Un día 17 de julio de 1936, cuyo aniversario como todos los años pasó completamente desapercibido en este país, comenzó a escribirse un horrendo pasaje de la historia de España. Se trata del alzamiento en Melilla (formaba parte del protectorado español en Marruecos), por parte de una “selecta” troupé de militares sediciosos contra el gobierno legítimamente constituido, uno de los más sorprendentes experimentos políticos del siglo XX, por su inventiva, originalidad, capacidad de realización y, en definitiva, por su universalidad: II República Española.
Fue a las 17 horas de dicho día cuando el teniente Zaro, en cumplimiento estricto de una orden emanada del general Emilio Mola, el “almirante Carvajal” del golpe español, se presentaba con una pequeña tropa de asalto en el edificio de la Comisión de Límites para practicar un registro en busca de armas. Aprovechando, de paso, para detener al general Manuel Romerales, jefe de la circunscripción oriental del protectorado español en Marruecos, por negarse a participar y apoyar la asonada golpista. También sería arrestado, al poco, el principal mando militar español en el norte de África, el general Agustín Gómez Morato. Esta fue la mecha que encendió la hoguera que poco a poco empezaría más tarde a arder.
Un par de semanas después serían vilmente ajusticiados, al igual que muchos de sus compañeros, iniciando una serie espeluznante de arbitrarias detenciones y arteros asesinatos cometidos en la persona de los propios compañeros de armas. Estas serían las primeras víctimas aleves del alzamiento sedicioso, de las cuales se habla poco o casi nada.
Así empezó todo, una larga historia de horror que, de algún modo, ¡claro está!, se deja sentir hasta el día de hoy, “porque aquella sublevación militar contra la República quebró definitivamente y de modo artero la capacidad del Estado y del Gobierno republicano para mantener el orden”, como bien señala el escritor e historiador, Julián Casanova, autor de Europa contra Europa, 1914-1945.
So pretexto de “sacar a la Patria de la crisis y el caos, de rescatarla del despeñadero y de las garras de los malvados comunistas…, frente a lo cual lo más sano de nuestra sociedad no tuvo más remedio que actuar, etc…etc…”. Son palabras resuenan, en verdad, familiares para los chilenos, pues se trata de los consabidos mitos del fascismo los que pese a la inopia y el absurdo de sus argumentos, aún no han sido derribados por completo, en ambas realidades.
El resto de la historia es del todo conocida. El fracaso e incapacidad inicial de los golpistas de alcanzar el objetivo fundamental de apoderarse del poder y derribar el régimen republicano, la división del ejército y la resistencia popular en armas, desembocaron en lo inevitable: la Guerra Civil Española.
Una vergonzante y cruenta guerra fratricida, que contó con el poderoso apoyo unilateral del nazismo y el fascismo, mientras la II Republica se debatía heroica y en soledad, pues las democracias occidentales la dejaron, inexplicablemente, en la más absoluta orfandad; y que significó, a la postre, el establecimiento de una de las más execrables y prolongadas dictaduras militares del mundo, a la par que para el sufrido pueblo pauperización, atraso, sufrimiento y exilio. Sobre todo, un altísimo costo en vidas humanas.
Ahí están presentes los millares de fosas comunes (y desapariciones), como mudos e inermes testigos, existentes en cada pueblo y en cada provincia de este territorio. Un mudo testimonio que debiera enrostrar a la opinión pública internacional, a diario, que España ostenta el impresentable record de ser el país que tiene más fosas comunes del mundo después de la Camboya de Pol Pot. Así se configuró la dantesca escena del Holocausto español, tal como lo ha señalado el destacado historiador británico, Paul Preston (2010).
Hablamos de los más espantosos genocidios que conoció la Europa siglo XX, solo comparable al impulsado por los Nazis contra el pueblo judío; algo, que aún divide, pese a los tres cuartos de siglos transcurridos, a esta esquizo sociedad. No son pocos los que ven todo el horror experimentado por este pueblo como algo inevitable, y hasta necesario.
Sabemos, no obstante, que una sociedad madura y toda democracia profunda y plena debiera ser capaz, al menos, de trascender las lecturas interesadas de sus traumáticos acontecimientos a partir de la articulación de un relato común (compartido) de lo ocurrido. Ello requiere no solo honestidad, sino, especialmente, una alta dosis de valentía y generosidad, dos ingredientes que suelen brillar por su ausencia.
Pero, francamente, la ignorancia, la indiferencia con la que este país ha enfrentado su pasado resulta ostensiblemente pavorosa… el pragmatismo, el cálculo político y la claudicación de su (in) modélica transición a la “democracia”, que en la práctica significó la imposición de los intereses de un tardofranquismo en favor de las elites políticas, sociales y financieras. Terminaron, así, institucionalizando el desprecio y la amnesia generalizada, con sus políticas y prácticas del olvido y la impunidad, respecto de todo lo ocurrido. Es esa la impronta que se advierte frente a cualquier esfuerzo, por menor que sea, de recuperación de la memoria histórica en este país.
Todo ello configura un sentido real a aquel conocido tópico que señala que el olvido nos condena a repetir la historia, ya como farsa, ya como tragicomedia. ¿Acaso toda la escaza y fantasmagórica democracia española no representa, precisamente ello? O, la grave crisis política (social y política) que azota a este país, ¿no hunde sus profundas raíces en ese desgraciado episodio?
Pues, dicho mal y pronto, a partir de allí, indesmentiblemente, todo a jugado a favor de las mencionadas elites “españolistas”; y, claro está, en contra de los intereses y el bienestar de las grandes mayorías de la población.
Al respecto existe un dato indesmentible, otro impresentable record español, que ponía de realce, hace tan solo unos días, el “Chomsky catalán”, quien también fue asesor en materia de políticas públicas del presidente Allende, el veterano catedrático Vicenç Navarro: España posee las más elevadas tasas de desigualdad social existentes hoy entre los países de mayor desarrollo económico de la OCDE. Una realidad que viene de lejos.