gubernamental que acoja la más extensa y diversa participación de esa misma comunidad, para discutir los lineamientos de una política cultural, científica y tecnológica para el país y alcanzar sobre esa base los consensos necesarios que permitan una proyección de largo plazo de las capacidades creativas de la nación, sin las cuales ningún desarrollo es posible.