A más de cuatro décadas de aquel triste septiembre de 1973, sectores de la sociedad chilena discuten si se trató de una “dictadura”, o es preferible referirse a aquel periodo como “régimen militar”. A primera vista bien pudiera parecer una discusión bizantina, una mera disquisición semántica sin mayor trascendencia. Sin embargo, el uso del lenguaje es una de las herramientas fundamentales en la construcción de la memoria y el imaginario de una sociedad. Por tanto, no estamos ante una cuestión baladí, por el contrario, es en el ámbito de lo simbólico donde cristaliza lo político.
Tras el asalto al poder, los militares golpistas iniciaron una tarea de limpieza que comenzó por el lenguaje. No se trataba de un cruento “golpe de estado” sino de un “pronunciamiento militar”, como si con tal eufemismo se pudiera lavar la sangre salpicada en las calles de Chile. Suele ocurrir que cuanto más deleznable es un acto, tanto más se le reviste de una interesada retórica que esconda su naturaleza. De este modo, cada documento y declaración de Augusto Pinochet adquirió el tono formal y mercurial como una manera de legitimar la ignominia.
Durante diecisiete años, los chilenos no solo fuimos rehenes por las armas sino, y principalmente, fuimos prisioneros del lenguaje. El nuevo poder se apropió del habla e impuso el silencio ante cualquier disidencia. Si toda dictadura se define como un gobierno que impone su autoridad violando la legislación anteriormente vigente, la dictadura del lenguaje puede entenderse como una regimentación simbólica que legitima en los signos una autoridad de facto. Por ello, toda dictadura vigila el lenguaje, lo administra y lo censura.
Cuando en el presente se plantea la dicotomía entre los términos “dictadura” y “régimen militar”, lo que está en juego es, justamente, la dictadura del lenguaje. Después de más de veinte años del llamado retorno a la democracia, la sociedad chilena sigue sometida no solo a la institucionalidad política y económica engendradas durante la dictadura sino, y muy especialmente, sigue sometida a la dictadura de los signos, verdadera “diglosia” en que la verdad es mentira y la mentira es verdad.
Se ha obligado a los chilenos a aceptar que la palabra “democracia”, por ejemplo, es la colusión naturalizada de poderes fácticos y políticos oportunistas, de la misma manera como aceptamos que el “desarrollo del país” no es otra cosa que el lucro y la codicia de los grandes grupos económicos nacionales y extranjeros. La dictadura del lenguaje, es la alquimia perversa que prolonga simbólicamente el poder de los poderosos. Así, asistimos en nuestro país a la paradoja según la cual cualquier demanda social o reclamo democrático se convierte de inmediato en una amenaza a la misma democracia. La dictadura del lenguaje no es otra cosa que el lenguaje de la dictadura en un presente que aspira a la democracia.
Investigador y docente de la Escuela Latinoamericana de Postgrados. ELAP. Universidad ARCIS