El lunes pasado murió en Londres el historiador Eric Hobsbawm. Tenía 95 años. Permaneció activo y escribiendo casi hasta el final de sus días.
Hobsbawm nació en Alejandría (Egipto) en 1917, de una familia judía. Su padre era súbdito del imperio británico, y su madre, del imperio austro-húngaro. La pareja había terminado por marcharse a Egipto porque Austria y Gran Bretaña estaban en guerra, y no podían vivir tranquilos ni en un país ni en el otro. Cuando terminó la Primera Guerra Mundial, los Hobsbawm se fueron a vivir a Viena, y en 1931 emigraron de allí a Inglaterra, a tiempo para esquivar el ascenso de Hitler y su anexión de Austria. En otros pocos años, Hobsbawm ingresaría al ejército británico, mientras sus vecinos de infancia en Viena simpatizaron con el fascismo y lucharon del lado de Hitler. El gran historiador retendría siempre un escepticismo mordaz frente a cualquier nacionalismo, así como un rechazo profundo a todo imperialismo.
Criado en el momento más grave de la historia europea –la era entre la Primera Guerra Mundial y la Segunda– y fogueado en ese caldero, Hobsbawm se convirtió en una de las conciencias más severas del siglo XX. “He vivido –dice en sus memorias– casi todo el siglo más extraordinario y más terrible de la historia de la humanidad.”
Pero cuando hice referencia a la severidad de Hobsbawm no quise insinuar que el hombre haya carecido de alegría. Lo conocí una sola vez, en una cena en casa de Agnes Heller, hace casi veinte años, y no fue mi impresión. Pero más allá de esa clase de apreciación superficial y subjetiva, la vitalidad y exuberancia de Hobsbawm quedan retratadas en el hecho de que, además de su labor incansable de historiador e intelectual público, Eric Hobsbawm se dio todavía el lujo de ser el crítico de jazz de New Statesman, firmando con el seudónimo de Francis Newton.
Ese dato por sí solo sugiere no nada más una buena capacidad de gozo, sino también una veta lúdica. Pero hay todavía más: Hobsbawm fue un miembro siempre fiel –demasiado fiel, dirían algunos– del Partido Comunista, pero incluso ahí su labor tuvo elementos subversivos. Por ejemplo, estuvo entre los que rescataron y pusieron en circulación los Grundrisse, de Carlos Marx, cuyas discusiones elegiacas de los pueblos primitivos ofrecían una crítica implícita a los pesados ideales burocráticos, cientificistas y modernizadores del comunismo soviético y también del maoísta.
De forma parecida, otros de sus trabajos rescataban la dignidad e inventiva de personajes, clases, tendencias y grupos que no eran del gusto tradicional de los miembros del PC, con su vanguardismo, su desdén por todo lo primitivo y lo campesino, y su insistencia en la dictadura del proletariado. Así, Hobsbawm publicó textos, considerados casi de inmediato clásicos, acerca del bandidaje rural como resistencia política, y también acerca de rebeldes primitivos. Su tesis doctoral, de la Universidad de Cambridge fue sobre el socialismo fabianista, que era otra corriente heterodoxa y utópica desde el punto de vista de las vanguardias comunistas.
De modo que si hablé antes de severidad no fue porque Hobsbawm haya sido rígido ni falto de sentido del humor –basta leerlo para darse cuenta de lo contrario–, sino porque fue un hombre que siempre se encargó de pensar y sopesar la historia mundial, y con miras a intervenir en ella, siempre desde a una política de lo posible.
De hecho, se puede decir que Hobsbawm era un hombre que cargaba con la historia. El pensamiento histórico era en él una responsabilidad y no únicamente un gusto (aunque le haya dado gustos) ni un mero impulso de satisfacer su curiosidad, aunque haya saciado también mucha curiosidad.
Eso le imprimía al hombre gravedad y severidad, y yo diría también que hizo de él una figura incómoda.
Imagino que Hobsbawm habrá sido incómodo en el Partido Comunista, con sus simpatías por rebeldes primitivos, socialistas utópicos, o por el Partido Comunista Italiano. Hobsbawm fue, junto con otros dos grandes historiadores ingleses, E.P.Thompson y Raymond Williams, un admirador de Antonio Gramsci, lo cual siempre resultaba incómodo.
Pero Hobsbawm fue también incómodo para los que no éramos comunistas: publicó, con introducción suya, una nueva edición del Manifiesto Comunista pocos años después de la caída del muro de Berlín, por ejemplo, como reto y recordatorio. Y, contrario a la generación posmodernista, insistía en valor de la verdad histórica por encima de la retórica del historiador, e invirtió enorme esfuerzo en producir su propio grand récit de la historia del capitalismo, aun cuando haya aceptado la bancarrota de las vanguardias y del vanguardismo.
En su autobiografía, Eric Hobsbawm dice que no será recordado como genio, sino como testigo privilegiado –no tenía, según él, el talento ni un Rousseau ni un San Agustín. “Lo único que busco –escribió– es comprensión histórica: no acuerdos ni simpatía ni aprobación.”
Hombre incómodo e intelectual de enorme talento y responsabilidad, ha fallecido una de las grandes conciencias del siglo XX.