Si fuera por lo que dicen las leyes, el paraíso terrenal quedaría entre Copiapó y Temuco.Sería como creer que lo que dice la Constitución Política del Estado en su primer artículo, es verdad y no parte de un chiste propio de Bombo Fica: Las personas
nacen libres e iguales en dignidad y derechos.
El tenebroso caso del asesinato del joven Zamudio ha generado una amplia discusión respecto de una ley antidiscriminación que nunca va a tener el efecto que se supone. Las leyes por sí solas no cambian la conducta del hombre. Lo que modifica la conducta humana es la cultura dominante.
La discriminación, y todo odio ilegítimo, es producto del asentamiento de una cultura cuyas bases no son de verdad humana, sino de una que entiende al ser humano, como un consumidor de cualquier cosa, por lo tanto un ser desechable.
El absurdo crimen de Zamudio debería poner en tela de juicio, más que la existencia o no de una ley, las razones de por qué cuatro tipos llegan a la conclusión que un homosexual merece ser castigado hasta la muerte.
En una sociedad en que el castigo abusivo y feroz se transmite en la tele cuando los pacos arrasan con las comunidades mapuches, los pobladores de Aysén o los estudiantes que marchan, es posible esperar estas conductas imitativas del poderoso e impune. Más aún si quienes han instalado la hegemonía de sus cultura, considera toda diversidad como un estigma maldito que merece la pira, el garrote, la bala o la horca.
La derecha, no es cosa nueva, basa sus fundamentos de principios en criterios de discriminación que les viene de sus religiones e historia. Las mujeres fueron brujas que había que quemar en los ancestros europeos de los padres de la patria. Los indios homosexuales fueron entregados a perros carniceros cuando América aún no se llamaba así, y el amor libre era tan normal como respirar en estas tierras.
Hace no mucho los poderosos pagaban por un par de orejas de indio o por sus testículos. No sería de buenas personas. Más cerca aún, los obreros tratados como bestias, forjaron las bases del capitalismo en esta tierra de redención. Y cuando alguno de ellos, bravo entre los bravos, levantaba el puño, si no lo fusilaba el ejército, lo enterraban los sicarios en medio de la pampa.
La persecución de quien piensa o es distinto, es la marca de fábrica de los que mandan. Contra esa fuerza amparada en las tropas de todos los tiempos, el pueblo se ha abierto paso no con pocos muertos. Las masacres que ha cometido el Ejército chileno en contra de indios, trabajadores y campesinos, no son eventos despreciables, aunque si escondidos de la historia patria.
Una ley no va borrar ese legado inhumano. Por el hecho de que aumenten las sanciones que castiguen cierto tipo de conductas discriminatorias no van a terminar de haber salvajes que odian a las mujeres, que matan a los homosexuales, que persiguen a los mapuche, que desprecian los negros, que matan comunistas o maltratan a sus criadas.
Habrá con algún grado de suerte, algunos pobres diablos purgando alguna condena, pero no más. Sobre todo porque quienes hacen parte de su cultura un acto frecuente de discriminación, son precisamente los poderosos dueños de las leyes o cuando no, de quienes las hacen.
Una ley hecha por criminales solapados, por integristas adoradores de la pira y el cepo, en un país en que la impunidad es la norma, va a ser letra muerta.
En el territorio mapuche son incontables los crímenes tan cobardes y aleves como el de Zamudio. Jóvenes igual que él, han sido acribillados, torturados, mancillados sus hogares y familia. Y para cada una de esas atrocidades hay una ley que la prohíbe.
Cuando las leyes las haga el pueblo y sea también el responsable de hacerlas cumplir, será porque de manera conjunta se estará alzando una cultura que no permitirá que personas como los asesinos de Zamudio, dejen de amamantarse sin el convencimiento que cosas así, jamás las podrán hacer.