Diciembre 26, 2024

Imagen de Chile: la crisis de una mistificación*

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marcha28_6Uno de los mitos más arraigados en la conciencia nacional, machacado por los medios de comunicación, el sistema educacional y, sobre todo por los “políticos profesionales”, es el que define a Chile como una “democracia ejemplar”, base de un notable desarrollo económico.

 

 

 

Dicha afirmación sirve a los apologistas del sistema para nutrir la tesis de la “excepcionalidad del desarrollo político chileno” en el contexto latinoamericano. La base empírica esgrimida por los sostenedores de esta teoría es la “estabilidad institucional” que el país habría exhibido desde inicios de la era republicana. Puesto en los términos utilizados por ciertos historiadores, hasta 1973 esta historia se habría caracterizado por:

 

”[…] instituciones republicanas de ininterrumpida presencia; sólidos partidos políticos que iban desde la derecha a la izquierda; Fuerzas Armadas disciplinadas en los años treinta nada menos que por la derecha; una institucionalidad pública educacional más que respetable; una élite dirigente tradicional, que a esas alturas abarcaba sectores profesionales meritocráticos, con agudo sentido de servicio público; un país que no hacía mucho había comenzado a industrializarse; antiguos conflictos con países vecinos resueltos o bajo control”1.

 

Durante el siglo XX hasta comienzos de la década de 1970, esta notable estabilidad, “solo quebrantada temporalmente durante los años 20”, habría redundado en “la regularidad del sistema institucional y la continuidad política que permitió un desarrollo socio-económico paulatino y constante a través del siglo”2. De este modo, asegura un grupo de historiadores representativos de la visión demócratacristiana:

 

“Esta estabilidad del sistema político chileno estuvo sostenida, a partir de la década del 30, por un consenso básico que se manifestó en el estilo de acuerdos,

 

negociaciones y transacciones, cuyos exponentes más representativos fueron los gobiernos radicales. Mediante este sistema de lograr consensos democráticos, Chile fue avanzando en la superación de sus conflictos y en su desarrollo económico y social”3.

 

Y aunque a continuación se reconoce que los problemas económicos y sociales –como la inflación y la marginalidad- se fueron acumulando, produciéndose así “un desequilibrio entre la democratización política de Chile, bastante avanzada hacia 1970 y la social y económica, todavía precaria”, el descalabro del alabado sistema institucional ocurrido en esa década no encuentra otra explicación en el texto de estos historiadores que “los ideologismos” y la competencia entre “proyectos excluyentes”4. El sistema político, los modelos de desarrollo a los que sirvió de base y los intereses sociales que se concertaron para liquidar la democracia liberal quedan, en definitiva, exentos de responsabilidad.


Estamos ante una mistificación histórica y política, construida a partir de elementos muy parciales, que es contrariada por abundantes evidencias históricas. Para echarla por tierra basta recordar, entre otros tantos, los siguientes hechos ampliamente estudiados por historiadores, sociólogos y politólogos de perspectiva crítica.


En primer lugar es necesario tener presente que el siglo XIX chileno estuvo plagado de guerras civiles. En 1829-1830 el enfrentamiento armado entre pipiolos (liberales) y estanqueros-pelucones (conservadores) culminó con el triunfo de estos últimos y la instauración de una verdadera dictadura constitucional (el régimen portaleano en su fase más dura, la “República Conservadora”), que buscó legitimarse en la Constitución autoritaria de 1833, texto producido por el bando vencedor de la contienda civil como un “traje a su medida”. Luego vinieron las guerras civiles de 1851 y 1859, causadas por el carácter autoritario y excluyente del sistema conservador, que concitó en su contra la animosidad de los derrotados liberales, de las oposiciones regionales de Concepción y del Norte Chico y del emergente movimiento popular de raigambre artesanal. El siglo se cerró con una nueva y más sangriento enfrentamiento militar en 1891, que puso término a la fase clásica del régimen portaleano, iniciándose bajo la forma de la “República Parlamentaria” una larga transición hacia el sistema democrático-liberal que empezaría a gestarse bajo la doble presión del movimiento popular y de los militares reformistas a mediados de la década de 1920. Todo esto sin contar numerosas tentativas de amotinamientos y levantamientos abortados, especialmente durante los decenios conservadores (1830-1861)5.


Pero no solo en la centuria decimonónica la violencia armada de las clases dominantes fue la partera del sistema político chileno. Durante el siglo XX las Fuerzas Armadas emplearon en varias ocasiones su capacidad de ejercer la violencia para imponer salidas políticas y textos constitucionales en contra de los intereses y la voluntad mayoritaria de la ciudadanía. Al respecto es preciso tener presente que bajo modalidades distintas, pero en esencia similares, violando sus deberes constitucionales y en concomitancia con sectores de las clases dominantes, los militares fueron el elemento decisivo para provocar el paso de la República Parlamentaria a la República Presidencialista en 1925; para sostener la dictadura de uno de los suyos, el coronel Ibáñez, entre 1927-1931; para precipitar el colapso del régimen democrático liberal mediante el golpe de Estado en 1973, instaurar la dictadura del general Pinochet e imponer la Constitución de 1980, garantía del modelo económico neoliberal y de la “democracia protegida” consensuada con el gran empresariado, la Derecha política y la Concertación de Partidos por la Democracia6.


A estas intervenciones políticas desembozadas de las Fuerza Armadas hay que agregar, incluso durante los períodos más “democráticos” de nuestra historia, numerosas masacres de sectores populares perpetradas por las instituciones armadas estatales y la existencia de una serie de disposiciones constitucionales fuertemente restrictivas de las libertades públicas y de leyes de exclusión, como la Ley Permanente de Defensa de la Democracia (N° 8.987), más conocida como “Ley Maldita”, que persiguió y privó de sus derechos políticos a los comunistas durante una década (1948-1958), y las actuales leyes de Seguridad del Estado (N° 12.927) y Antiterrorista (N° 18.314). De manera más general puede afirmarse que, tal como lo señala el historiador conservador Bernardino Bravo Lira (Premio Nacional de Historia 2010), en Chile se ha producido frecuentemente una “configuración extra constitucional” de la institucionalidad mediante decretos-leyes y otras medidas de facto adoptadas por las autoridades de gobierno, violando las normas constitucionales7.


Es legítimo entonces concluir que, salvo momentos excepcionales, el sello del desarrollo político nacional ha sido el autoritarismo y la violencia de las clases dirigentes, sus políticos y Fuerzas Armadas. Coincidiendo con Gabriel Salazar y con la historiografía crítica, podemos afirmar sobre este asunto que no percibimos la estabilidad del sistema político nacional como una intrínseca “virtud estructural” que atraviesa toda la historia nacional, “sino, más bien, como ciclos o momentos de estabilidad equilibrándose sobre una tensa inestabilidad fundamental de largo plazo”8. Con todo, es preciso reconocer que los sectores dominantes han logrado proyectar una imagen de “excepcionalidad del caso chileno”, basada en la “estabilidad institucional”, sin que ello haya suscitado mayores reparos sobre las condiciones y contenidos de dicha persistencia.


Parafraseando los términos en que ha sido convocado este Coloquio, podemos sostener que la “imagen–país” del Chile actual presenta notables continuidades y algunas rupturas parciales con su imagen de larga data.


La continuidad principal es el intento de la clase dirigente chilena por proyectar una imagen de excepcionalidad en el contexto latinoamericano. Para ello se evoca una visión edulcorada de la historia anterior a 1970 y la “transición democrática ejemplar” de la dictadura pinochetista a los gobiernos civiles como un proceso sin mayores sobresaltos, fruto de un amplio consenso de las fuerzas políticas y con gran apoyo social, garantía de estabilidad institucional y de paz social.


Como elemento novedoso se exhibe el éxito económico del modelo neoliberal chileno (el “jaguar” de la década de 1990), hasta el punto de anunciar que el país se encuentra en el umbral del desarrollo. Así lo hizo, por ejemplo, el ex Presidente Ricardo Lagos, quien dató tan magno acontecimiento para el 2010, aunque posteriormente los panegiristas del modelo han postergado su advenimiento para el 2019.


La nueva imagen del país ha sido construida tanto para el consumo interno como para el externo. Hacia el interior este cuadro es uno de los dispositivos de hegemonía ideológica sobre la población destinado a asegurar el acatamiento y el consenso que permitan asegurar la paz social, como condición necesaria para la estabilidad y reproducción del modelo neoliberal. En el escenario internacional se intenta proyectar una imagen remozada de Chile a fin de lograr la mejor inserción posible en los globalizados mercados internacionales en tanto país de la periferia abocado a la exportación de materias primas. El resultado de esta política impulsada por los gobiernos post dictatoriales (tanto de la Concertación como de la Derecha clásica) han sido los numerosos tratados de libre comercio firmados por el Estado de Chile y la aplicación estricta de las recetas neoliberales de organismos como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. Los resultados han sido lisonjeros para sus promotores: el país es considerado en esos organismos del orden económico mundial como un alumno ejemplar, siendo premiado con su ingreso a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) como pariente pobre de este organismo destinado en principio a reunir a los estados más ricos, pero abierto desde hace algunos años a países “en vías de desarrollo” que se destaquen por su celo en la aplicación de las políticas de la globalización neoliberal.


Esta imagen triunfalista oculta tantos y tan substantivos aspectos de la realidad que llega a constituir una mistificación en el sentido más literal de la palabra, esto es, engaño, embaucamiento, falseamiento, falsificación o deformación. Entre muchos otros, destacan algunos elementos que echan por tierra la imagen de un Chile en avanzado camino hacia el desarrollo y la justicia social.

El más impactante de estos elementos es la profunda desigualdad social. Aunque existen muchos índices y parámetros para medirla, basta mencionar algunas cifras indesmentibles. Según el informe 2009 del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), la relación entre el ingreso per cápita del 10% más rico de los hogares y el ingreso del 10% más pobre de los hogares chilenos es 26,2. Lo que traducido en términos del Índice GINI que fluctúa entre 0 y 100, siendo 0 la línea hipotética de la igualdad total y 100 la línea de la desigualdad total, Chile tiene un coeficiente de 52,2, uno de los peores del mundo. Durante los gobiernos concertacionistas esta situación continuó empeorando. De acuerdo a la Encuesta de Caracterización Socioeconómica Nacional (CASEN), entre 1990 y 1996 la desigualdad entre el 20% más rico y el 20% más pobre aumentó de 12,9 a 13,89. Una década más tarde el panorama era desolador. Según un estudio sobre 124 naciones realizado por el Banco Mundial en 2005, Chile ocupó el duodécimo peor lugar, compartiendo tan vergonzoso puesto con Namibia y Suazilandia, y por debajo de países como Zimbawe, Bolivia, Zambia, Nigeria y Malawi10. Para contrarrestar la pésima “imagen país” que proyectaban estas cifras, quienes administraban el modelo en aquella época no dudaron en recurrir a gigantescas manipulaciones de los datos estadísticos, haciendo aparecer en la encuesta CASEN de 2006 una disminución de la desigualdad en Chile. El fraude fue develado por los investigadores Marcel Claude y Juan Pablo Moreno, quienes denunciaron una enorme desvalorización del ingreso total de los chilenos respecto de los datos del ingreso nacional aportados por el Banco Central (el 41% del ingreso nacional según Claude y 35 mil millones de dólares de acuerdo a Moreno), lo que significaría una grosera subestimación del ingreso del 10% de la población más rica del país11. Como bien comentó el sociólogo Felipe Portales en una de sus columnas periodísticas:

 

“Lo más sintomático, a este respecto, han sido las políticas de ‘autocensura’ de los líderes concertacionistas y de los principales medios de comunicación respecto de las gravísimas denuncias efectuadas por ambos investigadores. En el caso específico de Juan Pablo Moreno, sus denuncias las efectuó incluso en un seminario de Chile XXI, ante la presencia de diversos dirigentes, profesionales y parlamentarios de la Concertación, los que no solo lo ignoraron completamente en el momento sino que han guardado hermético silencio hasta hoy”12.

 

En los últimos años la desigualdad social no ha cesado de aumentar. Conforme a la encuesta CASEN, en 2009 la pobreza creció de 13,7% a 15,1% de la población y en enero de 2010 habían 11.000.000 de personas, esto es, 64% de la población con ficha de protección social. Según algunas estimaciones, de no mediar las transferencias sociales hechas por el Estado, la pobreza sería un 30% mayor, llegando a abarcar casi un 45% de la población. Mientras tanto la riqueza se sigue concentrando: el 20% más pobre de los chilenos obtiene entre el 3% y el 4% del ingreso y el 20% más rico alcanza cerca del 60%13. Y la tasa del desempleo masivo estructural –factor agravante de la desigualdad social- lejos de disminuir, continúa creciendo luego de más de tres décadas y media de implantación del modelo neoliberal14.

En íntima relación con la extrema desigualdad se manifiesta una notoria falta de cohesión de la sociedad chilena. Un ejemplo impactante fueron los saqueos masivos que se produjeron luego del terremoto de febrero de 2010. Estos actos en los que participaron miles de personas de distinta condición, deben ser entendidos como el resultado directo de la enorme desigualdad social y de la implacable aplicación del modelo neoliberal que ha promovido un individualismo exacerbado (según algunas mediciones Chile es el país más individualista del mundo después de los Estados Unidos) y ha destruido las redes asociativas populares, anulando de esta manera los controles sociales más efectivos que son los que se derivan del libre consentimiento15.


En un plano distinto, pero con evidentes puntos de contacto con lo anteriormente expuesto, impacta tanto a observadores nacionales como extranjeros la creciente carencia de legitimidad del sistema político existente desde 1990. Esta democracia tutelada y de baja intensidad, resultante de los acuerdos entre el pinochetismo y la oposición moderada a la dictadura nucleada en la Concertación de Partidos por la Democracia, ha significado una virtual expropiación de la soberanía popular por las cúpulas de la llamada “clase política” y los poderes fácticos que actúan en la penumbra16. La desmovilización popular impulsada por los partidos y gobiernos de la Concertación –con el beneplácito y aplauso de la Derecha clásica y del gran empresariado- se ha vuelto contra el mismo sistema que pretendía afianzar17. Entre las numerosas evidencias de este fenómeno destacan dos que pueden ser medidas en términos cuantitativos. En primer término, el bajo interés ciudadano por participar en las elecciones de representantes a los cuerpos del Estado. Desde fines de la década de 1990 votan cada vez menos personas y en la actualidad –cuando aún no se implementa el anunciado sistema de inscripción automática y voto voluntario- el 31% de los chilenos en edad de votar ni siquiera está inscrito en los registros electorales. A ello se suman las numerosas abstenciones (a pesar de las sanciones legales), los votos en blanco y nulos, lo que hace que la casi totalidad de los “representantes populares” (desde el Presidente de la República hasta los concejales municipales, pasando por senadores y diputados) sean investidos en sus cargos como resultado de una elección en la que participó menos de la mitad del electorado potencial. La segunda prueba de la escasa legitimidad que la ciudadanía otorga al actual sistema político es el bajísimo grado de confianza que obtienen los partidos políticos y sus líderes. Según la encuesta registrada en la tercera edición del Barómetro de las Américas, medición impulsada por el Proyecto de Opinión Pública de América Latina (LAPOP) y que en nuestro país fue desarrollada por la Pontificia Universidad Católica, de los veintiséis países (incluyendo a Estados Unidos) en que se aplicó este sondeo, Chile es aquel en que se registra la menor adhesión a los partidos políticos de toda la región. En la primera encuesta, realizada en 2006, solo el 26% de las personas consultadas declaró sentir simpatía por algún partido político; en 2008 la cifra bajó cinco puntos para situarse en 21%, y en la medición de 2010 cayó hasta el 11%, esto es, una baja de quince puntos en cuatro años. Mucho más preocupante que el repudio a los políticos profesionales, fue que 72% de las personas consultadas en esta última medición afirmara tener poco o nulo interés por la política. Solo Haití arrojó un rechazo o indiferencia mayor por la política. Remachando el apoliticismo imperante en nuestro país, en el sondeo de 2010 76,3% de los chilenos interrogados afirmó que lo importante a la hora de votar “son las cualidades individuales del candidato, no su partido o coalición”. El único guarismo alentador de este sondeo estuvo representado por el 76,1% de personas que aseveraron apoyar a la democracia como sistema de gobierno18.


Otro componente de la realidad chilena que echa por tierra la imagen de una democracia ejemplar es el carácter ilegítimo de la Constitución y del sistema político. La Constitución Política de la República de Chile tiene un origen espurio por haber sido impuesta por la dictadura pinochetista en condiciones de ausencia total de libertades y garantías democráticas. Su fin no es otro que el de legitimar y afianzar el modelo económico neoliberal junto a su complemento el sistema de democracia restringida, tutelada y de baja intensidad implantado a partir de 1990. Los cambios que sufrió la Constitución después de su “aprobación” en 1980 si bien no han sido del todo despreciables, no alteran ni su génesis ni su contenido fundamental19. Una de esas reformas, la consistente en sacar del texto constitucional el sistema electoral binominal, dejándolo como una simple ley, en su momento pareció a muchos analistas que abría posibilidades de abrogar tan inicuo procedimiento. No obstante, los hechos que se han sucedido desde entonces han demostrado que la Constitución y el sistema electoral binominal se mantienen estrechamente unidos, formando un todo destinado a poner un cerrojo que impida reformas que abran paso a una democratización profunda del país.


La imagen de Chile como una democracia ejemplar y de un sistema económico exitoso construida conjuntamente por la Derecha tradicional y la Concertación, resistió más o menos bien durante casi dos décadas. Esa fue la época de oro del “jaguar” chileno. Pocas veces en el último siglo la hegemonía ideológica de las clases dominantes había calado tan hondo en el conjunto de la sociedad y pocas veces su discurso mistificador había alcanzado un eco tan potente a escala internacional. Pero el renacer de la protesta social debido a la acumulación de males del modelo y la pérdida de credibilidad de sus administradores (tanto de la Concertación como de la Derecha clásica)20, ha comenzado a resquebrajar seriamente –tanto en Chile como en el extranjero- la exitosa “imagen país”. Por primera vez en más de dos décadas la arquitectura política de la transición pactada muestra signos de agotamiento del mismo modo que empieza a perderse la legitimidad social que el modelo había gozado entre amplios sectores de la población. Esto prueba que las imágenes son un campo importante de las luchas por la hegemonía. Pero la crisis de una hegemonía (y de sus imágenes) no es definitiva si no surgen discursos e imágenes alternativas lo suficientemente poderosas y convocantes que se proyecten como nuevas hegemonías. Parece ser que este será el centro de la batalla política en los próximos años.

 

 

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1 Sofía Correa, Consuelo Figueroa et al., Historia del siglo XX chileno. Balance paradojal, Santiago, Editorial Sudamericana, 2001, págs. 370 y 371.

2 Mariana Aylwin, Carlos Bascuñán et al., Chile en el siglo XX, Santiago, Planeta, 1990, pág. 265.

3 Ibid. Aparte Aylwin y Bascuñán, integran este grupo de historiadores identificados con la Democracia Cristiana, Sofía Correa, Cristián Gazmuri, Sol Serrano y Matías Tagle.

4 Ibid., págs. 265 y 266.

5 Luis Vitale, Interpretación marxista de la Historia de Chile, Vol. II (tomos III y IV), Santiago, Lom Ediciones, 2012; Sergio Grez Toso, De la “regeneración del pueblo” a la huelga general. Génesis y evolución histórica del movimiento popular en Chile (1810-1890), Santiago, Ediciones de la Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos – RIL Editores, 1998; Felipe Portales, Los mitos de la democracia chilena. Tomo I Desde la Conquista hasta 1925, Santiago, Catalonia, 2004.

6 Felipe Portales, Los mitos de la democracia chilena, vol. II. Desde 1925 a 1938, Santiago, Catalonia, 2010; Sergio Grez Toso, “La ausencia de un poder constituyente democrático en la historia de Chile”, en Diversos autores, Asamblea Constituyente. Nueva Constitución, Santiago, Editorial Aún Creemos en los Sueños, 2009, 35-58; Juan Guzmán, Roberto Garretón et al., “¿Necesita Chile una nueva Constitución? Perspectiva histórica, jurídica y política”, Santiago, Centro de Estudios de Derechos Humanos Universidad Central – Comité Iniciativa por una asamblea Constituyente, 2008.

7 Bernardino Bravo, Régimen de gobierno y partidos políticos en Chile, 1924-1973, Santiago, Editorial Jurídica de Chile, 1978, págs. 49-50. Citado en Felipe Portales, Los mitos de la democracia chilena, vol. II., op. cit., pág. 45.

8 Gabriel Salazar, Violencia política popular en las “grandes alamedas”. Santiago de Chile 1947-1987 (Una perspectiva histórico-popular), Santiago, Ediciones SUR, 1990, pág. 73. Cursivas en el original. El desarrollo de esta idea abarca las págs. 71-119.

9 Patricio Meller,Pobreza y distribución del ingreso en Chile (Década de los noventa)”, en Paul Drake e Iván Jaksic (compiladores), El modelo chileno. Democracia y desarrollo en los noventa, Santiago, Lom Ediciones, 1999, pág. 52.

10 Marcel Claude, El retorno de Fausto. Ricardo Lagos y la Concentración del Poder Económico, Santiago, Ediciones Política y Utopía, 2006, pág. 146.

11 Felipe Portales, “La Concertación debe dar explicaciones (IX)”, 21 de septiembre de 2010, en http://www.elclarin.cl/index2.php?option=com_content&do_pdf=1&id=22429

12 Ibid.

13 Ángel Saldomando, “La economía política de los mínimos”, febrero de 2011, en http://www.g80.cl/noticias/columna_completa.php?varid=11347 . Pocos meses después de presentado este trabajo en el Coloquio Informe-país, se conoció el ranking Forbes de los grandes millonarios del mundo. En este repertorio figuran tres fortunas chilenas –Luksic, Matte y Paulmann- que acumulan un total de 38 mil millones de dólares, lo que equivale al 15% del PIB nacional. En ningún país del mundo tan pocas familias logran reunir un patrimonio tan grande en relación con la riqueza del país donde viven. Ariel Meller R., “¿Cómo un país que jamás ha sido próspero tiene a tres chilenos entre los 100 más ricos del mundo?”, 9 de marzo de 2012, en http://ciperchile.cl/2012/03/09/%C2%BFcomo-un-pais-que-jamas-ha-sido-prospero-tiene-tres-chilenos-entre-los-100-mas-ricos-del-mundo/

14 Claudio Lara Cortés, “35 años de desempleo estructural: el gran aporte del neoliberalismo al Bicentenario de Chile”, en Carlos Ossa Swears (editor), Escrituras del malestar. Chile del Bicentenario, Santiago, Universidad de Chile, 2011, págs. 147-170.

15 Sobre este tema véase, entre otros, el artículo de José Luis Ugarte, “Nuestros bárbaros”, La Nación Domingo, Santiago, del 7 al 13 de marzo de 2010; y el excelente texto de los integrantes del Centro de Alerta e Investigadores del Observatorio Chileno de Políticas Educativas (OPECH) – Universidad de Chile, Daniel Brzovic, Rodrigo Cornejo, Juan González, Rodrigo Sánchez y Mario Sobarzo, “Que se derrumben los sentidos comunes y se reconstruyan las comunidades: Reflexiones a partir del terremoto y maremoto en Chile”, Santiago, 11 de marzo de 2010, en http://www.piensachile.com/content/view/6797/5/

16 Tomás Moulian, Chile actual. Anatomía de un mito, Santiago, Universidad ARCIS – Lom Ediciones, 1997; Felipe Portales, Chile: una democracia tutelada, Santiago, Editorial Sudamericana, 2000.

17 Uno de los parámetros que permiten apreciar la magnitud de la desmovilización popular y la destrucción del tejido social, es la drástica baja de la tasa de sindicalización desde el inicio de los gobiernos postdictatoriales hasta la fecha actual. En 1990 esta alcanzaba el 19,8% de la fuerza de trabajo; en 1997 ya había descendido a 16,3% y en la actualidad no superaría el 10%. Las dos primeras cifras han sido tomadas de Helia Henríquez, “Las relaciones laborales en Chile ¿Un sistema colectivo o un amplio espacio para la dispersión”, en Drake y Jaksic, op. cit., págs. 120 y 121. Otros ejemplos de la falta de estímulo de los gobiernos de la Concertación a las organizaciones populares en Felipe Portales, “La Concertación debe dar explicaciones (XV)”, 2 de noviembre de 2010, en http://www.elciudadano.cl/2010/11/08/28558/la-concertacion-debe-explicaciones-xv/ Sobre los efectos de esta política en la población juvenil –antes del estallido estudiantil del año 2011- véase, Freddy Urbano Astorga, Pedro Rosas Aravena y Rodrigo Mundaca Gómez, Los jóvenes, la política y el espacio público. La transición y la emergencia del sujeto periférico, Concepción, Ediciones Escaparate – Instituto Latinoamericano de Altos Estudios sociales, ILAES, 2006.

18 Sebastián Rivas V., “Encuesta revela que Chile es el país con menor adhesión a los partidos políticos de toda la región”, El Mercurio, Santiago, 13 de diciembre de 2010.

19 Robert Barros, La junta militar, Pinochet y la Constitución de 1980, Santiago, Editorial Sudamericana, 2005.

20 Sergio Grez Toso, “Un nuevo amanecer de los movimientos sociales en Chile”, en The Clinic, N°409, Santiago, 1 de septiembre de 2011.

 

 

 

 

*Intervención del autor en la mesa “Imagen-País Chile: Análisis de la historia reciente”, realizada en el marco del Coloquio “Informe-País Prácticas del territorio: Arte, Crítica e Historia”, organizado por el Proyecto curatorial Informe País: Artes Visuales 2011, Perú-Bolivia-Argentina-Chile”, Santiago, Centro Cultural Gabriela Mistral, 23 de noviembre de 2011. Publicado en Mara Santibáñez (dirección), Informe País. Artes Visuales, Santiago, Línea Bicentenario del Consejo Nacional de la Cultura las Artes, 2012, págs. 76-81.

 

** Dr. en Historia, académico de la Universidad de Chile. Correo electrónico: sergiogreztoso@gmail.com

 

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