Los escritores inventan mundos, situaciones y personajes que sólo existen en su imaginación. Con esos materiales crean historias que, junto con entretener, muchas veces intentan convencer a sus lectores respecto de algunas verdades trascendentes.
Los políticos también utilizan figuras similares nacidas de su imaginación, pero exclusivamente para convencer a sus electores de lo importante que resulta mantenerse en sus cómodos cargos. En las bocas fecundas de estos personajes, muchas mentiras se trastocan en verdades indesmentibles, promesas de corazón, compromisos irreductibles.
Sobre una mentira, entendida como lo contrario de lo que se sabe, cree o piensa, el escritor construye un mundo que en casos calificados tienen la gracia de permitir un disfrute estético insustituible. Ni Rocinante ha cabalgado jamás por las sequedades de Castilla, ni Macondo fue fundado por un grupo de fugitivos delirantes, ni el extraño Heredia ha bebido en bar alguno de la ciudad. Pero, helos ahí, vivitos, saludables, maravillosos, generándonos ese place que sólo da la lectura.
Los escritores se ganan la vida inventando cosas que no existen, y hay casos en que por esas mismas razones, llegan a perderla. Los políticos también crean mundos de artificio por medio de promesas, ofertas y juramentos, que si bien no tienen la gracia de los mundos y personajes nacidos de la literatura, tienen la virtud de ser universos muy convincentes para algunas mentes ávidas de certezas, esperanzas, sueldos y bonos.
Vea usted, como cada dos años y medio una cruzada de mentiras ataca con saña al populacho. Observe como brillan envueltas en papeles rutilantes las ofertas, las promesas, las convicciones y los compromisos que se escriben, se declaman y se actúan en cuanto escenario o vereda se disponga para la ocasión. Y que dejan expuestas a la luz del sol, esos mentirosos cuyo talento discutible hace que sus artilugios se desvanezcan en un dos por tres, una vez que, terminado el recuento de los votos, se instalan en sus cómodas poltronas.
Pero si bien políticos y escritores se parecen por la utilización de mentiras y la construcción de mundos fantásticos, también se diferencian en muchos aspectos. Omitiendo las distancias adjudicadas a la calidad de la pluma, haremos prevalecer lo que mejor define esas diferencias: el dinero y la manera de acceder a este.
En el caso de los políticos su financiamiento corre por cuenta de los estúpidos que trabajan y hacen entrega al Estado parte de sus ingresos por la vía de los impuestos y otras exacciones no menos ilegítimas. Eso, considerando la vía normal estipulada en normas, reglamentos y leyes. Habrá otras un tanto menos expuestas a la luz, y en muchos de los casos, algo más eficientes en términos de montos, de las que nos enteramos cuando, curiosamente, de tarde en tarde uno de esos manilargos es capturado por un ratito.
Por su parte, a los escritores lo financian aquellas bondadosas personas que compran sus libros, de vez en cuando. O cuando son capaces de traducir las inescrutables huellas secretas dispuestas en claves propias de templarios que los Ministros de Cultura inventan y cuyo premio al final, es una miserable cantidad de dinero.
Otra diferencia notable es el capítulo del merchandising. Hay casos de escritores que logran cierta trascendencia y sus textos son vendidos como pan caliente en las librerías y algunas cunetas. En esas ocasiones al escritor se le acabaron sus problemas económicos y le comenzaron los propios de la envidia y el pelambre. Pero esas son cosas menores.
En el caso de los políticos los que se venden como panes calientes son ellos mismo, sus votos y proyectos de ley. Pero ya no en las librerías o mercados similares, sino en las oficinas secretas de los dueños de todo. En general los precios varían, pero siempre tiene como propósito generar la antigua técnica de darse vuelta la chaqueta.
Ha habido señalados casos en que un escritor ha ampliado su carrera y ha llegado al mundo de la política impulsado por convicciones profundas. Esos casos han tenido la virtud de ampliar el léxico de la política, legando textos que superan el vocabulario árido y aburrido de los senadores y diputados, y han sido reconocidos por sus aportes a la cultura nacional y universal.
Pero también ha habido políticos que han creído suficiente el uso de las metáforas, las mentiras y los chamullos para adentrarse en la creación literaria. Como si la práctica reiterada de decir cosas que no constan en la realidad, las promesas huecas y los mundos de fantasía creados para engrupir al populacho, fueran suficiente condición para ser un escritor.
Es cierto que la literatura no cambia al mundo, pero hace más llevadero sus vaivenes y miserias. Y la política, que sí cambia al mundo, lo hace cada vez más peligroso y menos apto para la vida.