Participando o no de sus ideas, siempre estimé que los buenos políticos eran aquellos que tenían ideas sólidas, ejercían un liderazgo en la sociedad y se comportaban consecuentemente con lo que sostenían.
Un buen político era, además, el que en los momentos adversos y amargos eran capaces hasta de morir por sus convicciones. De esta forma es que siempre valoré la heroica lucha de nuestros próceres de la independencia, más allá de que, en su final, fueran traicionados, confinados al ostracismo o completamente apartados de la vida pública como le sucedió a Bolívar, San Martín o nuestro propio Padre de la Patria.
Había buenos políticos de derecha y de izquierda. Dirigentes que desarrollaron partidos y referentes ideológicos, que fracasaron una y otra vez en las elecciones pero que, por su constancia y brillantez, a veces alcanzaron altos cargos, pero en otros casos han sido ulteriormente reconocidos en su legado. Personajes, incluso, que en la cúpula de poder se demostraron capaces de ofrendar su vida en beneficio de las causas que defendieron.
De esta forma es que los ex presidentes Balmaceda y Allende fueron finalmente reconocidos y admirados hasta por muchos de sus adversarios, tal como otros enormes líderes mundiales de la estatura de Gandhi, Lincoln, Juan Bosh y tantos otros que encontraron reconocimiento después de muertos. Porque los buenos políticos tienen que ser seres empecinados, éticamente inquebrantables y soportar que una buena cuota de sus contemporáneos los abomine y persiga. Situación que se ilustra muy certeramente con el asesinado ministro Diego Portales, tan resistido en su época, pero a quien después se le ha otorgado hasta el exagerado título de fundador de nuestro Estado.
A propósito de unas lamentables expresiones de Patricio Aylwin, no deja de llamarnos la atención que para éste y otros opinólogos la virtud de un conductor político sea la de saber acomodarse a las circunstancias, salvar ileso de las grandes convulsiones y acomodar su discurso de manera de sortear cualquier atolladero. Allende, para éstos, sería un presidente “mártir”, un “héroe” incluso, pero un mal político por lo que sucedió después con el Golpe Militar y los graves trastornos a nuestra convivencia. De esta forma, el extinto Presidente sería “el principal responsable” del quiebre institucional y del alzamiento castrense, más que los propios oficiales golpistas, la instigación del gobierno norteamericano y, desde luego, de la acción de quienes en Chile desde antes que asumiera en La Moneda ya estaban conspirando en su contra.
De sus propias expresiones, debiéramos deducir, entonces, que Aylwin es un buen político si se consideran su habilidad para salir indemne de las crisis y por haber encabezado la llamada Transición a la Democracia después de haber sido, sin duda, uno de los principales propiciadores y defensores del Golpe Militar de 1973, desde su cargo de Presidente de la Democracia Cristiana. Un habilísimo político que, después de haber defendido por años en su partido la tesis del camino propio para acceder al poder, terminara pactando y gobernando con los allendistas que él fustigara y, en su momento, considerara un peligro para el país. Debiéramos concluir que se trata de un “visionario” dirigente que por tantos años proclamara las ideas del humanismo cristiano, para terminar administrando el modelo neoliberal heredado por el Dictador. Además de asumir la Constitución de 1980, pese a que en su hora la considerara ilegítima en su origen y contenido. ¡Qué lección de política, entonces!
Así también es que debiéramos asumir como buenos políticos a otros como el ex senador y ministro de Economía Carlos Ominami que entre sus “pecados de juventud” formó parte de las más diversas colectividades políticas, como el MIR, el partido socialista de Allende y, luego, ofició como ministro de Economía del propio Aylwin. Tiempo en que fue vitoreado por la cúpula empresarial chilena, especialmente en una reunión con la SOFOFA en que se le prodigó uno de los más extendidos aplausos que recuerde nuestra historia. Aunque después tuviera el coraje de romper con la Concertación , pero para sorprendernos hoy con una entrevista de prensa en que le enrostra a Allende haber sido un “mal político”. Entre otras cosas por no haber puesto mano dura contra las organizaciones de “ultra izquierda…”.
De ser así, ¡vaya que tenemos buenos políticos en Chile! Si consideramos la habilidad de quienes justificaron las violaciones a los DDHH y el terrorismo de estado y, luego, llegaron impunemente al poder para demandarnos apego a la Ley , el espíritu republicano y la democracia constituida. Buenos políticos como tantos ex exiliados que militaron en vanguardistas expresiones de su época y que ahora han devenido en hombres de negocios, directores de bancos privados y en lobistas, un eufemismo extranjero para los traficantes de influencias de todas las épocas y latitudes. Sujetos que anduvieron por todo el mundo pidiendo compasión y estirando la mano para sus propósitos insurreccionales, para después terminar consolidados en las páginas de El Mercurio y la Tercera como ponderados columnistas. Estudiantes rebeldes que ayer se tomaban las universidades para defender la educación libre y gratis y ahora se los ve en las entidades privadas rendidas al lucro y entregan una educación de mediocre calidad. O quienes condujeron a la muerte a tantos jóvenes combatientes, para luego convertirse en traficantes de cupos y prebendas parlamentarias y municipales.
Los tozudos, en cambio, seguimos pensando que es preferible “vivir con honor o morir con gloria” y que “la revolución es moral o no es revolución”. Que los grandes idearios de justicia y libertad siguen estando pendientes. Que las grandes verdades no se prueban en el presente, sino en el porvenir. Que la fidelidad ideológica debe ser uno de los ingredientes fundamentales de la política.