Hoy estoy en Chile de paso y retorno a la Argentina en unas horas. Aprovecho los últimos momentos para acariciar a los míos y dar un paseo por las arterias centrales de Santiago. Hoy también hay protesta nacional contra el mal gobierno, contra la vida empeorada, la injusticia y su multiplicación imparable. Es 11 de julio antes del mediodía. Hace rato que la armadura del Estado, sus carros blindados, las fuerzas especiales de la policía permanecen apostados en casi todas las esquinas donde se sucederán las manifestaciones.
¿Por qué el 11 de julio? El ex Presidente Salvador Allende, el último estadista del país de Violeta Parra, hace 41 años nacionalizó el cobre, ingreso y sostén histórico del Chile, luego del desastre del salitre. El territorio extendido donde nací es una explanada estrecha, flanqueada por la cordillera andina y el Pacífico, una zona movedizaza, atormentada por placas submarinas. Mi pueblo es trabajador sin horario, vecino y poblador empobrecido, asalariado que alcanza el fin de mes a cuotas asesinas, usura, préstamo infinito.
Parece que Chile estuviera aislado del resto América Latina. Pero la verdad es que sus relaciones sociales, la manera en que se desenvuelven las formas más salvajes del capital en los tiempos de su mundialización, no lo distinguen de la mayoría continental, salvo porque el programa antipopular del liberalismo a ultranza tuvo su bautismo a sangre y fuego hacia fines de los 70’ de la centuria pasada. Con un fusil puesto en la cabeza rota de mi pueblo, Chile se convirtió en el laboratorio perfecto para imponer la ortodoxia y perversión experimental de la Escuela de Chicago. De la Unidad Popular, las formaciones nucleares de poder popular, la alta oficialidad militar tutelada por el imperialismo norteamericano fue y es la herramienta de una revolución capitalista jamás vista en la historia de ese modo de producción. Los acontecimientos son bien conocidos por quienes se interesan en explicarse la privatización absoluta, la bancarrota de cualquier gesto industrialista; por qué tanta concentración económica, tanta desigualdad de horror, tanto despojo, tanta explotación y expoliación; por qué todo se ha vuelto mercancía, porque el sistema financiero proveniente de los polos más poderosos del planeta es el que organiza el orden de las cosas; por qué la dependencia profunda y antigua como maldición.
Yo sé lo que ocurrirá hoy, día de protesta que no nostalgia, sino que actualiza la demanda soberana de recuperar el cobre, el litio, los bosques mancillados; el mar, el agua, los campos, las costas, los puertos, los ríos fabulosos, la banca, los derechos sociales, los servicios básicos. Una movilización contra la discriminación insultante y la bala contra los mapuche y las mujeres y los migrantes y los trabajadores y los pobres, los más morenos, las minorías sexuales, los viejos y los jóvenes.
Yo sé lo que ocurrirá hoy. La represión encarcelará a centenares o más a lo largo del país. Le romperá las costillas y la boca enérgica al pueblo. Porque los únicos que emplean ‘todas las formas de lucha’ en Chile son los administradores del Estado de los que mandan provisoriamente a costa y en contra de los intereses de las grandes mayorías. Los más jóvenes, los adolescentes, los casi niños, serán el objetivo primero. Para que se atemoricen de una vez, como si la rebeldía y el movimiento objetivo de las contradicciones del propio capitalismo se extinguieran con la pólvora del escarnio de sus funcionarios armados. El mal gobierno castiga mientras más luchadores se agregan al descontento corrosivo como petróleo.
Yo sé lo que ocurrirá hoy. Cuando llegue a la Argentina, también en pie de combate social, sabré cómo habrá terminado la jornada. Que ningún proyectil criminal se entierre en la piel rebelde de mi pueblo. Otro escribirá con superior visión lo que pasará este 11 de julio. Simplemente estoy emputecido. Mi hora de lucha está hoy en Argentina. A poco de salir de Chile me llevo en la pupila un Santiago sitiado por Sebastián Piñera y los intereses antisociales que representa. Y en la cabeza del corazón, la convicción de que terminó la siesta para la minoría en el poder.