Horacio, mi pana argentino, y su esposa María, estadounidense, me invitaron a pasar el fin de semana en Normandía, cerca de Dieppe. Coincidimos con el festival de volantines, cometas y papalotes que le da un toque espectacular a la playa de grava. Vistos desde la cumbre de los acantilados, los gigantescos papalotes -pulpos, peces, extrañas aves brasileñas, dragones asiáticos, curiosas figuras geométricas y hasta alguna improvisación hecha del plástico de las bolsas de basura- se elevan gráciles y solemnes con el viento del Atlántico.
Toda la ciudad engalanada con banderitas canadienses llamó mi atención y Horacio me explicó que el año 1942, en plena ocupación nazi, los Aliados lanzaron la operación ‘Jubilee’, una suerte de ensayo general del desembarco que tendría lugar dos años más tarde. Se trababa de conocer cómo reaccionarían los alemanes, cual era la solidez del Muro del Atlántico, y de paso conocer cómo funcionaba el radar Freya situado cerca del bello pueblito de Pourville, capaz de detectar señales aéreas a más de 100 km de distancia.
Jack Nissenthal, especialista en radares de la Royal Air Force, acompañó a los hombres que desembarcaron en Pourville. Iba acompañado de 10 guardaespaldas con una doble misión: protegerle mientras recogía todo tipo de informaciones sobre el radar, y matarle si caía en manos del enemigo. Arriba de los acantilados, donde todavía se ven las bases de hormigón del radar, hay un kiosquito que cuenta el episodio. Jack Nissenthal pudo regresar vivo a Inglaterra, pero sólo uno de sus guardaespaldas sobrevivió a la aventura.
El desembarco en Dieppe le fue confiado a las tropas de asalto de la 2ª División Canadiense, acompañados de 50 rangers estadounidenses y 15 soldados de la Francia Libre del General de Gaulle. Setenta y cuatro escuadrillas de cazas y bombarderos se encargaron de la cobertura aérea. Se combatió pues en el mar, en tierra y en el aire.
Horacio es un tipo apañado, me conoce los puntos débiles, sabe de mi pasión por la Historia, y sin decir nada me condujo del otro lado de Dieppe, ciudad atrapada entre acantilados, y de las alturas del norte pasamos a las alturas del sur. Un camino que se adentra entre los bosques y las tierras agrícolas nos llevó al Cementerio Canadiense de las Virtudes. Pasa que de los ocho mil hombres y mujeres que participaron en el asalto, más de dos mil cayeron en tierra francesa. A la entrada del camposanto una leyenda grabada en la piedra dice: “Esta tierra fue donada por el pueblo de Francia para que reposen en paz quienes en este lugar reciben nuestro homenaje”.
Los canadienses pagaron un precio muy alto por la libertad que defendieron con bravura: de los 783 soldados que allí reposan, 707 son canadienses, 232 del Reino Unido, 4 de Nueva Zelanda, 3 de Australia, 2 de Polonia, y uno de la India. Todos, con la excepción de una mujer de 56 años, tenían menos de 24 años el día que cayeron.
Con Horacio recorrimos el lugar, cuyo verde césped no admite una hojita de hierba más alta que la otra, cuyos límites están trazados con un orden milimétrico, y cuyas estelas respetan hasta los detalles más sencillos del origen de aquellos cuyos restos señalan. “Mira aquí, me dijo Horacio, estas tres estelas juntas”. “Las pusieron así porque lo que quedó de los tres aviadores que encontraron en el desastre de latas de su avión caído estaba tan imbricado que fue imposible separarles”.
Alguna estela indica un soldado que “está enterrado en algún sitio cerca de este lugar”. Los campesinos del lugar les daban sepultura a escondidas de los alemanes, y después fue imposible encontrarles. Más de alguna sepultura indica “Known unto God”, porque al enterrar a los caídos, los campesinos franceses, que ignoraban la técnica militar, les quitaron el collar de identificación pero omitieron quebrarlo para poner un trozo en la boca del muerto. Soldados desconocidos.
De las muchas estelas que me conmovieron hasta los tuétanos, una me dejó petrificado. Su leyenda me contó una historia que me da vueltas y vueltas en la cabeza y me llevó a escribir esta nota. En la parte superior de la lápida de piedra está el nombre del soldado Ingram, caído el 19 de agosto de 1942, en la Operación Jubilee. Edad: 24 años. Más abajo, en la misma estela y en la misma tumba, reposan los restos de su hermano, el soldado Ingram caído en Dieppe durante el desembarco de Normandía el 14 de agosto de 1944. Edad: 22 años.
Mientras recorríamos la costa, por esos bellos caminos que bordean los acantilados y te llevan a Saint Valéry en Caux, a Pourville, a Veules les Roses y tantos otros pueblitos normandos, pensé en la familia Ingram, esa que perdió dos hijos para que nosotros pudiésemos, setenta años más tarde, pasearnos libres por la Francia libre.