En 202 años de independencia, ninguna de las Constituciones que ha tenido la República ha sido resultado de un debate o deliberación de todos los ciudadanos; por el contrario, cada una fue impuesta por una minoría organizada, y dictada bajo el imperio de una ley marcial o de estados de excepción. Así ocurrió en 1829, 1891, 1925 y 1980.
Tampoco en dos siglos de vida republicana se ha efectuado una Asamblea Constituyente. El momento más cercano se registró en las revoluciones civiles de 1851 y 1859, cuando numerosas provincias se levantaron en armas motivadas principalmente por el excesivo centralismo de Santiago.
En las elecciones parlamentarias de 1858 los candidatos liberales triunfaron en Valparaíso, La Serena, Copiapó y Linares. El 2 de octubre de ese año, los opositores -aliados circunstancialmente con los conservadores- se reunieron en un banquete para escuchar los encendidos discursos de Gallo, Santa María y Diego Barros Arana en contra del gobierno de Manuel Montt. Se formaron clubes políticos en diversas provincias y se comenzó a editar el periódico La Asamblea Constituyente, cuyo nombre sintetizaba la principal reivindicación opositora.
Al iniciarse diciembre de ese año, los liberales convocaron al pueblo a la firma del acta que adhería al petitorio de Asamblea Constituyente, acto que fue reprimido violentamente. Fueron detenidas más de 150 personas, entre ellos Manuel Antonio Matta, Pedro León Gallo y Benjamín Vicuña Mackenna. Al llegar a la cárcel, interrogado por el motivo de su arresto, Vicuña Mackenna respondió: “Pues hombre, tenemos el mismo delito porque nos acusan de faltarle el respeto a esa vieja matrona que llaman la Constitución del Estado”.(1)
Siete años después, en 1867, Manuel Antonio Matta presentó en el Congreso, en nombre del Partido Radical, un proyecto de Asamblea Constituyente para reformar la Constitución de 1833, iniciativa que tampoco prosperó.
En 1867 se declararon reformables 34 artículos de la Constitución y correspondió al Congreso de 1870 efectuarlas, por lo cual recibió el nombre de Congreso Constituyente. No obstante, hasta 1871 sólo se modificaron dos artículos. Los debates se prolongaron hasta el final del periodo y expiró la legislatura sin efectuarse otra reforma. En el fondo, sólo se trató de satisfacer a los espíritus más inquietos, pues todos los bandos políticos ya estaban negociando para conformar el nuevo gobierno.
Los historiadores Julio Pinto y Gabriel Salazar afirman que, entre 1833 y 1914, por preceptos constitucionales y legales, más del 90 por ciento de los mayores de 21 años quedaron excluidos del derecho a sufragio. La Constitución de 1833, en sus artículos 8,10 y 11, excluyó a las mujeres, a los chilenos que no tenían propiedad inmueble, capital invertido ni un ingreso equivalente o superior a 200 pesos anuales (cuatro veces el ingreso medio de un peón corriente) y, a los sirvientes domésticos. Debe recordarse -sostienen ambos investigadores- que el 90 por ciento de los chilenos adultos carecieron, durante un siglo, de derechos electorales. La discriminación cívica contra los “sirvientes domésticos” se extendió hasta 1925 y contra las mujeres hasta 1949. Aquellos chilenos no sólo permanecieron al margen de sus derechos de participar en la construcción del país en que vivían, sino que de todas las prácticas y procesos políticos.(2)
Agregan Pinto y Salazar: “Lo menos que se puede decir es que la concesión del voto fue la instalación de un derecho y una práctica ‘nominales’; es decir: sin tradición cívica por detrás y sin desarrollo participativo por delante. Un mecanismo de participación política marginal e infinitesimal, yuxtapuesto a una tradición participativa privada, social y cotidiana. Una molécula de soberanía abierta, frágil, volátil, necesitada de orientación y conducción. Que hizo instalar por todas partes agencias patrocinadoras de sufragios. Mecanismos de coacción, ángeles políticos de la guardia. Algunas fueron: la Iglesia Católica, cuyo trabajo asistencial databa del periodo colonial y su acción cívica desde la encíclica Rerum Novarum; el ejército, cuya acción educadora sobre los rotos se legitimó después de la guerra del Pacífico y se tornó implacable con las masacres del ciclo 1890-1907; la escuela, que a las disciplinas moralizantes del siglo XIX añadió, con la inspiración de Darío Salas y el poder del Estado docente, las disciplinas de la ley, la Constitución y el seguimiento a la clase política; los caciques electorales, dispuestos a pagar dinero y empanadas para obtener el voto de los más pobres y hambrientos; los partidos políticos que, mientras más se ampliaba el sufragio, más necesitaban planificar (ideológicamente y por otros medios) la conquista, compra o seducción de los votos ciudadanos, etc.
En pocas palabras, todos estos agentes eran los encargados de domesticar y conducir a la denominada ‘sociedad de masa’. No obstante, en casi cuatro décadas, desde 1930 en adelante, a través de múltiples caminos, los grupos históricamente postergados irrumpieron en el espacio público a fines de los años 60 bajo el nombre de ‘poder popular’, aplastado y dispersado luego del golpe militar de septiembre de 1973”.
LA CONSTITUCION DEL 80
El 20 de septiembre de 1973, nueve días después de haber depuesto al presidente Salvador Allende, el general Gustavo Leigh, miembro de la Junta Militar y comandante en jefe de la Fach, convocó a su oficina a cuatro profesores de derecho constitucional para efectuar modificaciones a la Constitución de 1925. Se trataba básicamente de evitar los “resquicios legales” que había empleado la Unidad Popular, impedir que llegaran al poder gobiernos de minoría y preparar el retorno a la democracia para el 4 de noviembre de 1976. Los elegidos fueron Enrique Ortúzar Escobar, Jaime Guzmán Errázuriz, Sergio Diez Urzúa y Jorge Ovalle Quiroz. Tras unas breves instrucciones los abogados se organizaron en una comisión e iniciaron su labor en los días siguientes, sumando a otros cuatro integrantes: Enrique Evans de la Cuadra, Gustavo Lorca Rojas, Alejandro Silva Bascuñán y Alicia Romo Román. Entre marzo y mayo de 1977, abandonaron la comisión Silva, Evans y Ovalle, siendo reemplazados por Luz Bulnes Aldunate, Raúl Bertelsen Repetto, Juan de Dios Carmona y Rafael Eyzaguirre Echeverría, quien actuó como secretario.
Muy pronto varió la intención de efectuar reformas rápidas. Jaime Guzmán se distanció de Leigh, acercándose al círculo más cercano a Pinochet e influyendo de modo determinante en la necesidad de redactar una nueva Constitución que prolongara el régimen militar y construyese las bases de una democracia protegida, donde se proscribieran las doctrinas de origen marxista y se impusiera un nuevo modelo de desarrollo social y económico.
En noviembre de 1977 Pinochet entregó a la comisión que presidía Enrique Ortúzar un documento redactado por Mónica Madariaga con la ayuda de Jaime Guzmán con orientaciones para la Constitución. Nueve meses después, en agosto de 1978, el texto de la nueva Constitución estuvo listo y se le envió al Consejo de Estado que presidía el ex presidente de la República Jorge Alessandri.
Alessandri hizo ver a Pinochet que el texto, de unas 300 carillas, estaba redactado como un ensayo, sin el articulado que requería. Hubo que enviárselo nuevamente a Enrique Ortúzar, quien trabajó otros dos meses en la redacción final para luego enviarlo al Consejo de Estado, integrado, además de Alessandri, por Carlos Cáceres, Juan de Dios Carmona, Juan Antonio Coloma, Renato García, Ramón Barros, Pedro Ibáñez, Oscar Izurieta, Mercedes Ezquerra, Hernán Figueroa A., Vicente Huerta, Héctor Humeres, Julio Philippi y Enrique Urrutia Manzano.
El Consejo de Estado trabajó 21 meses y elaboró un texto de Constitución que quedó acordado el 1° de julio de 1980 y se entregó a Pinochet. El dictador encargó de inmediato a su ministro del Interior, Sergio Fernández, que formara una comisión ad hoc para revisar el texto. La integraron Mónica Madariaga y cuatro auditores de las fuerzas armadas: el general Fernando Lyon, del ejército; el almirante Aldo Montagna, de la Armada; el general Enrique Montero, por la Fach y el mayor Harry Grunewald, de Carabineros. A ellos se sumó el jefe del Estado Mayor Presidencial, general Santiago Sinclair. Todos trabajaron en estricto secreto y en pocos días le hicieron alrededor de 175 cambios. Hasta hoy no se conocen los nombres de los asesores civiles que concurrieron a las sesiones de aquella comisión, muchas de ellas efectuadas en la presencia de la Junta de Gobierno. Sí se sabe de la concurrencia de algunos asesores, entre ellos Pablo Baraona, Sergio de Castro, José Piñera, Miguel Kast y Oscar Aitken, casi todos interesados por sobre todo en amarrar la nueva Constitución al modelo de economía neoliberal.
A fines de julio de 1980, Pinochet entregó a Fernández las disposiciones transitorias. En ellas, el dictador había incluido una transición que duraría 16 años y que culminaría en 1997. A última hora, los ministros y Enrique Ortúzar lograron convencer a Pinochet de que era un exceso, ocho años era un plazo razonable. El dictador aceptó a regañadientes.
El 10 de agosto Pinochet anunció que la Junta de Gobierno había aprobado el texto de la nueva Constitución y convocó a un plebiscito para el 11 de septiembre. El PDC -formalmente en receso- declaró que la convocatoria era “un acto de extrema violencia y una afrenta a todo el país”, añadiendo que “en estas condiciones, el supuesto plebiscito carece de toda validez y, en consecuencia, el texto que se vote, como todos los futuros actos que se ejecuten en el ejercicio de los poderes de aquél, son igualmente ilegítimos y sin valor”. La declaración llevaba las firmas de Andrés Zaldívar, Jaime Castillo, Raúl Troncoso, Tomás Reyes y Carmen Frei.
EL FRAUDE
La dictadura decidió que en el plebiscito los presidentes de las mesas receptores de sufragios serían designados por los alcaldes, al igual que dos vocales. No se necesitaría de registros electorales; para votar bastaría el carnet de identidad, aunque estuviese vencido. La preparación del plebiscito fue encargada al ministro secretario general de Gobierno, general Sergio Badiola, y al subsecretario de la misma cartera, el abogado Jovino Novoa, hoy senador de la UDI. Novoa preparó un instructivo de cuatro puntos que en carácter de confidencial se distribuyó entre las jefaturas de los servicios públicos. En el punto 3 se ordenaba: -Colaborar con los alcaldes proporcionando listas de personas confiables para que sean designadas presidentes de mesa y promover la inscripción de personas de sectores favorables al gobierno para que participen en el sorteo de vocales.
Familias completas de Las Condes y Providencia, así como ejecutivos de bancos y grandes empresas, aparecieron a cargo de mesas en las comunas más populares. En Pudahuel, por ejemplo, apareció una asombrosa lista de presidentas de mesas: Gloria Arthur Aránguiz, Gloria Morandé Arthur, Josefina Morandé Arthur, Trinidad Larraín Mira, Magdalena Larraín Mira, Luz Larraín Mira, Angélica Lira Peñafiel, Paula Morandé Peñafiel, Isabel Morandé Peñafiel, Verónica Morandé Peñafiel, Ana María Morandé Peñafiel, Francis Peñafiel Edwards, Angélica Peñafiel Salas, Josefina Peñafiel Salas.
En las mesas de Conchalí: Carlos Varas Valdés y Eugenio Varas Valdés, Arturo y Ricardo Parot Benavides, Ricardo Cherniaviscky, Horacio Cherniaviscky, Eduardo Cherniaviscky.
Los máximos ejecutivos de Soprole se hicieron cargo de mesas en Pudahuel, encabezados por Luis de Mussy Marchant, gerente de finanzas. Los ejecutivos de calzados Mingo se ubicaron en Puente Alto: Sergio Mingo Díaz, Julián Mingo Echavarría, José Miguel Mingo, Pablo Fontanet Mingo, Alejandro Fontanet Mingo, Javier de Vicente Mingo, Julian Mingo Marinetti. Los de Neut Latour Forestal, del Banco de Chile y del BHC estuvieron en Renca. En San Miguel hubo 22 ejecutivos de Embotelladora Andina, y así sucesivamente.
El estado de emergencia impedía las reuniones en todo el territorio nacional, junto con imponer el receso político y el control de los medios de comunicación. La disidencia sólo podía expresarse con mucho cuidado en unas escasas revistas y radioemisoras. Un permiso solicitado por la Coordinadora Nacional Sindical para efectuar un acto público llevó al ministro del Interior, Sergio Fernández, a declarar que no permitiría que “grupos de fachada del marxismo internacional, carentes de personalidad jurídica y de representación alguna, pretendan realizar actividades políticas”.
El 27 de agosto pudo efectuarse un acto en el Teatro Caupolicán, acordonado por Carabineros y agentes de seguridad en tres cuadras a la redonda, donde el orador principal fue el ex presidente Eduardo Frei, que llamó a votar No. Después a Frei no se le permitió ningún acto más. Dos concentraciones que iba a presidir en Valparaíso y Concepción fueron prohibidas, lo mismo que un acto programado con la juventud. En las calles, mientras, cualquiera que se atreviese a levantar un cartel o gritar una consigna era detenido o apaleado por fuerzas policiales.
Los numerosos antecedentes que acreditaban las manifiestas irregularidades del proceso -antes, durante y después de su realización- fueron rechazados de plano.(3) El fraude se consumó el 11 de septiembre de 1980. El Sí obtuvo 67,04% de los votos; el No 30,19%.
Paralelamente, en tanto, las supuestas modernizaciones del modelo de economía de mercado fueron impuestas junto a la Constitución de 1980. Ninguna fue objeto de trámite legislativo regular, pues la Junta mantenía el poder legislativo y ejecutivo. Aquellas “modernizaciones” quedaron reguladas por los cerrojos constitucionales de 1980.
Tres años después, sin embargo, surgirían las protestas populares que se extendieron hasta 1986 y que permitieron abrir camino hacia la transición a la democracia. En 1989, la Concertación de Partidos por la Democracia se sentaría a negociar con la derecha y con la dictadura una fórmula para remozar la Constitución de 1980, la misma que habían declarado ilegítima en sus orígenes. Cómo se hizo aquello, será materia de la segunda parte de este artículo en próximo número de PF.
MANUEL SALAZAR SALVO
Notas:
(1) Luis Vitale: “Las guerras civiles de 1851 y 1859 en Chile”; Cuadernos de Investigación. Serie Historia Social; Universidad de Concepción, 1971.
(2) Gabriel Salazar y Julio Pinto: Historia Contemporánea de Chile I. Estado, legitimidad, ciudadanía. LOM Ediciones, Santiago de Chile, abril de 1999.
(3) Eduardo Hamuy: “El plebiscito de 1980. Un problema de legitimidad”; revista Cauce, 17 de diciembre de 1987. También: Cavallo, Ascanio y otros: La historia oculta del régimen militar, capítulos 30 y 31. Uxbar Editores, Santiago de Chile, 2009.
Publicado en “Punto Final”, edición Nº 766, 14 de septiembre, 2012