Algunos creerán que cometeré la falacia de sobre-generalización al decir esto, pero me apropio de las palabras de un amigo mío que argumenta –de acuerdo a su experiencia– que la mayoría de los taxistas son fachos, o que al menos, simpatizan con ideas bastante contrarias a la democracia y a la libertad. “Es que varios de esos taxistas son milicos jubilados” me decía mi amigo un día domingo, con la boca llena de quiche, mientras yo asentía, recordando mis propias experiencias en la materia. “Estos cabros de mierda, en vez de estudiar andan hueveando”, “la Camila Vallejo es una huevona culeada”, “Estos maricones los mandaría a hacer el servicio militar”, son algunas de las citas citables que le he oído espetar a más de algún taxista capitalino. Pero hay excepciones. Por fortuna.
Casi siempre he tratado de evitar conversaciones exhaustivas sobre política o Derechos Humanos con gente que haya pasado una temporada –o una vida profesional entera, dios mío– en alguna de nuestras “loables” y “encomiables” instituciones militares: me produce una suerte de alergia eso de entrenarse para asesinar, langüetear una bandera, cantar himnos sin sentido, saltar como idiotas y rendir pleitesía a una Virgen María de escayola con cara de obsesiva-compulsiva y forrada en terciopelo barato, escarchilla y joyas de plástico. Muchos de esos señores jubilados que he conocido, ex milicos, ex gendarmes, ex carabineros, han sido ejecutores directos de violaciones sistemáticas a los Derechos Humanos durante la dictadura de Pinochet, y en los casos en los que esto no fue así, intuyo que al menos la mayoría de ellos está de acuerdo con esas violaciones, en virtud de la obediencia ciega y poco crítica que precisa toda institución militar, especialmente la chilensis, tan parecida en espíritu y materia al Tercer Reich.
Y lo de los taxistas, al parecer, es cierto. Una “pega” donde un señor mayor de sesenta y cinco años se compra un Nissan V-16, hace tontos a los sureños con los taxímetros y las vueltas idiotas, y puede discutir desde el volante –es decir, desde el poder– sobre política y religión, constituye el escenario ideal para los milicos jubilados que quieren hacer unas lucas extras y también capear las exigencias de sus esposas, casi todas ex-Cema Chile, casi todas enfermas de la Gota, de la vesícula o de la depresión post-dictadura. La verdad es que he conocido a varios de ellos. No vale la pena profundizar en las discusiones porque todas conducen hacia el mismo lado: “en la época del partido nacional esto no pasaba” o “cuando estaba Pinochet no había delincuencia”. En la radio: la cueca del Sí entonada por Patricia Maldonado o los Huasos Quincheros en versión chill out. Uno trata de taparse los oídos o subirle el volumen al I-pod, pero estos señores continúan con su cháchara interminable, contaminando el interior del taxi con el hedor a caca caliente que emana de sus bocas mezquinas, de labios finos y comisuras amarillentas producto del Derby light, de una pésima alimentación y de la mala conciencia que se les baja del cerebro y se les escapa por el hocico.
Normalmente cojo taxi cuando el metro se transforma en un hervidero donde para un asmático como yo es imposible respirar. Encima tengo claustrofobia y sufro de ataques de pánico (controlados por el maravilloso clonazepam, ora pro nobis). De ahí que no me quede otro recurso que abordar esas naves negras de techos amarillos con los que algunos humoristas de quinta categoría comparan a las mujeres que no se cuidan las raíces de sus cabelleras con el esmero pertinente y de acuerdo al estereotipo impuesto por La Cuarta o Las Últimas Noticias, donde Quenita Larraín es el molde. También algunas chilenas le dicen taxis a sus pares argentinas. Bien patudas las chilenas. En fin.
Hace dos días, cuando abordé un taxi y escuché el Andante con moto del trío Opus 100 de Schubert desde la radio del vehículo, tuve la intuición de que mi “odio” hacia los taxistas (bien fundado después de todo) debía llegar a su fin. Pero antes lo puse a prueba. “¿Le gusta la música clásica?” le pregunté al señor de mostachos blancos y wayfarers falsos con armazón de carey “por supuesto que sí joven, es la radio Beethoven” me respondió automáticamente. Me quedé pensando unos momentos: después de todo, la música clásica es gusto de Fachos también. Más de una vez vi a la Mary Rose aplaudiendo con su estampa de gran señora momia en el Municipal, con los ojos perdidos en los escudos nacionales de estilo rococó que engalanan los cielos de “la plaza de las artes” –cuánta razón tenía Adorno sobre la platea del teatro–. Pero el señor continuó “¿Sabe usted de música?”, “Claro que sí, algo he estudiado sobre Mozart”, “Ah, Mozart, la flauta mágica, hay una versión de Bergman en sueco, excelente”. Yo estaba en las nubes. Ante tamaño flujo informativo no me quedó otra opción que continuar con la conversación. Fue un canon de Paul Hindemith, Zoltan Kódaly, Schumann, Brahms, Purcell, la superioridad de Arrau por sobre la rapidez de Ashkenazy en los études y nocturnos de Chopin. “Pero en la tele pasan pura porquería joven, por eso los cabros de ahora son tan tontos. Cuando vivía en Noruega yo limpiaba los baños, pero en la radio escuchaba todos los días algo de Edvard Grieg”. Exiliado. No podía ser de otro modo. “Es que la Derecha no hace nada por mejorar la Educación…” interrumpí yo, “¿y qué más van a hacer esos si la Concertación dejó la cagada intelectual en el país? No le pida peras al olmo pues joven, no sea weon”.
Ante todo existen excepciones a la regla. Es decir;
no todos los taxistas son fachos
ni el taxi es la parada final de un ex uniformado.
También es un nicho para exiliados
O para ex profesores jubilados.
¿De eso se trata la democracia? “El principio de especialización de la República” opinaba Platón, “El principio de Diferencia” argumentaba Rawls. Le dije esto a mi amigo pero él se mantiene inconmovible: los taxistas son todos unos fachos. Para los que todavía nos mantenemos en los veinte existen esperanzas, los viejos –como mi amigo– están demasiado encerrados en su experiencia. Quizá cuando yo sea mayor voy a opinar de la misma manera ¿Quién sabe? Ojalá que así no sea. De todas formas el taxi en cuestión lo tomé en Providencia, afuera de un Supermercado que está casi en la esquina con Nueva de Lyon, para quienes quieran evitar un viaje –pagado– con un nazi resentido.