¿Cuáles son los excesos y los límites de la libertad de expresión? En una sociedad posmoderna-neoliberal, que ha levantado como compensaciones a la libertad del mercado la tolerancia y el respeto a los discursos de las minorías, no los hay. No debiera haberlos, por una necesaria coherencia ideológica. El mercado de las ideas debiera transarse en la bolsa política y mediática, la que equilibra los discursos de manera natural.
Obviamente, estamos ante una de las mayores falacias de nuestra era. Nada más falso que ese equilibrio. Tanto, como que el mercado es el mejor distribuidor de los recursos económicos. Porque si de libertades se trata, la sociedad neoliberal, capacitada para concentrar la riqueza y el poder en unas pocas manos, el hoy simbólico 1%, también es capaz de modelar, acotar, excluir y reprimir. Los dueños del mercado controlan los discursos, lo que es también una velada censura.
Lo que tenemos a la vista es una simulación de tolerancia. En un ejercicio extremo por conocer los límites de aquella libertad de expresión los medios cedieron espacios en noviembre al fundamentalismo de la extrema derecha, que reivindicó, como paradoja, su discurso ahistórico e intolerante.
Los medios chilenos abrieron los sarcófagos más putrefactos de la dictadura, tal vez no como un espacio político sino arqueológico, pero expresado, en la uniformidad mediática, finalmente como político. Porque fue un nuevo intento entre los incontables anteriores de justificar lo injustificable.
El gran evento levantado por el eje Penal Cordillera-Municipalidad de Providencia no fue un ejercicio que sólo intentara reacomodar la historia, sino que se instalaba de manera estridente y obscena con vistas al futuro. El nuevo acuartelamiento de los discursos, y por cierto de los símbolos, tal vez no era peligroso, pero sí una actividad accesoria, incómoda e innecesariamente dolorosa. ¿Por qué la sociedad tuvo que volver a escuchar las mentiras de los condenados por la justicia, los delirios de los asesinos y criminales de guerra (concedámosles su obsesión de una guerra contra los procesos sociales)? ¿Tienen los sobrevivientes de los campos de exterminio -de Auschwitz o Mauthausen, de Villa Grimaldi a Londres 38-, que escuchar una y otra vez la cínica versión de sus torturadores? ¿Merecen ese trato y esa forma de justicia las víctimas de Krassnoff y de otros criminales? ¿Deben escuchar una y otra vez esas mentiras por respeto a la libertad de expresión?
Un acto de esta naturaleza equivale a borrar todo lo penosamente avanzado en cautelar los derechos humanos. Constituye no sólo un nuevo desprecio a la memoria de las víctimas, sino un evidente retroceso en la difícil construcción de memoria y verdad histórica. Pero nuevamente, con su habitual torpeza y desprecio hacia los débiles, los medios han privilegiado una vez más al mercado y al espectáculo por sobre la observación de los procesos sociales. Los medios, por una cínica libertad de expresión y un falso pluralismo, difunden argumentos que pretenden justificar el racismo, el sexismo, la intolerancia, la impudicia. Qué puede ser más obsceno que la justificación de la tortura y el asesinato. Posiblemente nada, ni la tortura y el asesinato mismo. Ni la misma pornografía. Porque su obscenidad no está ni en los cuerpos ni en sus pliegues, rincones ni fluidos. La obscenidad de la pornografía está fuera de las imágenes. Está en el sexismo, en la explotación, el servilismo. Es ésta su verdadera realidad, aquí está su terror y repugnancia. No es un mero espectáculo sexual, es una perversión social.
El filósofo eslovenio Zlavoj Zizek escribió hace un par de años el ensayo En defensa de la intolerancia, crítica a la embozada ideología de la sociedad capitalista avanzada. Casos como el que sufrimos en noviembre dejan al descubierto las enormes contradicciones que conlleva el concepto de tolerancia y libertad de expresión. En aquella aparente levedad, que apunta al fin de los conflictos y de la lucha social, se encierra una mirada que intenta aplanar bajo el mismo peso todos los discursos.
La mayor obscenidad y estremecimiento de los crímenes de lesa humanidad no están sólo en la misma muerte, las vejaciones, violaciones, ni tanto en el racismo, clasismo y sexismo. La mayor repugnancia está en su justificación, que intenta construir una política, una ideología sobre la intolerancia, el fanatismo y el odio. Esas fueron las peores experiencias del siglo XX, desde la estalinista, la nazi-fascista al Khmer Rouge y el pinochetismo. De ninguno de esos episodios, de esas heridas de la historia, hace falta que escuchemos hoy en día el delirio sicótico de sus defensores. Ante ello, preferimos ser intolerantes