Quienes durante décadas hemos anhelado cambios profundos en nuestro país no deberíamos sentirnos defraudados por Sebastián Piñera. Nos prometió un gobierno del cambio y su compromiso no ha resultado falso, al menos en un sentido genérico.
En estos dos últimos años Chile ha cambiado muchísimo y a una profundidad insospechada. Obviamente, no se trata de los cambios propuestos en el programa que la derecha presentó en las últimas elecciones, en el que ofrecían el cielo y sus alrededores. En ese sentido ni sus partidarios más incondicionales han conseguido lo que esperaban. Como dijo Roger Waters “¿Será que todos los políticos son tán descuidados con la verdad?”
Hay que reconocer que la Concertación, con toda su mediocridad política y moral, al menos puso mucho empeño por implementar la máxima más conocida de Ricardo Lagos: “en este país las instituciones funcionan”. Efectivamente, en algunos aspectos se había normalizado una cierta institucionalidad básica, que hacía de Chile un país previsible. Pero en estos dos años la posición del Estado se ha agrietado, se han abierto agujeros en esa jaula de hierro weberiana, basada en reglas de control racional. La causa es una conducción política arbitraria y desconcertante, que ha perdido credibilidad y capacidad de control. Aysén es el ejemplo más evidente, ya que muestra a un gobierno con una alarmante ineptitud a la hora de responder a demandas básicas y urgentes de la población.
El lado positivo de los cambios es que obligan a enfrentar la raíz de los problemas. Los gobiernos de la Concertación lograban postergar y maquillar las crisis del modelo, mientras el gobierno de Piñera parece decidido a incendiar la pradera con tal de detener cualquier asomo de rebeldía. Y en ese proceso va dejando al desnudo las miserias del país real: su centralismo sempiterno, el clasismo endémico, la hipertrofia tecnocrática, y el autoritarismo descarado. El gobierno del cambio ha desnudado a Chile de todos sus envoltorios y lo ha puesto ante el mundo tal como es. Ya no abundan los artículos laudatorios en Newsweek, o The Economist. Al contrario. El mundo parece entender que el Chile que les han vendido por viente años no era más que una careta tras la que se ocultaban injusticias tan vergonzosas que se habían puesto a buen recaudo bajo la alfombra de las instituciones.
Sin duda Chile cambió. La opinión pública ya no tolera lo que antes le resbalaba. La indignación parece ocupar el lugar de la resignación. Y en ese sentido hay motivos de sobra para celebrar y tener esperanza. Pero cuidado. Una cosa es el hastío, la rabia y la exasperación ciudadana, y otra muy distinta la construcción de una alternativa política que de respuesta a estos sentimientos. Y en ese sentido se avanza de forma lenta, a tropezones. Y es fácil caer en el autoengaño.
Recordemos que la combativa provincia de Aysén votó en 2010 en un 70% por Piñera. Y no hay motivos para criticarlos, ya que las izquierdas no propusieron en el ámbito de la descentralización nada relevante, mientras Piñera, de la mano de un regionalismo de componendas clientelares logró sumar voluntades. Hoy todas sus promesas se han evaporado, pero desde la izquierda no aparece con claridad una propuesta creible y consistente, que permita hacer posible lo necesario.