Simplemente Allende es la figura más noble y revolucionaria de la historia de Chile. Es también la figura política más prestigiosa de esta parte del mundo.
No son pocos los hombres y mujeres de la Tierra que buscan como él, que creen, que anhelan como él.
Democracia y socialismo. Libertad y justicia.
Allende actualiza los ideales incumplidos de la Revolución Francesa.
Los ideales incumplidos de Occidente.
Era un realista y un romántico.
Un demócrata y un revolucionario.
Un pequeño burgués y un proletario.
Un hombre elegante que amaba a la mujer del pueblo.
Un dandy que quería de verdad –en la hora de su muerte se supo, si antes hubo dudas- al hombre de la calle.
Un pije de guayabera que no quería harapos para nadie.
Un marido de su mujer y un enamorado de su amante.
Un partidario de la vía pacífica que se defendió con las armas en la mano.
Un orador que improvisó su mejor discurso antes de culminar su mejor obra: su vida.
Enamorado de la vida, del mar, de las mujeres de Algarrobo, prefirió morir antes de vivir humillado.
Como todo enamorado empedernido y todo héroe – y es el héroe más grande de nuestra historia patria- se amaba a sí mismo. Su suicidio no destrozó su rostro. Lo calculó con la frialdad del convencido que seguiría viviendo eternamente y que tenía que cuidarse para ello.
Su estilo de vestir, de caminar, de hablar, de conversar, era un poco distante. Había inconciencia o subconciencia en él que le aseguraba una vida distinta y sin muerte, un paso para quedarse para siempre, un reposar pero al lado de Bilbao, de Arcos y de Balmaceda, suicidas ilustres, locos tan humanos que terminan organizándonos la vida.
Fue un hombre de su tiempo que pudo vivir en otro tiempo, en cualquiera de los que el primate contó desde que se autodesignó la dignidad.