El triunfo presidencial de Sebastián Piñera resultó fundamentalmente de un voto de protesta en contra de quienes gobernaron casi dos décadas, más que de la consistencia de su candidatura y el fervor popular. Su promesa de un cambio nunca fue convincente si se considera que ideológicamente ya eran muy imperceptibles las diferencias reales entre quienes nos gobernaban y quienes moran hoy en La Moneda. El actual jefe de estado nunca tuvo la plena adhesión de la centroderecha, sector que lo visualizaba como un advenedizo y no le perdonaba su pasado democratacristiano, así como sus frustrados coqueteos con la Concertación para asegurarse un cupo senatorial. Por lo que optó, finalmente, integrarse a Renovación Nacional para adquirir un rápido liderazgo y llegar al Parlamento, aunque para ello tuviera que desplazar con fiereza a su compañero de lista, Hermógenes Pérez de Arce. Un derechista de tomo y lomo que hasta hoy resiente la millonaria campaña de Piñera y sus codazos para arrebatarle los votos del sector.
Piñera tampoco era estimado por la clase empresarial, la que le reprochaba su meteórica carrera en convertirse en un multimillonario actuando siempre en el límite de la Ley y sorteando en los Tribunales toda suerte de ilícitos. Tanto por envidias y escrúpulos, la derecha económica no colaboró mucho con su triunfo ni tenía porqué hacerlo, complacida como siempre estuvo con los gobiernos concertacionistas, la impunidad que se agenciaron, las políticas tributarias que los favorecieron y esa rápida conversión de las autoridades a las “sacrosantas leyes del mercado”. Los hombres de negocios más visionarios temían, incluso, que un eventual gobierno de la Alianza por Chile despertara las demandas sociales y retornara esa fatídica movilización social que hoy, como siempre, los acongoja. Sentimiento que también compartieron los grandes medios de comunicación que habían salido indemnes de su colusión con la Dictadura, logrando una óptima relación con los nuevos moradores del Ejecutivo y el conjunto de la autodenominada clase política.
También debemos considerar lo que favoreció la elección del actual mandatario un padrón de ciudadanos limitado a no más de un 60 por ciento de los mayores de edad, como por un sistema electoral excluyente a causa del perpetuado binominalismo y la desmedida influencia del dinero en los comicios. Sin gastar siquiera todo lo que se supuso, es evidente que, en este sentido, Piñera tuvo una ventaja sobre los otros candidatos, arrastrando hasta a sus más iracundos detractores al carro de su victoria, aunque fuera para obtener las migajas del dispendio propagandístico.
Las propias biografías de Sebastián Piñera le reconocen una personalidad avasalladora, poco tolerante e impaciente. Diversas anécdotas y testimonios hablan de su difícil convivencia familiar, del soez maltrato a sus subordinados, así como de un desmedido afán por el exitismo y la riqueza material. Uno de sus amigos (porque tiene algunos, en realidad) confesó que el actual mandatario lo que verdaderamente siempre ha querido ser es un expresidente, con lo que le asigna un afán de inscribirse como sea en la historia, más que cumplir una genuina vocación de servicio público.
Estas características le han hecho tensa la relación con sus colaboradores. Ello sería lo que explica tanta rotativa en su gabinete, al grado de recurrir a parlamentarios en ejercicio para integrar sus equipos presidenciales, quienes han cedido a su invitación convencidos de que el gobierno es una mejor vitrina pública que su apoltronamiento en el desprestigiado Poder Legislativo. Por algo es que al menos cuatro de sus ministros están ya en plena carrera por sucederlo con algún éxito, lo que se expresa tan nítidamente en cuanta oportunidad aprovechan ante cada uno de los cataclismos y emergencias que suelen caracterizar a nuestro país; multiplicados, sin duda, durante la actual administración. Curioso, pero es justamente a las ambiciones de estos personajes que debemos agradecer el buen sentido de algunas posturas oficiales, como la defensa que se ha hecho de los consumidores burlados por la especulación financiera y de las multitiendas. Así como la posibilidad que se ofrece, ahora, a una reforma tributaria que sea algo más que cosmética.
No hay duda que los bajísimos niveles de adhesión y confianza que manifiestan Piñera y su gobierno en los sondeos de opinión pública todavía le hace abrigar a la derecha un nuevo triunfo presidencial, toda vez que la Concertación todavía se encuentra peor y la Izquierda se mantiene bochornosamente atomizada por la acción de sus múltiples caciquitos. O este inexplicable afán de algunas expresiones políticas de implorar cuotas de poder dentro de un sistema que se desmorona por su falta de legitimidad democrática, la corrupción de las cúpulas partidistas, la ausencia de proyectos históricos y la falta de voluntad por atacar realmente las irritantes desigualdades del sistema imperante.
Por la debacle de la oposición, se afirma que Piñera es una persona con mucha suerte, puesto que podría ser todavía peor la impresión ciudadana respecto de su gestión. Sin embargo, ya es tarde: el régimen actual parece inexorablemente condenado al descrédito. El malestar de la población se acrecienta en nuestras ciudades y regiones y, en un año electoral, todo indica que la protesta se volcará con fuerza a las calles. Expresión patente de esto es lo que sucede en Aysén, lo que volverá a suceder en Punta Arenas, lo que se avecina en Calama, como lo que persistirá en la Araucanía y en Santiago, Valparaíso, Concepción y otras ciudades donde se reiteran demandas educacionales, por la salud, el empleo digno y la no discriminación.
Por lo demás, la bochornosa represión descargada por el Ministerio del Interior contra las manifestaciones populares indica simplemente que Piñera y su gobierno no están a la altura de las circunstancias y que, a pesar de los ingentes recursos que hoy tiene el Estado, lo que se intentará es aplastar el descontento social y ahogar las justas aspiraciones sociales. Una opción autoritaria que es marcada por los ministros Hinzpeter y Chadwick, reconocidos como dilectos “hijos de Pinochet”, que han consumado el despropósito de llevar al sur de Chile a las Fuerzas Especiales de Carabineros para imponer el “orden” en que ellos naturalmente creen. Es decir, el de un sistema oligárquico en que la riqueza se concentre en pocas manos, el salario sea siempre precario para las grandes mayorías y en el que ni siquiera consideraciones medioambientales pueda limitar la voracidad de las grandes empresas y la rapacería de las inversiones extranjeras. Dos pequeños führer que siguen instalados en la idea de que hay que violar los derechos humanos esenciales para servir al progreso de las naciones y al imperio de las leyes del más fuerte.
Fanáticos y lenguaraces que, en realidad, tienen cautivo al Presidente de la República que, en los últimos días, profiere sus mismas amenazas. Que se doblega ante éstos en su desesperación por quedarse solo en La Moneda cuando todavía le restan dos años de gobierno. Fracasado, al parecer, en su intento de buscar rescate en el Partido que militaron sus padres, en cautivar a otros hombres de negocios o en mantener la adhesión de oficialismo donde se acrecienta la decepción respecto de su gobierno. Al grado de que varios parlamentarios de su propio partido están encarándolo pública y drásticamente por la violencia policial descargada contra el pueblo. Una ola interna de descontento que ha llevado hasta la UDI a manifestarse con pancartas y gritos en contra de este advenedizo que, tan a contrapelo, convirtieron en Presidente de la República.