Piñera (Sebastián) gobierna Chile como una empresa, mejor todavía como una Bolsa de valores donde se compra barato y se vende caro –según el dato y como en la hípica. En su gabinete existen vendedores selectos, administradores de inversiones piramidales, anunciadores de milagros y fantasías pirotécnicas…pero por sobre todo ahí circula el capital como en la época de Ponzi, aquel inmigrante italiano condenado en Nueva York en 1920 por defraudación pública y en un país donde cualquiera funda un banco. (Para quien desee informarse, se han escrito papeles en doctas universidades buscando establecer por qué cayeron las venerables instituciones bancarias norteamericanas y no las canadienses justo al otro lado de la frontera).
En el mundo cayeron instituciones mucho menos creíbles que el Banco de Talca desde donde nuestro personaje fue a tomar mejores aires a Ciudad de México DF. En aquella época el Ministro Correa Bulo no tuvo éxito en sus investigaciones, pero no me cabe duda que si los hechos y los personajes de ayer se repitieran hoy, el hecho, en el mundo de las finanzas mundiales, y agreguemos en el mundo de La Polar, ocuparía menos de un octavo de columna en páginas interiores –en una palabra, sería algo supremamente banal. El tiempo perfeccionó el sistema Ponzi, creó nuevos personajes, y lo llenó de garantías que valían menos que el papel donde estaban registradas, pero garantías al fin, como las que pide la ley y como lo prueba la velocidad con que los papeles circularon por el mundo en la pringa más espectacular que se conoce en el mundo de las finanzas.
Hago estas reflexiones porque hace 30 años Piñera (José –esto es por familia), con sueldos propios de ministro de Estado, casi como una contribución a la Patria, benefició a la ciudadanía con un sistema de pensiones donde los aportes de las viejas cajas de jubilación pasarían a los nuevos fondos donde ahora se invertiría y fructificaría en lugar de dejar tontamente la plata a intereses fijos. Quienes recuerdan esos viejos tiempos, que entre paréntesis nunca fueron buenos, dicen que se les urgió –para no utilizar feas palabras– acoger con entusiasmo estas loables ideas. El año pasado estos prohombres, connotados servidores públicos, administradores de los fondos de pensiones, dieron a conocer que la cañota pletórica de billetes acumulaba 150 mil millones de dólares, es decir la mitad de todo lo que se calcula como el capital de Chile o mejor todavía dos tercios de todo lo que se produce en un año –casi nada. Agregaron que estaba en las manos del público aprovechar sus capacidades inversoras. Quiero decir, buscar entre las alternativas de inversión y meter allí sus fondos en algunas de esas maravillosas casillas camino a la riqueza: A, B, C, D, E.
Interrogados estos afortunados mortales, conversos del capitalismo financiero, declararon en una encuesta relámpago en el centro de la ciudad de Santiago, que ignoraban cómo podían aprovechar tan buenas nuevas. Otros dijeron que no entendían nada. Un año después, quienes se sumergen en los arcanos de la ciencia actuarial nos informan que el Fondo hoy tiene 140 mil millones de dólares. No ha habido explicaciones porque la noticia aparece en estadísticas en diarios especializados atiborrados de números y que sólo leen los iniciados en el tema. Tema duro, difícil, abstruso y muy aburrido pero que advierte lo que puede suceder a quien se mete en lo que no entiende. En este caso fue el país el que se ilusionó con este volador de luces, así como en muchos otros que se podrían citar, como en variaciones de un mismo tema, y que surgieron del sombrero, Hidroaysén, la educación, la salud, la vivienda popular, el siete por ciento…y el puente en el Canal de Chacao. Estos anuncios con cara de fraude son superados por el más espectacular de la historia de Chile: la venta del cobre –se prepara el litio– a precio de liquidación.
Estoy seguro que la venta de ilusiones continuará por dos razones fundamentales. En lo que hemos citado existe algo más grave que la defraudación a la fe pública. Todos sabemos, o más bien todos sabíamos, que lo que se invirtió nunca fue lo que los inversores anunciaron. Se gastó mucho más, lo que faltó lo puso el Fisco, es decir todos nosotros. Las ganancias las embolsó el administrador de la cañota. Siempre hubo un ministro de Hacienda, el tacaño oficial, y un Contralor que en la dignidad de su cargo se ocupa de certificar que todo se hace conforme a la ley. Suprema legalidad que no bastó para encubrir el hecho que a pesar de lo que se dijera o se invirtiera siempre quedaríamos en la raya de partida. Es lo que podríamos llamar la razón oficial. Hasta ahí la primera razón. Vamos a la segunda.
Nada habría sido posible sin la impecable cooperación de lo que Nicanor Parra llamó en su célebre frase, “la izquierda y la derecha unidas jamás serán vencidas”. Sin embargo, aquí viene la segunda razón por la cual el fraude proseguirá en suprema impunidad. Se trata de un secreto celosamente guardado por izquierdas y derechas. Algunos personajes nacieron con el ADN propio al sacrosanto proceso de engaños y locuras, algunos lo llaman “frescura de raja”, sin embargo, el secreto es otro. Cada cierto tiempo, cuatro años ahora –antes fueron seis–, los mismos personajes salen a la calle y exhiben, en lugar de un rey desnudo –los estudiantes ya los denunciaron como en el cuento de los hermanos Grimm– un péndulo. No es cualquier péndulo, es un péndulo hipnótico. He allí el secreto de nuestras desgracias.