La matanza que tuvo lugar en un cine de un suburbio de Denver desencadenó, al igual que en tantas otras ocasiones luego de que se produjeran similares atrocidades, el previsible coro de lamentos que a su vez se preguntaba por qué periódicamente aparecían en Estados Unidos monstruos capaces de perpetrar crímenes como los del tétrico émulo del Guasón.
En realidad, un análisis que haga a un lado la complacencia habitual con las cosas del imperio no podría dejar de señalar una causa de fondo: como la expresión más acabada de la sociedad burguesa Estados Unidos es también el lugar en donde la alienación de los individuos llega a niveles sin paralelos a escala universal. No debería sorprender a nadie que comportamientos como el del joven James E. Holmes -¿cuántas matanzas indiscriminadas se produjeron en los últimos años?- afloren periódicamente para sembrar el dolor en la población estadounidense. Una sociedad alienada y alienante que genera millones de adictos (sin que exista ningún programa federal de prevención y combate a la adicción); millones de “vigilantes” dispuestos a imponer la ley y el orden por su cuenta persiguiendo a personas por el color de su piel o sus rasgos faciales; y otros millones que, como el tal Holmes, pueden comprar en cualquier armería un fusil de asalto, pistolas, revólveres, granadas, bombas de humo y todos los pertrechos de la parafernalia militarista y, para colmo, obtener permisos para utilizar legalmente todo ese mortífero arsenal.
La recurrencia de esta clase de masacres habla de un problema estructural, lo que es cuidadosamente obviado en las explicaciones convencionales que, invariablemente, hablan de un ser extraviado, de un loco, pero sin nunca preguntarse por las causas estructurales que en esa sociedad produce locos en serie. Una sociedad que se presenta con rasgos paradisíacos, como la tierra de la gran promesa, como el país en el que cualquiera puede triunfar y ganar dinero a raudales, poder y prestigio, con todo lo que estos atributos llevan como beneficios colaterales y que, en realidad, son metas sólo accesibles, en el mejor de los casos, para el 5 por ciento de la población. El resto, sometido a una implacable y constante andanada publicitaria, mastica su impotencia y su frustración. De vez en cuando, alguno piensa que la solución es salir a matar gente a mansalva e indiscriminadamente; otros, más inofensivos, deciden suicidarse lentamente con las drogas.
Pero si la generalizada alienación de la sociedad norteamericana es la causa de fondo, otros factores concurren para producir conductas aberrantes como la de Holmes. En primer lugar el fenomenal negocio de la venta de armas, amparado bajo el pretexto de ser un derecho garantizado por la constitución, y que en realidad es el complemento necesario que legitima, en el plano de la sociedad civil, al “complejo militar-industrial” que domina la vida económica y política de Estados Unidos desde hace poco más de medio siglo. Quienes fabrican armas deben venderlas, sea al gobierno de Estados Unidos (y para ello deben fabricar guerras por todo el mundo, o montar escenarios tendientes a ella), sea a los particulares amenazados por el espectro omnipresente de la inseguridad. Diversos analistas señalan que sólo en las zonas fronterizas entre México y Estados Unidos hay unas 17.000 armerías en donde se puede adquirir un fusil de asalto AK 47 con la misma facilidad con que se compra una hamburguesa, lo cual aparte de ser una grotesca aberración habla de la consistencia de una política oficial que ampara semejante disparate.
En segundo lugar, la industria del entretenimiento (Hollywood) excita permanentemente la imaginación de decenas de millones de estadounidenses con una imparable catarata de series, vídeos y películas en donde las formas más crueles, atroces y aberrantes de violencia son expuestas con perversa meticulosidad. Antes también había algo de esto, pero ahora su proporción ha crecido exponencialmente y, en ciertos días y horas resulta prácticamente imposible ver en la televisión otra cosa que no sea la subliminal exaltación del sadismo en todas las formas que sólo una muy enfermiza imaginación puede concebir. La censura que se ejerce –ora de modo sutil, ora de forma completamente descarada- para dificultar o impedir que se conozca la obra de cineastas o documentalistas críticos del sistema o que hablen bien de países como Cuba, Venezuela –Michael Moore o Oliver Stone, por ejemplo- no existe a la hora de preservar la salud mental de la población expuesta al vómito de atrocidades y crueldades producido por Hollywood. Por algo será. Y ese “algo” es que tanto la venta descontrolada de armas de todo tipo como la violencia inducida desde Hollywood son plenamente funcionales al proyecto de dominación de la burguesía norteamericana. Noam Chomsky ha demostrado desde hace décadas como ésta ha perfeccionado los mecanismos que le permiten dominar por el terror, sabiendo que del miedo –la pasión más incontrolable de los hombres- brota la sumisión a los poderosos.
Una burguesía que infunde el miedo entre la población, haciéndole saber a todos que nadie está a salvo y que para proteger sus pobres e indefensas vidas hay que renunciar a más y más derechos, otorgándole al gobierno la capacidad para vigilar todos los espacios públicos, monitorear sus movimientos, interferir en sus llamadas telefónicas, interceptar sus correos electrónicos, controlar sus finanzas, saber qué compra, en qué gasta su dinero, a quienes lee, con quienes se junta y de qué conversan cuando lo hacen. Un enemigo externo -hoy “el terrorismo internacional”, antes “el comunismo”- presentado como omnipotente y de una crueldad sin límites se complementa en el plano interno con la amenaza corporizada en los miles de asesinos que se mimetizan con el resto de la población, como Holmes, para cuya neutralización se requiere otorgar a la policía, al FBI, a la CIA y al Departamento de Seguridad de la Patria todos los poderes que sean necesarios. Lo que en 1651 Thomas Hobbes planteaba en su Leviatán como una metáfora heurística, imposible de hallar en la realidad por su extremismo: la cesión que los individuos hacían de casi todos sus derechos al soberano a cambio de conservar la vida, terminó convirtiéndose en una trágica realidad en los Estados Unidos de hoy.